A free download from http://www.dertz.in Morsamor The Project Gutenberg EBook of Morsamor, by Juan Valera This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org Title: Morsamor peregrinaciones heroicas y lances de amor y fortuna de Miguel de Zuheros y Tiburcio de Simahonda Author: Juan Valera Release Date: December 31, 2005 [EBook #17430] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK MORSAMOR *** Produced by Chuck Greif Morsamor: peregrinaciones heroicas y lances de amor y fortuna de Miguel de Zuheros y Tiburcio de Simahonda Por Juan Valera Librer¨ªa de Fernando F¨¦ Madrid 1899 Al Excmo. Sr. Conde de Casa Valencia Mi querido primo: Para distraer mis penas ego¨ªstas al considerarme tan viejo y tan quebrantado de salud, y mis penas patri¨®ticas al considerar a Espa?a tan abatida, he soltado el freno a la imaginaci¨®n, que no le tuvo nunca muy firme, y la he echado a volar por esos mundos de Dios, para escribir la novela que te dedico. Tomando por lo serio algunos preceptos ir¨®nicos de don Leandro Fern¨¢ndez de Morat¨ªn, en su _Lecci¨®n po¨¦tica_, he puesto en mi libro cuanto se ha presentado a mi memoria de lo que he o¨ªdo o le¨ªdo en alabanza de una ¨¦poca muy distinta de la presente, cuando era Espa?a la primera naci¨®n de Europa. As¨ª he procurado consolarme de que hoy no lo sea, si bien escribiendo la m¨¢s antimoratinesca de mis composiciones literarias. Bien puedo asegurar que hay en ella Cuanto puede hacinar la fantas¨ªa, en concebir delirios eminente: magia, blas¨®n, alquimia, teosof¨ªa, n¨¢utica, bellas artes, oratoria, brahm¨¢nica y gentil mitolog¨ªa, sacra, profana, universal historia Y otras mil curiosidades. Si a pesar de tanta riqueza de ingredientes el pasto espiritual que doy al p¨²blico resulta desabrido o empalagoso, no te negar¨¦ que he de afligirme, pero me servir¨¢ de consuelo lo inocente de mi trabajo. Nada m¨¢s inocente que componer un libro de entretenimiento aunque no entretenga. Con no leerle evitar¨¢ toda persona discreta el mal que involuntariamente pudiera yo causarle. Yo no trato de ense?ar nada ni de probar nada. Si alguien deduce consecuencias o moralejas de la lectura de este libro, ¨¦l, y no yo, ser¨¢ responsable de ellas. Yo s¨®lo pretendo divertir un rato a quien me lea, dejando a los sabios ense?ar y adoctrinar a sus semejantes, y dejando a nuestros hombres pol¨ªticos la dif¨ªcil tarea de regenerarnos y de sacarnos del atolladero en que nos hemos metido. He de confesarte, sin embargo, que a veces tengo yo pensamientos algo presuntuosos, porque creo que el mejor modo de obtener la regeneraci¨®n de que tanto se habla, es entretenerse en los ratos de ocio contando cuentos, aunque sean poco divertidos, y no pensar en barcos nuevos, ni en fortificaciones, ni en tener sino muy pocos soldados, hasta que seamos ricos, indispensable condici¨®n en el d¨ªa para ser fuertes. Ser fuertes en el d¨ªa es cuesti¨®n de lujo. Seamos pues d¨¦biles e inermes mientras que no podemos ser lujosos. Imitemos a Don Quijote, cuando quiso hacerse pastor despu¨¦s de vencido por el Caballero de la Blanca Luna. Mientras que unos esquilan las ovejas y mientras que otros recogen la leche en colodras y hacen requesones y quesos, aumentando as¨ª la riqueza individual, y por consiguiente, la colectiva, nosotros, o al menos yo, incapacitados por la vejez para tan ¨²tiles operaciones, emple¨¦monos en tocar la churumbela, el viol¨®n u otro instrumento pastoril para que se recreen las ovejas. De pacer olvidadas escuchando o quiz¨¢s consol¨¢ndose de que poco o nada les dejen que pacer los rabadanes. A fin de vivir contentos en esta forzosa Arcadia, recordemos vuestras pasadas glorias, no superadas a¨²n por los pueblos m¨¢s pujantes y engre¨ªdos que hay ahora en el mundo, y compongamos, con dichos recuerdos y con el buen humor que no debe abandonarnos, historias como la que yo te ofrezco, la cual, si no es amena, es por su benigna y candorosa intenci¨®n, digna de todo aplauso. Date t¨² el tuyo, defi¨¦ndeme con indulgente habilidad de los que me censuren y cr¨¦eme siempre tu afect¨ªsimo amigo y pariente, Juan Valera En el claustro -I- En el primer tercio del siglo XVI, y en un convento de frailes franciscanos, situado no lejos de la ciudad de Sevilla, casi en la margen del Guadalquivir y en soledad amena, viv¨ªa un buen religioso profeso, llamado Fray Miguel de Zuheros, probablemente porque era natural de la enriscada y peque?a villa de dicho nombre. No era el Padre alto ni bajo, ni delgado ni grueso. Y como no se distingu¨ªa tampoco por extremado ascetismo, ni por elocuencia en el p¨²lpito, ni por saber mucho de teolog¨ªa y de c¨¢nones, ni por ninguna otra cosa, pasaba sin ser notado entre los treinta y cinco o treinta y seis frailes que hab¨ªa en el convento. Hac¨ªa m¨¢s de cuarenta a?os que hab¨ªa profesado. Y su vida iba desliz¨¢ndose all¨ª tranquila y silenciosa, sin la menor se?al ni indicio de que pudiese dejar rastro de s¨ª en el trillado camino que la llevaba a su t¨¦rmino: a una muerte obscura y no llorada ni lamentada de nadie, porque Fray Miguel, aunque no era antip¨¢tico, no era simp¨¢tico tampoco, se daba poqu¨ªsima ma?a para ganar voluntades y amigos, y, al parecer, ni en el convento ni fuera del convento los ten¨ªa. En vista de lo expuesto, nadie puede extra?ar que hayan ca¨ªdo en el olvido m¨¢s profundo el nombre y la vida de Fray Miguel. Ya ver¨¢ el curioso lector, si tiene paciencia para leer sin cansarse esta historia, las causas que me mueven a sacar del olvido a tan insignificante personaje. Son estas causas de dos clases: unas, particular¨ªsimas, que se sabr¨¢n cuando esta historia termine; y otras tan generales, que bien pueden declararse desde el principio y que voy a declarar aqu¨ª. Todo ser humano, considerado exterior y someramente, es indigno de memoria, si no ha logrado por virtud de sus hechos o de sus palabras, habladas o escritas, influir poderosamente en los sucesos de su ¨¦poca, haciendo ruido en el mundo. Los que ni por la acci¨®n ni por el pensamiento, revestido de una forma sensible, logran se?alarse, pasan como sombras sin dejar rastro ni huella en el sendero de la vida y van a hundirse en olvidada sepultura, sin que nadie deplore su muerte y sin que nadie, al cabo de pocos a?os, y a veces al cabo de pocos d¨ªas, se acuerde de que vivieron. Y, sin embargo, cuando por cualquier medio o estilo acertamos a penetrar en las profundidades del coraz¨®n y en los m¨¢s apartados y obscuros aposentos del cerebro del personaje al parecer m¨¢s insignificante, todo suele cambiar de aspecto en la idea que formamos de ¨¦l, ya que descubrimos all¨ª multitud de pensamientos maravillosos y de soberanas aspiraciones, y un mar tempestuoso de apasionados sentimientos, que ora sean buenos, ora sean malos, si llegan a ser grandes, dan valer e importancia a la persona que los concibe e inspiran hacia ella un inter¨¦s acaso mayor del que nos han inspirado los m¨¢s famosos varones al saber sus altas haza?as o al leer sus inmortales escritos. Fray Miguel, al empezar este relato y al presentarle yo a mis lectores, no era escritor, ni predicador, ni por nada se distingu¨ªa. Cualquiera otro fraile de su mismo convento era m¨¢s notable que ¨¦l. Antes de entrar en la vida religiosa tampoco hab¨ªa conseguido se?alarse. Ten¨ªa ya setenta y cinco a?os cumplidos, y, para todos sus semejantes, no pasaba de ser una de las innumerables unidades que forman la gran suma del linaje humano. En el convento se sab¨ªa poco y a nadie le importaba saber de la vida pasada de Fray Miguel antes de que fuera fraile. Como otros muchos hombres, en aquel largo per¨ªodo de anarqu¨ªa, discordias y guerras civiles, que precedi¨® al reinado de los Reyes Cat¨®licos, hab¨ªa buscado por diversos caminos la notoriedad, el poder y la fortuna, y no hab¨ªa logrado hallarlos. Fray Miguel hab¨ªa sido soldado y poeta, que eran las dos profesiones, por las cuales, no siendo cl¨¦rigo o fraile, pod¨ªa un hombre del estado llano en aquella edad encumbrarse o darse a conocer al menos. Fray Miguel hab¨ªa trabajado en balde. No decidiremos aqu¨ª si fue la capacidad o si fue la ventura lo que le falt¨® en su empresa. Su ambici¨®n y sus prop¨®sitos no debieron de ser peque?os si los calculamos por la significaci¨®n del nombre que ¨¦l como trovador y aventurero de armas tomar hab¨ªa adoptado. Fray Miguel se hab¨ªa llamado Morsamor en el siglo. Sus versos fueron tan malos o fueron tan infelices que no entraron en ning¨²n Cancionero, aunque en muchos Cancioneros abundan los detestables, tontos o fr¨ªos. Sus haza?as, si las hizo, no le dieron riqueza, ni valimiento, ni poder, y no hubo cronista que hablase de ellas en sus narraciones, ni ¨¦pico callejero que escribiese un mal romance para referirlas y ensalzarlas. Dice el refr¨¢n que el lobo, harto de carne, se mete fraile. Morsamor no fue como el lobo. Morsamor no cogi¨® la carne: apenas columbr¨® la sombra. La desilusi¨®n, la esperanza perdida, le trajo a la vida mon¨¢stica. En ambos reinos, unidos ya bajo el centro de Isabel y Fernando, hab¨ªa cambiado todo y era menester que Morsamor tambi¨¦n cambiase. La paz y el orden con en¨¦rgica severidad hab¨ªan venido a sobreponerse a la confusi¨®n y al alboroto que estimulaban tanto la ambici¨®n y la codicia. Los falsos antiguos ideales de la Edad Media hab¨ªan ca¨ªdo por tierra como ¨ªdolos quebradizos, desbaratados y rotos bajo los certeros golpes del cetro de hierro de los nuevos soberanos. Morsamor no acertaba a descubrir nuevos ideales: nuevos objetos, t¨¦rmino y meta de la ambici¨®n humana. A sus ojos s¨®lo quedaba en pie el venerando e indestructible ideal religioso, que se alzaba como elevad¨ªsima y solitaria torre en medio de un campo arrasado y lleno de ruinas. Lo ¨²nico que quedaba como refugio, consuelo y fin de la vida de Morsamor era la religi¨®n. H¨ªzose, pues, religioso por no saber qu¨¦ hacerse. Y ya se comprende que esta manera de hacerse religioso de poco o de nada pod¨ªa valerle as¨ª en la tierra como en el cielo. Harto se comprender¨¢ tambi¨¦n, se explicar¨¢ y se justificar¨¢ por lo dicho, el pobre papel que Fray Miguel de Zuheros hac¨ªa entre los dem¨¢s frailes. S¨®lo Dios sab¨ªa lo que guardaba ¨¦l en el centro del alma. En lo exterior la figura inconsistente de Fray Miguel, sin color, sin energ¨ªa y sin car¨¢cter propio, se esfumaba en el espacio e iba lenta y desabridamente a desaparecer en el tiempo. -II- De vez en cuando, creciendo en importancia y en frecuencia e interrumpiendo la monoton¨ªa de la vida claustral, llegaban al convento noticias vagas y confusas que revelaban una pasmosa renovaci¨®n en la vida social de la reci¨¦n formada naci¨®n espa?ola. Los ideales, por susto de cuya ausencia se hab¨ªa refugiado Fray Miguel en el claustro, brotaron entonces en el suelo fecundo de Espa?a, le cubrieron todo y vinieron a llamar con estr¨¦pito en su celda al desenga?ado solitario. Mientras que Fray Miguel viv¨ªa vida contemplativa y obscura, una vida fecunda en acciones maravillosas se hab¨ªa desenvuelto en toda nuestra Pen¨ªnsula, salvando sus l¨ªmites y confines, y derram¨¢ndose con irresistible expansi¨®n por el mundo todo. Los reyes unidos de Arag¨®n y Castilla hab¨ªan vencido a los portugueses en Toro, vengando la afrenta de Aljubarrota; hab¨ªan conquistado el hermoso reino de Granada; hab¨ªan expulsado de Italia a los franceses, ense?ore¨¢ndose de N¨¢poles y de Sicilia. Un aventurero genov¨¦s hab¨ªa ofrecido llegar a Cipango y al Catay, atravesando con sus naves el nunca surcado y tenebroso mar de Sargaso, y el aventurero hab¨ªa descubierto extensas y hasta entonces inc¨®gnitas regiones, donde hab¨ªa ido a plantar la cruz del Redentor y el pend¨®n de Castilla, dejando entrever y haciendo augurar que la tierra en que vivimos es mayor de lo que se pensaba y que todo lo oculto y misterioso que hasta entonces hab¨ªa habido en ella, iba a revelarse y a manifestarse a nuestros ojos y a ser dominado por castellanos y aragoneses. En competencia con ellos y movidos por id¨¦ntico impulso, los portugueses hab¨ªan persistido en su casi secular empe?o de navegar hasta el extremo Sur de ¨¢frica, de ir m¨¢s all¨¢ navegando, y de llegar a la India y de apoderarse all¨ª del comercio, y de la riqueza de que hasta entonces hab¨ªan gozado ¨¢rabes, persas, venecianos y genoveses. Iba Fray Miguel enter¨¢ndose vaga y confusamente de todas estas novedades. Como era poco comunicativo no dec¨ªa a nadie la impresi¨®n que le hac¨ªan; pero la impresi¨®n era profunda, acrecentando su profundidad y su fuerza, la reconcentraci¨®n y el sigilo con que en el centro de su alma lo escond¨ªa todo. Cualquier ser humano, como no sea depravad¨ªsimo, tiene el amor de la patria, del pueblo, de la tierra en que ha nacido y de la gente a que pertenece. Este sentimiento es tan natural y tan general que no he de hacer yo el elogio de Fray Miguel porque le tuviese. Me limito a afirmar que le ten¨ªa. Los triunfos de su naci¨®n, el verla trocada de sociedad desquiciada y an¨¢rquica en Potencia temida, influyente y gloriosa, lisonjeaban el orgullo de Fray Miguel y le ten¨ªa muy satisfecho y orondo. Por nada del mundo hubiera anhelado ¨¦l que lo que era no fuese; que de todas las glorias, grandezas y triunfos su naci¨®n, resultasen falsedad y sue?o vano de la fantas¨ªa. Su coraz¨®n se alegraba de que fuesen reales; pero al mismo tiempo, por extra?a aunque frecuente contradicci¨®n de nuestro esp¨ªritu, hab¨ªa en el suyo verg¨¹enza y abatimiento de no haber contribuido a la elevaci¨®n nacional de que se admiraba y se enorgullec¨ªa. Ni con sus humildes rezos, ya en el templo solitario, ya en su mezquina celda, hab¨ªa contribuido Fray Miguel a ninguna de las altas empresas que se hab¨ªan llevado a cabo. Su coraz¨®n falto de fe y de esperanza y su mente inclinada y torcida a no prever sino lo peor, no hab¨ªan podido pedir ni hab¨ªan pedido al cielo lo inasequible, lo absurdo, lo que no hab¨ªan concebido ni en sue?os, comprendi¨¦ndolo s¨®lo al verlo en realidad efectiva. Espa?a, pobre, desgarrada por discordias civiles, sin dominio y sin influjo en lo exterior, se hab¨ªa transformado de repente en la primera naci¨®n del mundo, y Fray Miguel, que en sus verdes mocedades hab¨ªa aspirado a llenarle de su ama, como trovador y como guerrero, ten¨ªa entonces que confesarse asimismo, en amargo vejamen, que ni como devoto fraile, con oraciones y s¨²plicas, hab¨ªa contribuido a tan maravillosa transformaci¨®n y a tan no prevista ni imaginada grandeza. Los nombres gloriosos de navegantes intr¨¦pidos, de dichosos e invictos capitanes, de habil¨ªsimos pol¨ªticos, de negociadores que sab¨ªan ganar ajenas voluntades e imponer la propia, y de administradores juiciosos y atinados que encontraban recursos sin esquilmar a la naci¨®n, todo esto, a par que halagaba el alma de Fray Miguel en lo que ten¨ªa de alma espa?ola y en lo que era como parte del alma superior y colectiva de su pueblo y de su casta, lastimaba, her¨ªa y destrozaba su alma individual, colm¨¢ndola de amargo abatimiento y de ponzo?osa envidia. Durante muchos a?os, desde que se retir¨® Fray Miguel al claustro hasta mucho despu¨¦s, el completo menosprecio del mundo, o sea del linaje humano en general y de su pueblo en particular, hab¨ªa estado en perfecta consonancia con el menosprecio de s¨ª mismo que Fray Miguel sent¨ªa, de donde resultaba una tranquilidad f¨²nebre. Fray Miguel hab¨ªa estado, durante muchos a?os, f¨²nebremente tranquilo; pero el reciente alto concepto que de su patria hab¨ªa formado y la consideraci¨®n del valer, de las haza?as y de la gloria de los hombres que hab¨ªan encumbrado su patria, se contrapon¨ªan ahora al menosprecio de s¨ª mismo que no pod¨ªa menos de seguir sintiendo, y esto levantaba en su alma una tempestad de celos y hac¨ªa reto?ar y reverdecer en ella la antigua ambici¨®n de su mocedad, volviendo a ser ambicioso con m¨¢s de setenta y cinco a?os cumplidos. Su coraz¨®n lat¨ªa con violencia lleno de extra?as aspiraciones bajo el humilde sayal franciscano. Su coraz¨®n se agitaba en la vejez acaso con m¨¢s poderosas energ¨ªas que en la juventud. En su juventud hab¨ªa habido siempre algo de vano en todos sus prop¨®sitos ambiciosos: hab¨ªa puesto la mira en fines confusos o ef¨ªmeros y poco elevados: en distinguirse en un torneo o en alguna otra empresa caballeresca atrayendo la atenci¨®n y conquistando el afecto de alguna dama hermosa, encumbrada y noble. Ahora los fines que se propon¨ªan, que buscaban y que alcanzaban los hombres de acci¨®n, eran m¨¢s consistentes, eran m¨¢s altos y no por eso menos positivos y sustanciales. El mundo, ignorado antes, hab¨ªa venido a revelarse con una grandeza real hasta entonces no percibida y por toda ella iban a extenderse y a triunfar la religi¨®n de Cristo y la civilizaci¨®n de Europa, llevadas par los hijos de Iberia hasta las regiones m¨¢s remotas, ya entre gentes b¨¢rbaras y selv¨¢ticas que separadas del resto del humano linaje no hab¨ªan seguido su marcha progresiva y hasta hab¨ªan olvidado la nobleza de su origen com¨²n, ya entre los pueblos de Oriente donde persist¨ªan y florec¨ªan a¨²n la poes¨ªa y el saber y el arte de las edades divinas, cuando entend¨ªan los hombres que estaban en comunicaci¨®n y trato con los dioses y con los genios; por todas partes, entre todas las lenguas, tribus y gentes, as¨ª entre aquellas, que olvidadas de las primitivas aspiraciones y revelaciones, se hab¨ªan hundido en una vida casi selv¨¢tica, como entre aquellas que, combinando y fecundando esas aspiraciones y revelaciones primitivas con los ensue?os de una exuberante fantas¨ªa, hab¨ªan creado una portentosa cultura, en cuya ponderaci¨®n y admiraci¨®n permanec¨ªan inm¨®viles. Si nos figuramos a todo el humano linaje como inmensa hueste que marcha a la conquista de una tierra de promisi¨®n, los pueblos selv¨¢ticos y rudos que hacia el Occidente se hab¨ªan descubierto, eran como parte de la hueste que se hab¨ªa extraviado en el camino y que no s¨®lo hab¨ªa desistido de la empresa sino que la hab¨ªan olvidado. Por el contrario, los pueblos que los portugueses hab¨ªan vuelto a visitar en el Oriente, abri¨¦ndose camino por los mares, se dir¨ªa que, embelesados en el regalo y deleite de encantados jardines y orgullosos de su primitivo saber y del rico florecimiento de la antigua cultura, permanec¨ªan a¨²n parados e inertes. Misi¨®n providencial de los hijos de Iberia era sin duda sacar a los unos de la abyecta postraci¨®n en que hab¨ªan ca¨ªdo y despertar a los otros del sue?o secular, del profund¨ªsimo letargo en que estaban. Esta parte de la misi¨®n parec¨ªa especialmente confiada a los portugueses. Hab¨ªan, como el gentil caballero del antiguo cuento de hadas, venciendo mil obst¨¢culos y dificultades, penetrado en los deliciosos jardines y luego en el encantado palacio donde, desde hac¨ªa muchos siglos, la hermos¨ªsima princesa estaba dormida. El modo que los portugueses emplearon para despertarla del sue?o, no fue a la verdad tan dulce y tan delicado como el del cuento; pero la realidad tiene sus impurezas y aquellos tiempos eran m¨¢s rudos que los de ahora. Valga esto para disculpa de los portugueses. Como quiera que ello sea, ya las noticias de nuestros triunfos en Italia, ya las vagas y confusas narraciones de los descubrimientos que hacia el Occidente hac¨ªan los castellanos de grandes y f¨¦rtiles islas y de un dilatado continente, habitado todo por tribus salvajes y deca¨ªdas que no hab¨ªan llegado o que hab¨ªan retrocedido hasta el extremo de no tener animales dom¨¦sticos, de no ser pastores, de vivir en un estado de humanidad m¨¢s rudimentario que el de los pueblos errantes de Asia y de ¨¢frica, ya las expediciones, victorias y conquistas de Portugal en la India, que renovaban o eclipsaban las glorias fabulosas del Dios Ditirambo y las haza?as y empresas reales del Maced¨®n Alejandro y que obscurec¨ªan las leyendas de los siglos medios, todo entusiasmaba y solevantaba a Fray Miguel de Zuheros; pero lo que m¨¢s le seduc¨ªa, lo que ejerc¨ªa fascinador influjo en su ¨¢nimo y le atra¨ªa poderosamente, era el ¨¦xito de los portugueses en la India. Acostumbrado Fray Miguel a disimular sus emociones, a no confiarse a nadie y a no desahogar confes¨¢ndolo lo que ten¨ªa en su pecho, no mostraba en lo exterior ni para cuantos le rodeaban alteraci¨®n ni cambio. Como adem¨¢s fijaba poco la atenci¨®n y todos le ten¨ªan por persona menos notable de lo que era, nadie advert¨ªa el cambio imperceptible y lento que en ¨¦l se hab¨ªa realizado. Fray Miguel estaba m¨¢s retra¨ªdo y silencioso que nunca. De sus labios no brotaban sino las indispensables palabras que la necesidad o la cortes¨ªa nos obligan a pronunciar en la vida diaria, y no sonaba su voz en m¨¢s largos discursos que los de las devotas oraciones que rezaba en el coro. -III- En contraposici¨®n a la insignificancia y obscuridad de Fray Miguel, hab¨ªa en el mismo convento otro fraile cuya fama y alta reputaci¨®n de sabio se extend¨ªan por toda la Pen¨ªnsula y aun trascend¨ªan a Italia y a otras naciones. Se llamaba este fraile el Padre Ambrosio de Utrera. No hab¨ªa disciplina ni facultad en que no se le proclamase maestro. Era gran humanista, diestro y sutil en las controversias, te¨®logo y jurisconsulto, y muy versado en el estudio de los seres que componen el mundo visible. Se supon¨ªa que de magia natural, astrolog¨ªa y alquimia sab¨ªa cuanto pod¨ªa saberse en su tiempo, y que ¨¦l adem¨¢s, a fuerza de estudios, meditaciones y experiencias, hab¨ªa descubierto grandes misterios y secretas propiedades y leyes de las cosas creadas, de lo cual revelaba algo a sus contempor¨¢neos y ocultaba mucho, por considerar que el humano linaje no alcanzaba a¨²n la madurez y la capacidad, convenientes para que pudiera confi¨¢rsele sin profanaci¨®n o sin grav¨ªsimo peligro la llave de aquellos temerosos arcanos, de los que sin embargo, se val¨ªa ¨¦l para aliviar muchos males, corregir muchos vicios y mejorar la condici¨®n y la suerte de sus semejantes, los dem¨¢s hombres. El Padre Ambrosio hab¨ªa ido por orden superior y en misi¨®n secreta a Roma. No importa a nuestra historia, ni sabr¨ªamos declarar aqu¨ª, aunque importase, cu¨¢l hab¨ªa sido el objeto de la misi¨®n del Padre Ambrosio. Baste saber que estuvo siete a?os en Roma, bajo el pontificado de Le¨®n X, y que volvi¨® a su convento de Sevilla el a?o de 1521 en que va a empezar la historia que aqu¨ª referimos. A pesar de su grande autoridad como hombre de ciencia y a pesar de la austeridad de sus costumbres, el Padre Ambrosio era benigno y afable con todos los hombres y m¨¢s a¨²n con los desatendidos y desde?ados. De aqu¨ª que Fray Miguel de Zuheros, si de alguien hab¨ªa recibido muestras de cari?osa simpat¨ªa, hab¨ªa sido del Padre Ambrosio, y si algo los interiores tormentos de su esp¨ªritu hab¨ªa revelado a alguna persona, esta persona hab¨ªa sido el mencionado Padre. Durante su ausencia, pues, Fray Miguel hab¨ªa vivido m¨¢s aislado y mudo que nunca. Con frecuencia, en las horas de recreo y solaz que en el convento hab¨ªa, cuando ni los Padres ni los novicios estudiaban, meditaban o rezaban, en el extremo de la huerta donde hab¨ªa ¨¢rboles de sombra y asientos de piedra, el Padre Ambrosio se sentaba rodeado de muchas personas que compon¨ªan un atento auditorio, y con f¨¢cil palabra les relataba lo que llamar¨ªamos hoy sus impresiones de viaje. Describ¨ªa el Padre elocuentemente las magnificencias de la Ciudad Eterna: sus palacios, sus templos y sus majestuosas ruinas. El Padre Ambrosio no consideraba sin embargo a Roma como ciudad-relicario, museo de antig¨¹edades, residuo maravilloso pero inerte de poder¨ªo y grandeza jam¨¢s igualados antes ni despu¨¦s en la historia. Roma para ¨¦l hab¨ªa sido siempre, y entonces era m¨¢s que nunca, porque volv¨ªa deslumbrado y hechizado por el esplendor, la elegancia y el lujo de la corte de Le¨®n X, Roma era para ¨¦l en realidad la Ciudad Eterna, la reina de las ciudades, la capital del mundo. El pensamiento profundamente cat¨®lico y espa?ol del Padre Ambrosio, si no auguraba, si no se atrev¨ªa a profetizar una monarqu¨ªa universal, la cre¨ªa posible y hasta probable y cre¨ªa ver en el giro de los sucesos y en el desenvolvimiento que iban tomando las cosas humanas, que todo se encaminaba la formaci¨®n de tan gloriosa monarqu¨ªa, si monarqu¨ªa pod¨ªa llamarse, y no deb¨ªa darse otro nombre a lo que imaginaba el Padre. ¨¦l imaginaba que el sucesor de San Pedro, vicario de Cristo y cabeza visible de la iglesia, hab¨ªa de ser y era menester que fuese el Soberano que dominase sobre toda la tierra y gobernase y dirigiese al humano linaje como ¨²nico pastor a una sola grey. Pero el Padre Santo era principal ministro de un Dios de paz; en vez de cetro y espada ten¨ªa cayado. No eran sus armas visibles ni capaces de herir el cuerpo sino los esp¨ªritus: sus armas eran la bendici¨®n y el anatema. Determinando mejor su concepto, el Padre Ambrosio miraba todos los territorios, donde se hab¨ªa plantado la Cruz redentora, como redil amplio, gobernado por el sucesor del pr¨ªncipe de los ap¨®stoles, pero gobernado por la persuasi¨®n y por la dulzura y realizando la paz perpetua. Antes sin embargo de llegar a t¨¦rmino tan deseado, era menester el empleo de la fuerza material para traer a Cristo las cosas todas, para impeler a entrar en el aprisco a las ovejas descarriadas, y para combatir, matar o domar a los leones bravos y a los hambrientos lobos que amenazaban el reba?o y que no le dejaban vivir y pacer tranquilo. El Padre Santo, pues, a pesar de su inmenso poder espiritual, necesitaba a¨²n, y as¨ª estaba prescrito y decretado en el plan divino de la historia, un poderoso y en¨¦rgico brazo secular que le ayudase en su empresa, que le valiese para la pacificaci¨®n de la tierra toda y para lograr que Roma, al cabo, transfigurada y purificada, en nada se pareciese a la antigua Babilonia, sino a la Jerusalem refulgente, que el ¨¢guila de Patmos vio descender del cielo, ricamente ataviada con admirables joyas y con la vestidura nupcial y con las regias galas de la esposa de Cristo. Para el Padre Ambrosio, en suma, el Padre Santo, en nuestra Ley de Gracia, y en la nueva Era, en cuyo principio cre¨ªa ¨¦l vivir, parec¨ªa permanente y m¨¢s dichoso Mois¨¦s, que no hab¨ªa de ver la tierra prometida desde lo alto del monte Nebo y all¨¢ a lo lejos, sino que hab¨ªa de entrar en ella y dominarla para bien de todo nuestro linaje. A este fin, el Mois¨¦s permanente ped¨ªa al cielo un Josu¨¦ activo y belicoso, cuya espada desbaratase y rompiese las huestes enemigas y al son de cuyos clarines cayesen derribados con espantoso fragor los muros de las fortalezas infieles, cuya poderosa hacha de armas quebrase y derribase todos los ¨ªdolos y cuyo brazo infatigable acabase por plantar la Cruz del Redentor en todas las latitudes y en todas las alturas, haciendo que las gentes fieras y las m¨¢s remotas y b¨¢rbaras naciones, desconocidas antes, cayesen ante ella postradas de hinojos. Este brazo secular, este permanente Josu¨¦ con que el Padre Ambrosio so?aba, era el pueblo espa?ol y era su soberano: flamante pueblo de Dios y nuevo e inmortal caudillo que la providencia suscitar¨ªa a fin de que se cumpliesen sus altos designios, de todo lo cual la lozan¨ªa juvenil de todo Portugal, Arag¨®n y Castilla era como signo precursor, era como primavera riqu¨ªsima en flores, que alegraban el coraz¨®n y ya le daban en esperanza segura el venturoso y sazonado fruto. Tales eran en cifra los ensue?os y las ideas con que a su vuelta de Roma trajo el Padre Ambrosio embargado el esp¨ªritu. -IV- En su trato y relaciones, as¨ª con la gente seglar y profana como con la mayor¨ªa de sus hermanos los religiosos, el Padre Ambrosio de Utrera, si bien mostraba, sin vanidosa ostentaci¨®n y cuando conven¨ªa, la ciencia teol¨®gica que con sus estudios hab¨ªa adquirido y que atesoraba su inteligencia, todav¨ªa guardaba, en lo m¨¢s hondo y arcano de su mente, cierta filosof¨ªa oculta que la prudencia, y tal vez compromisos y deberes de secta, le prescrib¨ªan no revelar por completo a nadie. Algo s¨®lo pod¨ªa comunicar a los adeptos e iniciados, seg¨²n los grados de la iniciaci¨®n que tuviesen y seg¨²n las pruebas que hubiesen hecho. Con dificultad hallaba y reconoc¨ªa el Padre Ambrosio en las personas con quien trataba las prendas y requisitos necesarios para la iniciaci¨®n. En el convento s¨®lo hab¨ªa tres frailes con los cuales el Padre Ambrosio se entend¨ªa, uni¨¦ndolos a ¨¦l por virtud de misterioso lazo y haci¨¦ndolos participantes con profundo sigilo de sus doctrinas esot¨¦ricas, no del todo ni por igual, sino a cada uno seg¨²n la aptitud y el vigor de entendimiento y de voluntad que en ¨¦l reconoc¨ªa. No se presuma, con todo, que el Padre Ambrosio imaginase que su saber oculto se opon¨ªa en lo m¨¢s m¨ªnimo a las ortodoxas afirmaciones en que por fe cre¨ªa y que forman la base de la religi¨®n de que era ministro y sacerdote. Sencillo y mero narrador de esta historia, no afirmar¨¦ ni negar¨¦ yo, que hubiese o no hubiese error en el pensamiento del Padre Ambrosio. S¨®lo dir¨¦ lo que ¨¦l pensaba, dejando que la responsabilidad sea suya. Verdad incontrovertible era para ¨¦l cuanto est¨¢ contenido en las sagradas escrituras, interpretadas recta y autorizadamente por los santos Padres, por los concilios y por la cabeza visible de la Iglesia; pero, con independencia de esta verdad, contra la cual nada pod¨ªa prevalecer, ve¨ªa el Padre Ambrosio una amplia extensi¨®n, un inmenso y casi ilimitado campo, por donde la inteligencia, la voluntad ansiosa de descubrir misterios y hasta la fantas¨ªa creadora que forjando hip¨®tesis tal vez los explica y los aclara, pod¨ªan volar libremente, sin ofender a Dios, antes bien, ensalz¨¢ndole y glorific¨¢ndole hasta donde es capaz de ello la pobre criatura humana. Para el Padre Ambrosio la revelaci¨®n era de varios modos y no acababa nunca. Con frecuencia sal¨ªan de su boca estas palabras que San Juan, en su evangelio, pone en los labios de Cristo: _A¨²n tengo que deciros muchas cosas; mas no las pod¨¦is llevar ahora_. Muchas cosas quedaban a¨²n por revelar. De algunas de ellas supon¨ªa el Padre Ambrosio que ¨¦l ten¨ªa conocimiento, pero este conocimiento era incomunicable, al menos para la generalidad de los hombres, porque ahora, entonces, en el momento en que el Padre Ambrosio hablaba y pensaba, _no las pod¨ªan llevar_, esto es, no pod¨ªan comprenderlas. As¨ª fundaba el Padre Ambrosio su ocultismo en un texto sagrado. Y no por eso desconoc¨ªa los peligros a que se hallaba expuesto, penetrando con su esp¨ªritu por medio de hondas e inexploradas tinieblas en busca de nuevas verdades. Hasta por prudencia, hasta por caridad repugnaba que le siguieran en tan peligroso camino los que no tuviesen valor probado y la serenidad y la elevaci¨®n de juicio convenientes para no extraviarse, y en vez de hallar nueva luz caer en transcendentales errores como en profund¨ªsima sima. En la mente del Padre Ambrosio hab¨ªa adem¨¢s otro motivo que justificaba la no transmisi¨®n de mucha parte de su ciencia. La palabra alada no pod¨ªa llevarla materialmente y atravesando el aire desde un cerebro humano a otro cerebro humano. No hab¨ªa frase, ni giro, ni idioma capaz de expresar y de formular de modo sensible lo que el Padre supon¨ªa haber aprendido o descubierto all¨¢ en las ra¨ªces y abismos de su mente cuando tan hondo penetraba. A resurgir de all¨ª su esp¨ªritu se figuraba que volv¨ªa, no ya ba?ado, sino impregnado de luz viv¨ªsima, que s¨®lo pod¨ªa pasar inmediatamente a otras almas y no mediatamente por los sentidos corporales y groseros. Quien anhelase poseer aquella ciencia y el poder que ejerce sobre la naturaleza quien la posee, no pod¨ªa adquirirla por la ense?anza oral o escrita de hombre alguno, sino descendiendo en su busca hasta los abismos donde quien la tra¨ªa consigo la hab¨ªa alcanzado. En suma, el Padre Ambrosio pod¨ªa ense?ar, y ense?aba, toda aquella parte m¨¢s vulgar de su magia, que se fundaba en el conocimiento experimental del organismo de los seres animados, de hierbas y de metales, de linimentos y pociones; pero la potencia m¨¢gica de su alma, la fuerza que hab¨ªa tomado el esp¨ªritu en la propia ra¨ªz de su ser y con la que avasallaba las substancias materiales y dominaba la naturaleza, esto no pod¨ªa transmitirse. Ni por difusi¨®n ni por intensidad cab¨ªa en esto adelanto o mejora en la serie de los siglos. Hermes sab¨ªa y pod¨ªa m¨¢s que el Padre Ambrosio. En su ciencia intransmisible no hab¨ªa habido ni pod¨ªa haber habido progreso. El progreso, la difusi¨®n por ense?anza era dable para los menos iniciados en no peque?o conjunto de noticias, de secretos raros y de atinada averiguaci¨®n de propiedades de los seres. De los tres adeptos que el Padre Ambrosio ten¨ªa, el m¨¢s adelantado era el hermano Tiburcio, humilde lego, aunque se?alad¨ªsimo y estimad¨ªsimo en el convento por su ferviente piedad religiosa. Esta piedad hab¨ªa hecho que en un principio mirase el hermano Tiburcio con repugnancia y hasta con horror al Padre Ambrosio por la fama que con vaguedad le acusaba de hechicero; mas vencida al cabo la repugnancia, la doctrina del Padre Ambrosio penetr¨® con ¨ªmpetu en el esp¨ªritu del hermano Tiburcio, arrollando toda contradicci¨®n y produciendo all¨ª viv¨ªsima fe y devoto entusiasmo. El mayor recelo del hermano Tiburcio se hab¨ªa disipado. Hab¨ªa pensado ¨¦l que la doctrina ortodoxa deb¨ªa circundar y encerrar el esp¨ªritu como fuerte muro flanqueado de eminentes torres; y tem¨ªa que al salir de ¨¦l el esp¨ªritu orgulloso le derribase o al menos le quebrantase, apagando los faros luminosos que en las torres resplandec¨ªan, y que el esp¨ªritu entonces, perdido, sin gu¨ªa y sin luz en las tinieblas, jam¨¢s volver¨ªa a encontrar su santo refugio. A esta objeci¨®n, hab¨ªa contestado el Padre Ambrosio vali¨¦ndose de un s¨ªmil semejante. As¨ª hab¨ªa dominado el temor del hermano Tiburcio. --Mi fe religiosa--le hab¨ªa dicho el Padre Ambrosio--es sin duda como fortaleza inexpugnable, mas no para que yo me quede encerrado en ella cobarde y ocioso, sino para que me valga como apoyo, y como centro de mis m¨¢s atrevidas excursiones y de mis conquistas m¨¢s gloriosas por las inmensas e ignoradas regiones, donde el pensamiento humano ha de erigir un d¨ªa su trono y ha de fundar su imperio. Sin duda con la fe y con el amor ayudado de los dones sobrenaturales de la gracia, el alma puede llegar hasta Dios mismo y unirse en cierto modo con ¨¦l; pero mi ciencia profana, sin contradecir la obra sobrenatural de las divinas virtudes, tiene distinto objeto, que agrada tambi¨¦n a Dios, aunque en muy inferior grado. Yo no soy, ni merezco ser, un santo; pero ?por qu¨¦ no he de ser un sabio, un conocedor de aquella magia, que sin ofender al cielo, sin buscar el auxilio de genios o de ¨¢ngeles r¨¦probos y vali¨¦ndose s¨®lo de medios naturales, acierta a producir prodigios pasmosos? En esta ciencia te iniciar¨¦ yo, porque te creo capaz de estudiarla y de alcanzarla. Y bien puedes estar seguro de que esta mi ciencia profana no se opone ni a la santidad ni a la pureza de la fe, ni a la perfecci¨®n asc¨¦tica y m¨ªstica a que puedas elevarte. En suma, tantas y tales razones aleg¨® el Padre Ambrosio, que el hermano Tiburcio hubo de quedar convencido, convirti¨¦ndose en su m¨¢s apasionado disc¨ªpulo y en su m¨¢s constante sat¨¦lite. De los otros dos iniciados que ten¨ªa el Padre Ambrosio, no se fiaba tanto, aunque tambi¨¦n les comunicaba algunos de sus menos hondos secretos. Para los dem¨¢s frailes y para el resto del humano linaje no iniciado, el Padre Ambrosio jam¨¢s hablaba de su ciencia oculta, pero discurr¨ªa con f¨¢cil elocuencia sobre todo cuanto del saber paladino o no oculto se alcanzaba en su ¨¦poca, y trataba de viajes, de planes pol¨ªticos y de cuanto presum¨ªa que hab¨ªa de suceder en el mundo o que conven¨ªa que sucediese. Tales eran en cifra los ensue?os y las ideas con que, a su vuelta de Roma, trajo el Padre Ambrosio embargado el esp¨ªritu. -V- El Padre Ambrosio era inagotable en las descripciones y pinturas de cuanto hab¨ªa visto en Roma y de los grandes sucesos que all¨ª hab¨ªa presenciado o que hab¨ªa all¨ª comprendido mejor por encontrarse ¨¦l en el centro del mundo. Cada d¨ªa, en el extremo de la huerta, bajo los ¨¢lamos frondosos, hac¨ªa el Padre Ambrosio un largo discurso que frailes y novicios escuchaban en religioso silencio. No siempre comprend¨ªa la mayor¨ªa del auditorio todo cuanto el padre describ¨ªa o contaba; pero, hasta lo menos comprendido ten¨ªa un no s¨¦ qu¨¦ de peregrino y po¨¦tico que deleitaba y cautivaba la atenci¨®n. Los discursos del Padre Ambrosio eran como una serie de lecciones en las cuales instru¨ªa a sus oyentes y les mostraba el estado del mundo, en la edad aquella, y contemplado todo desde el foco mismo de la civilizaci¨®n cristiana. A veces pintaba el Padre el florecimiento de las artes, y encomiaba las obras pasmosas de Leonardo de Vinci, de Rafael y de Miguel ¨¢ngel, que ven¨ªan a eclipsar las obras del arte antiguo, o a competir al menos con las que resurg¨ªan y se extra¨ªan del seno de la tierra, en donde hab¨ªan estado sepultadas durante largos siglos de obscuridad y de barbarie. Pugnaba el arte nuevo por imitar el antiguo, pero la misma no vencida dificultad de la imitaci¨®n daba ser a un arte distinto. Algo semejante ocurr¨ªa en ciencias y en letras humanas. Comentando, explicando e interpretando los antiguos fil¨®sofos, como Plat¨®n y Arist¨®teles, se formaba una nueva filosof¨ªa, se abr¨ªan esplendidos y dilatados horizontes, y se descubr¨ªan caminos y t¨¦rminos con los que Arist¨®teles y Plat¨®n jam¨¢s hab¨ªan so?ado. Como si la tierra de Italia estuviese fecundada por un esp¨ªritu nuevo, hasta los pr¨®fugos de la antigua Bizancio, que hab¨ªan tra¨ªdo como penates la ciencia y las letras de los antiguos, las transformaban, al transmitirlas y ense?arlas a los italianos, en algo lleno de novedad, de vida y de sugesti¨®n poderosa. Esos mismos pr¨®fugos, que sin dejar huella, mudos e inactivos, hubieran acabado en el viejo imperio de Bizancio por disiparse como sombras y por hundirse en el olvido, arrojados de su patria y en el nuevo suelo que les daba hospitalidad, hab¨ªan cobrado inesperada energ¨ªa, y, difundiendo su saber, cumpl¨ªan alta misi¨®n civilizadora y dejaban en pos de ellos un imperecedero y luminoso rastro. En la magn¨ªfica puerta de la edad moderna, arco triunfal que daba entrada a una nueva Era, esos hombres, escapados de las ruinas de un destrozado imperio y como exhumados y vueltos a la vida, figuraban y resplandec¨ªan ahora entre los fundadores de nueva y mayor civilizaci¨®n, entre los hierofantes de la ciencia del porvenir. Bessari¨®n, L¨¢scaris, Teodoro Gaza, Juan Argir¨®pulos, Chris¨®loras, Jemistio Pleton y no pocos otros fueron los iniciadores y maestros del saber antiguo y como los paraninfos que procuraron y concertaron las fecundas bodas del poderoso genio del renacimiento y de la musa hel¨¦nica. En otros d¨ªas pintaba el Padre Ambrosio el esplendor y la magnificencia de la corte de Le¨®n X, a quien rend¨ªan tributo todas las naciones y prestaban respetuoso homenaje los m¨¢s altos pr¨ªncipes y poderosos monarcas. D¨¢bale esto ocasi¨®n para ensalzar al pueblo y a los soberanos de Espa?a, que pasmosamente cumpl¨ªan su misi¨®n de dilatar por el mundo el imperio de la fe cristiana. Entusiasmado con esto el Padre Ambrosio, pint¨® a los frailes la pompa triunfal con que Trist¨¢n de Acu?a entr¨® en Roma. Tal vez desde los tiempos en que volvi¨® el andaluz Trajano de conquistar la Dacia, moviendo por ¨²ltima vez al dios T¨¦rmino para que ensanchase el imperio de Roma, Roma no hab¨ªa presenciado espect¨¢culo m¨¢s grandioso. Esta vez los nuevos romanos, los fuertes hijos de Lusitania, hab¨ªan llevado al dios T¨¦rmino m¨¢s all¨¢ de donde le llevaron o so?aron en llevarle Osiris, el hijo de Semele, y Alejandro de Macedonia. Le hab¨ªan llevado m¨¢s all¨¢ del Indo y del Ganges. El tremendo conquistador Alfonso de Alburquerque hab¨ªa recorrido victorioso los mares de Oriente desde Aden hasta Borneo; hab¨ªa conquistado y destruido reinos, hab¨ªa hecho tributarias o entrado a saco populosas y ricas ciudades desde Ormuz, emporio de Persia, India y Arabia, hasta Malaca, en el extremo sur de Siam. Para capital de los nuevos dominios portugueses hab¨ªa tomado dos veces por asalto a Goa, en el vecino reino de Villapor, realizando incre¨ªbles haza?as y cometiendo inauditas crueldades. Hab¨ªa visitado a Ceil¨¢n, tierra encantada de las piedras preciosas, delicia del mundo, patria de la canela y de las perlas. El ap¨®stol Santiago, montado en su caballo blanco, se aparec¨ªa en las m¨¢s sangrientas batallas de Alburquerque e iba matando moros. Cristo mismo, para dar testimonio de la misi¨®n divina que a Alburquerque hab¨ªa confiado, le mostr¨® en el cielo una gran cruz luminosa, hacia el lado de Arabia, convid¨¢ndole y excit¨¢ndole a conquistar a Aden, a ir luego a la Meca a incendiar y destruir el templo de la Caaba, y a dirigirse por ¨²ltimo a Jerusalem para libertar el Santo Sepulcro. La muerte sorprendi¨® a Albuquerque en medio de estos ¨²ltimos colosales proyectos; pero antes de morir hab¨ªa realizado tan grandes cosas, que el rey D. Manuel, su augusto y dichoso amo, se complaci¨® en darlas a conocer al Papa de un modo digno y solemne, y para ello le envi¨® como embajador a Trist¨¢n de Acu?a, quien hab¨ªa precedido a Albuquerque en el mando de la India y bajo cuyas ¨®rdenes al principio Albuquerque hab¨ªa militado. De esta gloriosa embajada portuguesa, que el Padre Ambrosio presenci¨® durante su permanencia en Roma, hizo el Padre a los frailes un entusiasta relato. -VI- La fama, dec¨ªa el Padre Ambrosio, hab¨ªa anunciado por toda Italia la novedad singular de la Embajada portuguesa. Gran multitud de forasteros de todas las rep¨²blicas y principados de Italia acudieron a Roma. Calles, plazas, balcones y azoteas estaban llenas de gente que se api?aba y empujaba para coger buen sitio y ver pasar la procesi¨®n desde la puerta del pueblo hasta el punto en que Le¨®n X deb¨ªa recibirla. Era a fines de Marzo: una hermosa ma?ana de la naciente primavera. Romp¨ªan la marcha varios heraldos a caballo con los estandartes de Portugal. Segu¨ªan luego, a caballo tambi¨¦n, los trompeteros y los m¨²sicos tocando clarines y chirim¨ªas. Trescientos palafreneros, vestidos de seda, llevaban de la rienda otras tantas briosas y bell¨ªsimas alfanas, ricamente enjaezadas con gualdrapas y paramentos de brocado y caireles de oro. Iba en pos vistosa turba de pajes y de escuderos. Luego todos los portugueses, eclesi¨¢sticos y seculares, que entonces resid¨ªan en Roma. Luego los parientes del Embajador, todos en caballos que ostentaban ricos jaeces. Eran los jinetes m¨¢s de sesenta hidalgos, que luc¨ªan sedas y encajes, collares y cadenas de oro y de piedras preciosas, y en los sombreros, cubiertos de perlas, airosas y blancas plumas. Para mayor decoro y ostentaci¨®n de la Embajada, marchaban enseguida muchos empleados y gentiles hombres asistentes al solio pontificio, y la guardia de honor de Su Santidad, compuesta de arqueros suizos y de lanceros griegos y albaneses. Capitaneaba la segunda parte de la procesi¨®n el caballerizo mayor del rey, Nicol¨¢s de Far¨ªa, quien montaba un magn¨ªfico caballo con arreos cubiertos de oro y tachonados de perlas. Inmediatamente marchaban dos elefantes, en cuyas torres iban los presentes que el rey don Manuel enviaba al Papa. Con fant¨¢sticos y vistosos trajes, naires de la India, montados en el cuello de aquellos gigantescos cuadr¨²pedos, los iban dirigiendo. Despu¨¦s aparec¨ªa lo m¨¢s espantoso de aquella pompa. Montado en un soberbio alaz¨¢n de Persia iba un domador de Ormuz, que llevaba a las ancas, en el mismo caballo y casi abrazado con ¨¦l, un tigre domesticado. En carros, y encerrados en jaulas, iban despu¨¦s leopardos y otras alima?as feroces que el rey don Manuel regalaba al Papa, adem¨¢s de las joyas, de la canela, de la pimienta, del clavo, de las armas y de los tejidos y bordados del Oriente. La Embajada ven¨ªa en pos de todo esto formando un conjunto deslumbrador. Marchaba primero el ilustre poeta Garc¨ªa de Resende, recopilador del Cancionero que lleva su nombre, y Secretario de la Embajada, y le segu¨ªan los reyes de armas de Portugal con sus lucientes cotas y los maceros del Papa, que preced¨ªan al Embajador Trist¨¢n de Acu?a. Este, por la riqueza de su traje, por su gentil y noble presencia y por la pujanza y hermosura del corcel en que cabalgaba, dejaba eclipsados a todos los caballeros y personajes que iban en torno de ¨¦l formando comitiva; al Gobernador de Roma, al duque de Bari, a los Obispos y a los Arzobispos y a los Embajadores de Alemania, Francia, Castilla, Inglaterra, Polonia, Venecia, Mil¨¢n y otros Estados. Al ir desfilando esta procesi¨®n, la multitud entusiasta lanzaba sonoros vivas y altos gritos de admiraci¨®n y de aplauso, mientras que estremec¨ªan el aire el estruendo de las salvas de artiller¨ªa y el repique de campanas de todas las iglesias de Roma. El Padre Santo aguard¨® la Embajada y la vio venir desde el balc¨®n principal de la Mole Adriana o Castillo de Sant¨¢ngelo, donde se parec¨ªa cercado de cardenales, pr¨ªncipes y altos dignatarios. Los elefantes, cuando estuvieron a la vista del Papa, metieron las trompas en unas calderetas de oro, que para el caso iban preparadas y llenas de exquisita agua de olor, y lanzaron luego el l¨ªquido que en las trompas hab¨ªan absorbido, perfumando a la muchedumbre. Al referir todo esto, el Padre Ambrosio encumbraba el concepto que de Portugal deb¨ªa tenerse; pero, en su mente, era m¨¢s alto a¨²n el concepto que Arag¨®n y Castilla le merec¨ªan. El Papa Alejandro VI hab¨ªa repartido y dividido el mundo entre las dos monarqu¨ªas de la Pen¨ªnsula. Por lo pronto, Portugal brillaba m¨¢s, pero la empresa de Arag¨®n y Castilla era m¨¢s sublime, gloriosa y dif¨ªcil, y por lo mismo tardaba m¨¢s en realizarse. Ambos pueblos iban buscando la cuna de las primeras civilizaciones; los orientales alc¨¢zares del Sol, donde le recib¨ªa en su t¨¢lamo la Aurora; el imperio en que se cr¨ªa la seda, y la tierra f¨¦rtil de las especias y de los aromas. Los portugueses hab¨ªan llegado ya, caminando hacia Oriente. Los castellanos, caminando hacia el Occidente, ansiosos de circunnavegar el planeta, hab¨ªan hallado un imprevisto obst¨¢culo, un valladar inmenso, un continente extens¨ªsimo que se dilataba millares de leguas, casi desde un polo a otro, y que les cerraba el camino de Cipango, del Catay y de la India. El mundo resultaba mucho mayor de lo que se hab¨ªan imaginado. En la realidad, o m¨¢s bien en el concepto de los hombres, era ya m¨¢s que doble. Col¨®n, creyendo hallar la India y la China, hab¨ªa hallado un nuevo mundo. A los castellanos incumb¨ªa civilizarle, erigir en ¨¦l la cruz de Cristo, edificar en ¨¦l templos y palacios y fundar en ¨¦l ciudades y rep¨²blicas. La tarea era m¨¢s ardua, aunque al principio menos lucida. Todo ello, no obstante, no se opon¨ªa, y ya el Padre Ambrosio lo pronosticaba, a que, salvado el valladar del enorme continente nuevo, surcasen las quillas castellanas m¨¢s largos y desconocidos mares, diesen la vuelta al mundo y encontrasen, caminando siempre hacia el ocaso, a los portugueses en el extremo Oriente victorioso. Agitado por inspiraci¨®n prof¨¦tica, el Padre Ambrosio predec¨ªa ya como muy cercano, como muy pr¨®ximo a realizarse este glorioso acontecimiento, el mayor y el m¨¢s trascendente de la historia humana despu¨¦s de la tempestuosa proclamaci¨®n de la Ley antigua en la cumbre del Sina¨ª, y despu¨¦s del tremendo drama del Calvario que redimi¨® a los hombres, y que con sangre divina lav¨® sus pecados y confirm¨® la Ley nueva. -VII- Con mayor atenci¨®n que nadie, y con avidez reconcentrada y silenciosa, o¨ªa Fray Miguel todos los discursos del Padre Ambrosio, y su alma ard¨ªa cada vez m¨¢s en el fuego de dos violentas pasiones. Una de ellas, el orgullo de naci¨®n y de casta, plenamente satisfecho, ensanchaba su coraz¨®n y tal vez le hac¨ªa latir, brioso y alegre, como all¨¢ en los a?os de su juventud primera. La otra pasi¨®n era de envidia, de creciente abatimiento, de rabia y de menosprecio de s¨ª mismo, al considerar su obscura insignificancia, y sus ocios viles y abyectos, durante mis de cuarenta a?os, en los cuales se hab¨ªa renovado el mundo, se hab¨ªa revelado y m¨¢s que duplicado a los ojos de las asombradas naciones europeas, y Espa?a hab¨ªa surgido entre ellas y se hab¨ªa levantado por cima de ellas, triunfante, cubierta de laureles, abriendo ancha entrada y largo camino a un porvenir de mayores glorias y conquistas. Este segundo sentimiento predominaba en el alma de Fray Miguel y le pon¨ªa m¨¢s t¨¦trico y silencioso. Ninguno de los frailes, sus compa?eros, notaba ni por indicios el tormento infernal que desgarraba el coraz¨®n del ambicioso Fray Miguel, y que para un observador perspicaz y que sintiese por ¨¦l alg¨²n afecto, se vislumbraba en su p¨¢lido y demacrado rostro, en las muecas nerviosas y como de r¨¦probo que involuntariamente hac¨ªa de vez en cuando, y en el brillo calenturiento de sus hundidos negros ojos, a los cuales, as¨ª como a la despejada y blanca frente, daba casi siempre sombra la capucha. El Padre Ambrosio fue el ¨²nico que entrevi¨® el tempestuoso estado del ¨¢nimo de Fray Miguel y la ambici¨®n y la envidia que le devoraban y que el propio Padre Ambrosio, al principio irreflexiva e involuntariamente, hab¨ªa con sus discursos solevantado y exacerbado. El Padre Ambrosio tuvo compasi¨®n de Fray Miguel: pens¨® en consolarle y hasta en curarle y anhel¨® en esta obra de misericordia desplegar todos los poderes que su ciencia oculta le hab¨ªa dado y acudir a los misteriosos recursos de la magia, de la alquimia y de otras artes adquiridas por ¨¦l a fuerza de estudios y de largas vigilias. El Padre Ambrosio jam¨¢s hab¨ªa ejercido ni querido ejercer cargo en el convento. Hubiera podido ser guardi¨¢n, pero era sencillamente un fraile como otro cualquiera. Su extraordinaria reputaci¨®n inspiraba, no obstante, el respeto m¨¢s profundo. Y m¨¢s que el Padre guardi¨¢n por su dignidad y oficio, se hac¨ªa ¨¦l respetar, obedecer y temer por las singulares prendas de su car¨¢cter, por su inteligencia, por su saber y por los poderes sobrenaturales que se le atribu¨ªan. Movido a compasi¨®n como ya hemos dicho, y excitado tambi¨¦n por la curiosidad y el empe?o de penetrar en el fondo obscuro de un coraz¨®n humano cuya profundidad vislumbraba, el Padre Ambrosio, despu¨¦s de uno de los discursos que sol¨ªa pronunciar bajo los ¨¢lamos, cit¨® a Fray Miguel para que fuese a hablar con ¨¦l en su celda. --Tengo--le dijo--no pocas cosas que confiarle y muchas m¨¢s que preguntarle a las que quiero que en puridad me responda, sin reserva ni disimulo. Fray Miguel acudi¨® a la cita a altas horas de la noche, entre completas y maitines. El Padre Ambrosio aguardaba en su celda. Sobre la mesa de nogal ard¨ªa una l¨¢mpara que iluminaba el rostro del Padre Ambrosio. Era el Padre m¨¢s anciano que Fray Miguel. Su frente calva y su barba luenga y blanqu¨ªsima le daban muy venerable aspecto. Sobre la mesa, adem¨¢s de la l¨¢mpara, hab¨ªa recado de escribir, un crucifijo de metal sobre una cruz de ¨¦bano, varios libros manuscritos e impresos y una calavera. Cuando entr¨® Fray Miguel, el Padre Ambrosio le indic¨® para que se sentase un sill¨®n de brazos, al otro lado de la mesa y enfrente al que ¨¦l ocupaba. Sentado Fray Miguel y en silencio, el Padre Ambrosio habl¨® de esta suerte: --Hermano, mi vista, que penetra y escudri?a los corazones, ha penetrado en el tuyo y ha visto que est¨¢ lleno de ambici¨®n, de codicia, de sed de deleites, honores y poder, y de desesperaci¨®n, porque en tu mocedad no pudiste alcanzarlos, y hoy, abrumado por la vejez, no te queda ni la m¨¢s leve esperanza. Por despecho, hace ya m¨¢s de cuarenta a?os, abandonaste el mundo y la vida activa, crey¨¦ndote capaz de la vida contemplativa y m¨ªstica. Mas por el pensamiento eres menos capaz de elevarte que por la acci¨®n, y ahora, al ver cu¨¢nto han conseguido por la acci¨®n los hombres de tu edad y de tu pueblo, aunque como espa?ol te enorgulleces, te acibaran el patri¨®tico orgullo y te roen las entra?as la envidia de esos hombres y la contemplaci¨®n de la obscura y est¨¦ril inercia en que t¨² has vivido. Si yo creyese que se aproximaba la plenitud de los tiempos y que el linaje humano en las v¨ªas que sigue, trazado por el mismo Dios, se hallaba cerca del t¨¦rmino que deseo y que considero infalible, yo condenar¨ªa esas pasiones que te agitan y te atormentan. Pero como hay mucho que combatir y muchos obst¨¢culos que vencer todav¨ªa, tal vez durante siglos, yo aplaudo los poderosos est¨ªmulos que en ti hay, y aunque renacidos tan tarde y tan fuera de saz¨®n, no quiero sofocarlos, sino darles p¨¢bulo y hasta satisfacci¨®n en cuanto est¨¦ a mi alcance, vali¨¦ndome para ello de mi ciencia portentosa. Yo, al contrario que t¨², he desde?ado siempre la acci¨®n material; en vez de dominar el mundo, me he satisfecho con contemplarle, pero al contemplarle, le he comprendido, y comprendi¨¦ndole, me he ense?oreado de ¨¦l con poder m¨¢s amplio y m¨¢s hondo y seguro que el de los m¨¢s poderosos soberanos. Ellos adem¨¢s no dominan sino lo presente; el t¨¦rmino de su vida ha de ser el t¨¦rmino de su imperio. Yo hasta cierto punto domino tambi¨¦n en el porvenir. Mi dominio es de dos modos: uno por el conocer; en los casos humanos hay una parte que indefectiblemente se cumple en virtud de leyes eternas y de plan divino. La marcha de los sucesos es como el curso de los astros: no hay potencia humana que los desv¨ªe de la senda que tienen trazada desde la eternidad, en el tiempo y en el espacio, en la tierra y en el cielo. Pero al comprender yo la ley que siguen, mi inteligencia se ense?orea de la ley como si la impusiera, porque mi voluntad coincide en tan elevado punto con la inteligencia y con ella se identifica. Dentro de esta ley, dentro de la amplia senda que siguen los sucesos, se mueve con holgura el libre albedr¨ªo del hombre, y caben determinaciones y hechos, que nosotros podemos modificar o producir. En esta parte secundaria puedo yo valerte. Acudir¨¦ a una comparaci¨®n a fin de que mejor lo entiendas. Fig¨²rate que la historia de nuestro linaje es como drama maravilloso, compuesto por un divino poeta, el cual ni consiente ni puede consentir que se altere, ni se cambie ni una s¨ªlaba, ni un tilde de lo que ha compuesto. El drama ha de representarse sin modificaci¨®n, sin supresi¨®n y sin a?adidura: tal como lo escribi¨® el poeta: pero tal vez el sabio empresario, tal vez el director de escena pueda repartir a su gusto los papeles. La sabidur¨ªa eterna, que todo lo prev¨¦, previ¨® tambi¨¦n esta repartici¨®n, pero no la dispuso. Dej¨® que la libertad humana la dispusiera. Ahora bien, yo creo, o mejor dicho, yo doy por seguro que, en virtud de mi ciencia y por los poderes que mi ciencia me otorga, puedo conceder o dar un papel brillante a quien mejor me parezca, aunque no ciegamente, sino despu¨¦s de ciertas pruebas y examen que justifiquen mi elecci¨®n y que me demuestren a las claras ser digno de ella el elegido. Las pruebas son terribles. ?Querr¨¢s t¨², podr¨¢s t¨² someterte a esas pruebas? En el rostro de Fray Miguel, al escuchar con atenci¨®n el anterior discurso, se pintaban muy diversos sentimientos que ya se suced¨ªan, ya coexist¨ªan, combatiendo unos contra otros por la posesi¨®n de su alma. Interrogado por el Padre Ambrosio, le contest¨® de esta manera: --Me deleita y me pasma lo que dices, pero he de confesarte que entiendo algo de ello de un modo confuso, que hay algo que no entiendo de ning¨²n modo, y que sin dudar de tu buena fe, dudo del poder de tu ciencia y recelo que el amor propio te lleve a dilatar fant¨¢sticamente sus l¨ªmites mucho m¨¢s all¨¢ de donde en realidad llega su imperio. No negar¨¦ yo que t¨² has le¨ªdo en mi alma como en un libro abierto y sabes cuanto en ella hay. No admiro, sin embargo, tu penetraci¨®n. Antes de que a?os ha te fueses a Roma, ganaste mi confianza y lograste que te descubriera yo entonces parte de las pasiones que me agitaban. No lo has olvidado. Despu¨¦s ha sido f¨¢cil y es poco pasmoso, aunque yo nada te he dicho, que hayas adivinado que mi mal, en vez de remediarse, ha ido en aumento. De lo que yo dudo ahora es de que est¨¦ en tu mano dar a mi mal remedio. Ni mi mal le tiene ni t¨² se le buscas ya por medio de la religi¨®n. Lo repugna mi esp¨ªritu cada vez m¨¢s pervertido y agriado. Cuando abandon¨¦ el siglo y el mundo y vine a refugiarme en el claustro, me impulsaban y halagaban ambiciosas esperanzas que tambi¨¦n al fin se han desvanecido. En la tierra no hab¨ªa logrado yo, o por caprichos de la adversa fortuna, o por mengua de mi entendimiento, o de mi voluntad, elevarme entre los dem¨¢s hombres por fama, poder o riqueza, pero confiaba en que con las energ¨ªas de mi anhelo podr¨ªa yo conquistar el reino de Dios y alcanzar en ¨¦l bienes superiores a todo el poder que en la tierra despliegan los hombres, a toda la riqueza de que gozan y a toda la fama y cr¨¦dito que conceden. En el d¨ªa de hoy estoy ya desesperado. Reconozco que todo fue vana ilusi¨®n de mi orgullo. Ignoro si es culpa m¨ªa o de mis hados adversos. Bien puede ser que mi entendimiento carezca de alas para elevarse a ciertas alturas, que no haya impulso en ¨¦l para penetrar en el abismo de lo sobrenatural, ni que mi alma acierte a hundirse en ¨¦l valerosamente por un arranque de abnegaci¨®n y por la irresistible fuerza del amor divino. Ello es que yo, y perd¨®neme Dios el concepto grosero que formo de su reino, ello es, repito, que aun suponiendo que, acrisolado y purificado por mil tormentos, que hacen un purgatorio de mi vida, logre entrar en el cielo, har¨¦ en ¨¦l tan insignificante, vil y desairado papel como el que en la tierra he hecho. ?Qu¨¦ ser¨¦ yo al lado de los santos gloriosos, de los heroicos m¨¢rtires, de los que asombraron al mundo con sus penitencias, de los que difundieron por cuantos son sus climas y, regiones la hermosa doctrina del Cordero inmaculado? En el cielo, pues, ser¨¢ delirio de mi imaginaci¨®n perversa, pero aun cuando yo me ponga, me pongo entre la m¨¢s baja plebe. Y mi envidia, y mis celos, y mi rabia, en intensidad y en duraci¨®n, toman las colosales proporciones de la vida eterna, y me burlan y me convierten el cielo en infierno. A extremo tan horrible ha venido a parar mi fe religiosa, que hasta imagin¨¢ndome salvado, soy precito. Mi ser ¨ªntimo est¨¢ formado de suerte, que nunca en mi sentir, ni en otra vida mejor, como nunca no atine yo a ganarlas en esta, podr¨¢ hallar satisfacci¨®n, paz y ventura. El desenga?o amargo, el conocimiento de mi impotencia, el recuerdo ponzo?oso de mis derrotas, subir¨¢n conmigo a la gloria, aunque yo suba a la gloria, y me la trocar¨¢n en espantoso infierno. S¨ª, Padre, el infierno est¨¢ en mi alma; en lo m¨¢s profundo de ella he querido esconderle, pero no he podido enga?ar a Dios; Dios lo ha visto y no me llevar¨¢ a su cielo cuando el infierno est¨¢ en m¨ª. Yo me explico la abnegaci¨®n, yo me siento capaz de todo sacrificio, yo desde?ar¨ªa honras, poder y deleites, y lo dejar¨ªa todo, y har¨ªa vida penitente y me abrasar¨ªa entonces en amor divino; pero necesito antes tener esas honras, alcanzar ese poder, tener en mi mano cuantos deleites y venturas hay en la tierra, para poder luego desde?arlos y sacrificarlos. Pero no teni¨¦ndolos ?qu¨¦ desde?o ni qu¨¦ sacrifico? Yo me he metido fraile creyendo que no serv¨ªa sino para fraile. Luego he descubierto con horror y asco de m¨ª mismo que ni para fraile sirvo. Ahora quisiera yo desgarrar y tirar mis h¨¢bitos, volver al mundo y acometer y llevar a cabo empresas tales que justificasen mi ambici¨®n, que la justificasen a mis propios ojos y que anonadasen el desprecio con que a m¨ª mismo me miro y con que al mirame me mato, pero con muerte que no tiene fin y cuya horrible eternidad est¨¢ en mi conciencia. --Singular extrav¨ªo de tu esp¨ªritu--interpuso con calma el Padre Ambrosio--fue el que te trajo al claustro, confundiendo y tomando el despecho por verdadera y santa vocaci¨®n. Pero t¨² eres tan valiente como ambicioso, si nada te asusta ni te arredra, yo podr¨¦, no remediar tu mal, pero ponerte en situaci¨®n de que t¨² mismo le remedies, de que satisfagas tus ambiciosos prop¨®sitos, de que apartes de ti la duda que puedes o de que no puedes, y de que realices los esfuerzos de tu voluntad, haci¨¦ndolos fecundos. Mi ciencia, por ti, puede hacer un milagro. Te advierto, no obstante, que no puede hacerle ni le har¨¢ mi ciencia sin tu auxilio. En la producci¨®n del milagro, por tanto o por m¨¢s que mi ciencia han de entrar y han de ser parte tu fe, tu plena confianza en m¨ª, tu firme decisi¨®n y tu br¨ªo. He de poner a prueba tu valor. Veremos si desfalleces. -VIII- El Padre Ambrosio, en pago de la confianza que a Fray Miguel infund¨ªa, quiso mostrarse no menos confiado. --Yo no puedo revelarte--le dijo--mi oculto saber. Se oponen a ello por sentencia un¨¢nime los iniciados y maestros. En el estado que hoy tiene la sociedad humana, divulgar mis secretos ser¨ªa causa de una perturbaci¨®n espantosa. El gran Raimundo Lulio amenaza con la condenaci¨®n eterna a quien los divulgue. La doctrina debe permanecer oculta y s¨®lo transmitirse entre los iniciados por medio de misteriosos s¨ªmbolos y para el vulgo indescifrables figuras. La llave del tesoro ha de confiarse s¨®lo a quien sea capaz de custodiarla. La ciencia no es un sue?o vano. Todo est¨¢ escrito desde hace m¨¢s de sesenta siglos, pero son pocos, muy pocos los que entienden lo escrito y lo interpretan. Hermes, tres veces grande, con un buril de diamante hecho ascua grab¨® todo lo sustancial de la ciencia en una l¨¢mina de esmeralda y dej¨® escondida la l¨¢mina en la mayor de las pir¨¢mides de Egipto, en rec¨®ndito y estrecho aposento, a donde no pod¨ªa llegarse sino por un revuelto e inextricable laberinto, o bien por la violencia de un h¨¦roe conquistador de sobrehumanas facultades. Alejandro de Macedonia hall¨® la l¨¢mina de esmeraldas, pero no la comprendi¨®. Ni Arist¨®teles ni ninguno de los sabios que despu¨¦s ha habido, la han interpretado y comentado como se debe. Yo me lisonjeo de entender todo su sentido, pero no quiero ni puedo explic¨¢rtele ni me entender¨ªas aunque te le explicase. El que le entiende, la l¨¢mina misma lo declara, tendr¨¢ toda la gloria del mundo y de en torno suyo se apartar¨¢n las tinieblas. Yo no puedo darte la ciencia. La ciencia que poseo es intransmisible, pero puedo y quiero darte los bienes que de la ciencia dimanan, que yo desde?o porque soy superior a ellos, pero que sujeto a mis ¨®rdenes. S¨ªgueme si tienes valor; sube conmigo a mi laboratorio y all¨ª ver¨¢s c¨®mo se agitan los misteriosos poderes y c¨®mo las energ¨ªas ocultas realizan transformaciones y van m¨¢s all¨¢, y trasmutan las sustancias, y de lo s¨®lido y duro sacan el oro, y en lo a¨¦reo y difuso hallan el movimiento y la fuerza y los medios de renovar y de reconstituir la vida. Si tienes valor, si presencias sin temblar y sin desmayarte mis tremendas operaciones y te sometes a ellas, yo te prometo que te devolver¨¦ el vigor de la mocedad y los medios de ponerte a prueba por segunda vez, y sin perder tiempo ver de un modo definitivo si vales o no vales. Dicho esto, el Padre Ambrosio, tomando en la mano la l¨¢mpara que ard¨ªa sobre la mesa y sirviendo de gu¨ªa, hizo entrar a Fray Miguel en la mezquina alcoba donde ten¨ªa su cama. All¨ª hab¨ªa en el ¨¢ngulo formado por las paredes del fondo y lado derecho una estrech¨ªsima escalera de caracol, por donde ambos frailes subieron m¨¢s de treinta escalones. Al extremo de ellos hab¨ªa una compuerta que el Padre Ambrosio levant¨® con facilidad. Ambos se encontraron entonces en un espacioso camaranch¨®n, lleno de extra?os objetos que provocaron la admiraci¨®n y el asombro y despertaron la curiosidad de Fray Miguel de Zuheros. En varios anaqueles multitud de vasijas de barro, ampolletas de vidrio, redomas y pomos, que conten¨ªan sin duda extra?as drogas; arrimados a la pared o suspendidos de ella dos esqueletos humanos y p¨¢jaros y reptiles disecados; en diversos poyos, en mesas, en hornillas y en anafes, retortas, embudos y vasos de metal y de arcilla; en la gran chimenea de campana, que estaba en la pared opuesta al sitio por donde hab¨ªan entrado, ard¨ªa un poco de le?a en medio de rescoldo y ceniza. En el centro de la estancia una l¨¢mpara de bronce, pendiente del techo por una cadena, derramaba luz m¨¢s viva, clara e intensa que la producida por la combusti¨®n de la cera y del aceite. Casi debajo de la l¨¢mpara hab¨ªa un atril y en el atril un gran libro manuscrito en pergamino. El Padre Ambrosio se acerc¨® al libro y dijo: --Esta es la Alegor¨ªa de Merl¨ªn. Luego ley¨®, extractando e interpretando en nuestra lengua vern¨¢cula el contenido de las p¨¢ginas por donde el libro estaba abierto: ?¨¦l quiso beber del agua que le agradaba. Se la trajeron y bebi¨®. Se puso muy p¨¢lido. Sinti¨® grandes dolores como si le arrancasen con tenazas pedazos de su cuerpo. Invadieron su ser la pesadez y la fatiga. Cay¨® por ¨²ltimo en profundo letargo. Ha muerto, dec¨ªa la gente. El m¨¦dico que le dio el agua le ha envenenado. Menester ser¨¢ enterrarle o quemarle antes de que se pudra e inficione toda la tierra. Pero el sabio m¨¦dico no consinti¨® que le enterrasen. Le puso en una caja de hierro en forma de cruz, ungi¨¦ndole antes con raros linimentos y olorosos b¨¢lsamos. Cerc¨® de fuego y de llamas el f¨¦retro met¨¢lico, y pronto, muy pronto volvi¨® a la vida el que parec¨ªa muerto, y volvi¨® tan lleno de hermosura y de fuerza, que todos le amaban y los reyes y los poderosos de cuantas naciones hay en el mundo le honraban y le tem¨ªan?. El Padre Ambrosio cerr¨® entonces el libro y continu¨® hablando de esta suerte: --Algo semejante al procedimiento aleg¨®rico del sabio puedo yo hacer contigo. De tu confianza en m¨ª y de tu valor depende el logro de tu deseo. Un extracto, una quinta esencia de la piedra filosofal es ardiente l¨ªquido que puede y debe dar, ya que no la inmortalidad, juventud, fuerza y plena duraci¨®n de vida. Si te sometes, me atrevo a hacer en ti la peligrosa experiencia. Hay quien afirma que mi maestro Lulio consigui¨® remozarse, que Al¨¢n de la Isla vivi¨® cerca de dos siglos, que Nicol¨¢s Flamel vivi¨® cuatro, y que fris¨® en la edad de mil a?os el sabio Artefio. Algo de esto entiendo yo que podr¨¦ hacer contigo si t¨² te prestas y si Dios me ayuda. Fray Miguel de Zuheros permaneci¨® en silencio por no saber qu¨¦ contestar, lleno de dudas y recelos. Era naturalmente incr¨¦dulo y desconfiado, y su corta ventura y los muchos y tristes a?os que hab¨ªa vivido, hab¨ªan arraigado en su alma y acrecentado m¨¢s cada d¨ªa la incredulidad y la desconfianza. Ora dudaba del saber del Padre Ambrosio atribuyendo a jactancia sus ofrecimientos, ora recelaba de un modo confuso que el Padre Ambrosio intentaba hacerle juguete de una burla cruel para reprimir y humillar su ambici¨®n impotente e inveterada. Notando el Padre Ambrosio que la vacilaci¨®n, que el recelo causaba el silencio de Fray Miguel, habl¨® de nuevo y dijo: --Te callas y vacilas y no lo extra?o ni lo censuro. Para que yo haga contigo lo que puedo hacer, se necesita que te f¨ªes de m¨ª por completo, que me rindas todas las potencias de tu alma, que seas entre mis manos, mientras duren mis operaciones m¨¢gicas, como masa inerte, sin voluntad, sin entendimiento y sin sentido. No bastar¨ªa que yo por fuerza o por astucia te despojase de todo. Se requiere que t¨² mismo te despojes y te sometas a mi poder con abnegaci¨®n sin l¨ªmites. Y no quiero ni exijo yo que esto sea de repente y como por sorpresa. Te concedo tres d¨ªas para que lo pienses y lo decidas. Al cabo de ellos, ven por aqu¨ª, a la misma hora en que has venido esta noche, a decirme la determinaci¨®n que hayas tomado. Ahora vete a tu celda. Respondiendo s¨®lo con una profunda inclinaci¨®n de cabeza, obedeci¨® Fray Miguel; baj¨® del camaranch¨®n antes que el Padre Ambrosio, y despidi¨¦ndose de ¨¦l atraves¨® los oscuros claustros, levemente iluminados por la luz de las estrellas y por una lamparilla que ard¨ªa ante un crucifijo pendiente del muro, y se retir¨® a su celda, todo conmovido por los mil encontrados pensamientos, deseos y temores que combat¨ªan por la posesi¨®n de su alma. -IX- Desde que se retir¨® a su celda Fray Miguel de Zuheros, hasta que pasaron los tres d¨ªas y se cumpli¨® el plazo se?alado por el Padre Ambrosio, la agitaci¨®n del ¨¢nimo de Fray Miguel fue grand¨ªsima y apenas le dej¨® pocos instantes de reposo. Su sue?o fue breve y lleno de extra?as visiones. La destemplanza de su sangre y la excitaci¨®n de sus nervios ya le hac¨ªan tiritar con intenso fr¨ªo, ya sofocarse hasta sudar con el calor de la calentura. Motivo y no pretexto tuvo para no asistir por enfermo ni al coro ni al refectorio. Acudi¨®, no obstante, aunque sin comer apenas y casi sin desplegar los labios sino para murmurar sus rezos. Fray Miguel no habl¨® con nadie, pero habl¨® mucho consigo mismo, en aquella conversaci¨®n interior y profunda, cuyas palabras y frases no es menester que suenen o en la que tal vez se dice y se representa todo de un modo m¨¢s directo y m¨¢s vivo, sin acudir a los signos arbitrarios de las frases y de las palabras. Punto menos que imposible, es reproducir aqu¨ª lo que Fray Miguel pens¨® y se dijo. En todo discurso, si se enuncia por el lenguaje humano, las im¨¢genes, las pasiones y los pensamientos van tomando forma, sucedi¨¦ndose y mostr¨¢ndose con cierto orden y gradaci¨®n, unos en pos de otros. En Fray Miguel no era as¨ª: en silencio exterior estaba ¨¦l, sin voz y sin acento que pudiesen percibir los sentidos; pero all¨¢ en los abismos de su alma se levantaba tempestad espantosa. Recuerdos, esperanzas, dudas y desenga?os, todo acud¨ªa en tumulto y asaltaba y atormentaba su mente. Fray Miguel por involuntario impulso hac¨ªa un raro examen de conciencia. El bien y el mal de cuanto hab¨ªa hecho se le aparec¨ªan como presente y no como desvanecido y pasado, y al mismo tiempo hac¨ªan irrupci¨®n en su esp¨ªritu, en tropel contradictorio y confuso, triunfos y derrotas, cr¨ªmenes y virtudes, gloria y oprobio y mil portentosos lances y sucesos, que flotaban sin encadenamiento que los ligase, en un porvenir nebuloso. Arduo ser¨ªa penetrar en el esp¨ªritu de Fray Miguel y descubrir cuanto en aquel momento le agitaba; pero a¨²n es arduo el empe?o de distinguir lo que bull¨ªa en aquel caos y darlo a conocer por medio de la palabra escrita. Har¨¦, no obstante, un esfuerzo, a fin de que se sepa algo de lo que entonces Fray Miguel sent¨ªa y pensaba. Lo que en su mente era simult¨¢neo no podr¨¢ menos de sucederse en el soliloquio, pero lo que ¨¦l interiormente se hablaba, carec¨ªa de conclusi¨®n y de principio y se manifestaba todo a la vez. Desesperado de lograr en el mundo la fortuna que buscaba, Fray Miguel a los treinta y cinco a?os de su edad se hab¨ªa refugiado en el claustro. Su ¨²ltima derrota hab¨ªa sido en la batalla de Toro, donde milit¨® en defensa de do?a Juana, en las huestes portuguesas. Ya en el claustro, pens¨® que la paz le bastar¨ªa. Se propuso no aspirar sino a la paz, pero conoci¨® pronto que la paz no le bastaba. Su ambici¨®n y su codicia de riquezas, bienes, poder y deleites materiales, le alejaron del mundo, mas no para hundirse y perecer, sino para buscar su satisfacci¨®n m¨¢s all¨¢ del mundo: en algo tan sublime y tan luminoso que todas las excelsitudes y resplandores del mundo fuesen, en su comparaci¨®n, ruindad, misericordia y sombra. En la fertilidad y verdura de los campos, en las umbr¨ªas solitarias, durante las horas meridianas, cuando vierte el sol a torrentes sus rayos esplendorosos, en el augusto silencio de la noche, en la amplitud del cielo lleno de estrellas, en el movimiento y en la vida de los seres, en la yerbecilla que pisaban sus pies, en la flor silvestre que deshojaban sus dedos y en el astro remoto que sus ojos apenas distingu¨ªan, en lo m¨¢s cercano y en lo m¨¢s distante, Fray Miguel busc¨® la clave del misterio, quiso hallar la cifra de un nombre incomunicable, pugn¨® porque se le apareciese y se le revelase lo sobrenatural y lo sobrehumano. Sin duda era el orgullo y no el amor quien impulsaba a Fray Miguel; Fray Miguel no consigui¨® nada. Entonces apart¨® el sentido y distrajo la atenci¨®n de todo lo creado, de cuanto se muestra en lo exterior a nuestros ojos o resuena en nuestros o¨ªdos. Como buzo que baja en busca de coral y de perlas al fondo de los mares, hundi¨® su mente en la ¨ªntima contemplaci¨®n de su propio ser, buscando all¨ª la ra¨ªz por donde estaba asido y como pendiente de lo infinito. Tampoco as¨ª hall¨® nada, sino obscuridad vac¨ªa y l¨²gubre. Volvi¨® el pensamiento de Fray Miguel al mundo exterior. Desechando la idea de estar pose¨ªdo, concibi¨® la esperanza de poder estar obseso. ?Era ¨¦l tan vil y tan indigno que no lograse ponerse en comunicaci¨®n con seres inteligentes que no formen parte del linaje humano? El universo est¨¢ lleno de tales seres. ?Por qu¨¦ eran tan groseros sus sentidos que no los percib¨ªan? ?No podr¨ªa ¨¦l evocarlos, formar pacto y alianza con ellos y adquirir virtudes, poder y fuerzas superiores a cuanto posee la generalidad de los mortales de su misma especie? Cuando se paraba Fray Miguel en esta imp¨ªa imaginaci¨®n, sol¨ªa caer en el m¨¢s hondo abatimiento, y tal vez exclamaba: --Sin duda no me ha faltado ni la intenci¨®n, ni el prop¨®sito, ni el valor de darme al diablo; pero el diablo no me quiere y me desde?a. Yo no consigo lo que consigue cualquiera vieja ignorante y est¨²pida. Las puertas que defienden la mansi¨®n del milagro, ya celestial, ya infernal, est¨¢n cerradas para m¨ª. Llamo a ellas y nadie me responde. La reacci¨®n del orgullo ven¨ªa luego a levantar su esp¨ªritu y a elevarle al extremo contrario: al mayor grado de soberbia: --Ning¨²n demonio viene y me ayuda--dec¨ªa--porque son inferiores a m¨ª, porque no pueden darme lo que me falta, porque yo valgo m¨¢s que ellos. En balde me humillo pidi¨¦ndoles que me socorran. Lo que me conviene es buscar el camino del lugar hasta donde mi aptitud y mi predestinaci¨®n pueden conducirme, y, desde all¨ª, llamarlos y sujetarlos a mi mandado, no tom¨¢ndolos como protectores sino como siervos sumisos. En estas y en otras cavilaciones, que entonces se presentaban juntas en la mente de Fray Miguel, hab¨ªan pasado muchos a?os de su vida claustral. Su orgullo no hab¨ªa consentido que fuese un santo, pero tambi¨¦n su orgullo se hab¨ªa opuesto a que ning¨²n poder infernal viniese a dominar su alma, ocupada y dominada toda por su orgullo mismo. En el esp¨ªritu de Fray Miguel hab¨ªa adem¨¢s poco briosas facultades que le habilitasen para conquistar y dominar nada por medio del pensamiento, Era distra¨ªdo, poco insistente, ambicioso de ciencia como de todo, pero sin la paciente perseverancia que se requiere para adquirirla. Fray Miguel, si era algo, si algo val¨ªa, era como hombre de acci¨®n, aunque su poca fortuna o su mucha torpeza le hab¨ªan extraviado en el camino, encontrando s¨®lo, cuando se cans¨® y se hart¨® de andar por ¨¦l, el desenga?o m¨¢s negro. Aborrec¨ªa la vida, pero ten¨ªa miedo de la muerte. As¨ª por la ¨¦poca de fe en que viv¨ªa como por la natural condici¨®n de su esp¨ªritu, en la cabeza de Fray Miguel no cab¨ªa imaginar que fuera la muerte la aniquilaci¨®n del individuo, la desaparici¨®n de la persona, el olvido de todo. ¨¦l ve¨ªa en el t¨¦rmino de su vida mortal, no sue?o eterno, sino tr¨¢nsito a vida nueva. Y no le asustaba tanto el temor de ser condenado y no salvado, cuanto el humillante recelo de ser tan insignificante en la vida futura como en la vida presente, y de que as¨ª en el cielo, como en el infierno, se le hiciese poqu¨ªsimo caso: se le tratase con el mismo desd¨¦n con que en este mundo sublunar sus semejantes le hab¨ªan tratado. La monoton¨ªa y la uniformidad de la vida hab¨ªan hecho que el tiempo pareciese que pasaba con inaguantable lentitud, seg¨²n iba pasando; pero, pasado ya, transcurridos los cuarenta a?os de convento, Fray Miguel volv¨ªa la vista atr¨¢s y no ve¨ªa el largu¨ªsimo camino que hab¨ªa seguido y la enorme distancia que del punto de partida le separaba. Como no ten¨ªa variedad de sucesos con qu¨¦ llenar, diversificar y distinguir aquella larga serie de a?os, toda ella le parec¨ªa soplo, rel¨¢mpago fugitivo, desmayo y letargo que al disiparse se lo hab¨ªa llevado todo consigo, esperanzas y proyectos y hasta la posibilidad de forjarlos de nuevo. La horrible vejez hab¨ªa ca¨ªdo sobre ¨¦l sin sentir. Su cabeza se hab¨ªa cubierto de canas y su rostro de arrugas. Cascada y temblona estaba su voz, sin br¨ªo sus brazos, flojas y vacilantes sus piernas. La luz her¨ªa y lastimaba sus ojos, sin dejarle ver con distinci¨®n, claridad y deleite las formas y los colores. Y aun esta amarga luz, que le ofend¨ªa m¨¢s que le iluminaba, estaba amenaz¨¢ndole con abandonarle para siempre y sumirle en tinieblas. Y ya sab¨ªa ¨¦l por sus experiencias y por sus frustrados conatos anteriores, que por mucho que penetrase y ahondase en estas tinieblas, no lograr¨ªa romper su duro y tupido velo y ba?ar su esp¨ªritu en el infinito y luminoso mar donde le hab¨ªan dicho que se ba?an las almas, si se reconcentran en ellas mismas y se desprenden de lo terrenal y caduco. Su vida iba tocando a su fin: hasta entonces hab¨ªa sido lastimosa y est¨¦ril, y, sin embargo, ¨¦l daba inmenso precio a la vida. En esta baja tierra, encerrado nuestro esp¨ªritu en este cuerpo mortal y flaco, y asistido y servido por sus ¨®rganos durante breve tiempo, que huye para nunca volver, Fray Miguel entend¨ªa que era menester conquistar el respeto, la nombrad¨ªa y el valor y el m¨¦rito que por toda una eternidad hemos de poseer, siendo por ello remunerados o castigados, glorificados o despreciados. Tan alta era la importancia que Fray Miguel daba a nuestra existencia ef¨ªmera y transitoria en este planeta. De mucho dudaba Fray Miguel, en mucho no cre¨ªa; pero, como roca, cuyo cimiento y ra¨ªz se hunde tanto en el seno de la tierra que no hay impetuoso torrente que la derribe y la arrastre, as¨ª su firme creencia en el valer de la vida humana, en este mundo, para preparaci¨®n y prueba y para conquista de otra m¨¢s alta vida, se conservaba firme y arraigada en su esp¨ªritu contra todas las tempestades y contra todas las avenidas de dudas y pasiones que hab¨ªan pugnado y que pugnaban a¨²n por arrancarla de all¨ª y por sepultarla en la vana regi¨®n de los sue?os. Cu¨¢n enorme no ser¨ªa el pesar de Fray Miguel, que tama?a importancia atribu¨ªa a la vida, al ver que la suya iba ya a consumirse, tocaba a su fin, sin que persistiese m¨¢s en ella que la energ¨ªa de atormentarse y de desesperarse. Si el Padre Ambrosio no se burlaba de ¨¦l, si no se jactaba en vano, si por medio de sus artes m¨¢gicas pod¨ªa volverle la mocedad, Fray Miguel estaba seguro de que sabr¨ªa aprovecharla y no perderla sin fruto como hab¨ªa perdido la mocedad pasada. Ahora ten¨ªa ¨¦l m¨¢s claro concepto del valor de la vida y de los fines a que pod¨ªa y deb¨ªa aspirar en el mundo. La ociosa y larga meditaci¨®n de sus cuarenta a?os de vida claustral, las estupendas novedades y sucesos cuya resonancia hab¨ªa llegado a conmoverle y alborotarle en su retiro, la explicaci¨®n que el Padre Ambrosio hac¨ªa de todo y de que ¨¦l se hab¨ªa penetrado con pasmo oyendo sus discursos, todo le persuad¨ªa de que se mostraba ante sus ojos el blanco a donde le importaba dirigir la mira, el digno empleo de su resucitada actividad, la misi¨®n que le tocaba cumplir secundando el prop¨®sito y cooperando al plan de la Providencia. Con l¨®gica inconsecuencia, Fray Miguel estaba lleno de dudas, y por momentos de negaciones, cuando en lo interior de su propio ser buscaba la verdad; pero, no bien su pensamiento sal¨ªa fuera de s¨ª y se extend¨ªa sobre la faz de la tierra, todo era en Fray Miguel fe y esperanza en los sublimes destinos del humano linaje y en el papel principal y brillante que le tocaba hacer a su pueblo. La fe del Padre Ambrosio hab¨ªa sido como llama voraz que hab¨ªa incendiado su alma haci¨¦ndola de luz y de fuego. El entusiasmo le pose¨ªa, pero hasta entonces la envidia, nacida a par del entusiasmo, le hab¨ªa desgarrado el pecho y le hab¨ªa devorado las entra?as. Vivir y morir en la obscuridad y en la inercia cuando tan grandes cosas realizaba el esfuerzo de los hombres, para Fray Miguel era insufrible. Resolvi¨®, pues, someterse a todas las pruebas y a todas las operaciones m¨¢gicas de que el Padre Ambrosio hab¨ªa hablado a fin de remozarse y de lanzarse de nuevo en la palestra y tomar parte en la lucha. La agitaci¨®n y el estruendo de esta lucha penetraba en el claustro, romp¨ªan su silencio, llamaba a la puerta de su celda y le excitaba y le convidaba a armarse y a ir al combate. Se le antojaba a veces que resonaba en sus o¨ªdos como la trompeta del d¨ªa del juicio y que le resucitaba de entre los muertos. El portentoso poema ¨¦pico que el Padre Ambrosio fantaseaba en sus discursos iba verific¨¢ndose y desarroll¨¢ndose en la consistente realidad de la historia, y Fray Miguel no se contentaba con ser oyente o lector del poema, sino que anhelaba ser uno de sus h¨¦roes. Y ora fuese por severidad de juicio, ora porque Fray Miguel no quer¨ªa que ning¨²n individuo descollase mucho sobre ¨¦l, Fray Miguel pon¨ªa como h¨¦roe principal del poema a todo su pueblo, mir¨¢ndole como pueblo elegido, como nuevo pueblo de Dios que hab¨ªa de vencer a todos los enemigos de su ley, que hab¨ªa de arrostrar todos los peligros y que hab¨ªa de dar cima a mil inauditas empresas. Fray Miguel no ve¨ªa ni se forjaba en la mente un campe¨®n que todo lo dirigiese y que se llevase la palma. Por bajo del pueblo estaban o surg¨ªan todos los campeones. Alborotados los reinos de Castilla y Valencia por las comunidades y german¨ªas, all¨¢ en su pensar sigiloso Fray Miguel no estimaba mucho al joven, extranjero y ausente Emperador. Sospechaba que hab¨ªa de heredar algo de la extravagante locura materna y de la ligera futilidad de su padre, y que una inquietud sin prop¨®sito hab¨ªa de tejer la tela de su vida. Pero el pueblo espa?ol era grande, y de su seno surgir¨ªan adalides que venciesen y dominasen. Ellos derrotar¨ªan al turco, que amenazaba la cristiandad; ellos, con armas temporales y espirituales, lograr¨ªan sofocar la herej¨ªa que estaba naciendo en Alemania y que, barbarie mental, ansiaba derrocar el imperio de Roma en los esp¨ªritus, como los antiguos b¨¢rbaros hab¨ªan destruido el imperio material de Roma. Espa?a, con sus h¨¦roes y con sus santos, hab¨ªa de sostener y conservar la unidad divina que informa y da vigor a la civilizaci¨®n europea. Y esta civilizaci¨®n poderosa y ben¨¦fica hab¨ªa de continuar difundi¨¦ndose por todos los climas y regiones, tierras y mares del mundo que habitamos. Fray Miguel hab¨ªa ya o¨ªdo hablar con horror y sab¨ªa las audacias del fraile Mart¨ªn Lutero y sus prop¨®sitos infernales; pero, en el fervoroso esp¨ªritu de Fray Miguel, estaba ya la convicci¨®n profunda de que Dios hab¨ªa suscitado en Espa?a un gigantesco contrario al saj¨®n heresiarca para arrebatarle sus conquistas. Entre tanto segu¨ªan extendi¨¦ndose magnific¨¢ndose las de nuestra fe y nuestras armas en los m¨¢s apartados y hasta entonces inexplorados pa¨ªses y entre gentes infieles y selv¨¢ticas, alucinadas por el demonio y entregadas a crueles supersticiones y a monstruosos y nefandos ritos. A esta difusi¨®n de la luz y de la verdad, aunque m¨¢s por medio de las armas que por medio de vanos discursos, se consideraba llamado y predestinado Fray Miguel, en cuanto el Padre Ambrosio realizase en ¨¦l el prometido milagro de remozarle. Fray Miguel acudi¨®, pues, a la celda del Padre Ambrosio, resuelto a todo, y en la noche y en la hora convenidas. -X- El Padre Ambrosio estaba aguard¨¢ndole. Salud¨® a Fray Miguel con una leve inclinaci¨®n de cabeza, y sin decir palabra, le indic¨® que le siguiese. Ambos subieron por la escalera de caracol a la ancha c¨¢mara que ya conocemos. Todo estaba en ella como lo hemos descrito antes. S¨®lo hab¨ªa tres objetos que por su novedad llamaron en seguida la atenci¨®n de Fray Miguel. En la chimenea, en vez de no haber m¨¢s que rescoldo y cenizas, ard¨ªa bastante le?a que levantaba llamas, en cuyo centro, sobre unas tr¨¦bedes se ve¨ªa una retorta de cobre donde empezaba a hervir un l¨ªquido. El tubo encorvado, con que terminaba la cobertera de aquel peque?o alambique, iba a parar a una urna de vidrio suspendida en la pared y llena de agua clara. Dentro de la urna o refriante se ve¨ªan las roscas de la culebra de metal. La cabeza de la culebra aparec¨ªa fuera de la urna en su parte baja. No lejos de la chimenea estaba por el suelo un f¨¦retro abierto y vac¨ªo. Y por ¨²ltimo, ocupado en mullir y arreglar los almohadones, donde hab¨ªa de reposar la cabeza la persona que en el f¨¦retro se encerrase, estaba el hermano Tiburcio, predilecto y aprovechado disc¨ªpulo del Padre Ambrosio. Encar¨¢ndose este con Fray Miguel, apenas dej¨® caer la compuerta por donde hab¨ªa entrado, le dijo con gravedad solemne: --Si fuera l¨ªcito valerse de palabras sagradas, aplic¨¢ndolas a lo profano, con el ¨²nico prop¨®sito de hacerse entender mejor, yo me atrever¨ªa a decirte, a fin de inspirarte denuedo y a fin de infundirte omn¨ªmoda confianza en m¨ª, que yo soy resurrecci¨®n y vida, y que si crees en m¨ª, vivir¨¢s, cuando mueras. --A todo estoy dispuesto. M¨¢tame, si es necesario o conveniente a nuestros fines. --A decir verdad y desechando toda jactancia, la muerte que yo te d¨¦ ha de ser aparente y no real. La virtud de volver a la vida a quien la pierde no es dada a¨²n, ni acaso sea dada nunca, a la ciencia meramente natural y humana. Y yo, conviene que as¨ª lo entiendas, no acudo ni quiero ni puedo acudir a medios sobrenaturales para obrar mis prodigios. Mi magia es toda natural y l¨ªcita, aunque es de dos maneras: la que se funda en el conocimiento de hierbas, de drogas y de otros recursos enteramente materiales, en la cual est¨¢ instruido el hermano Tiburcio, que como ves ha venido a ayudarme, y la magia superior, incomunicable y pura, cuyo poder estriba en el centro del esp¨ªritu, en el ¨¢pice de la mente, en la ra¨ªz misma por donde nuestro limitado pensamiento, no s¨®lo toca, sino est¨¢ asido a lo infinito. De esta m¨¢s elevada ciencia, aunque todav¨ªa natural y nada m¨¢s que humana, el hermano Tiburcio tiene pocas nociones. Yo s¨®lo soy aqu¨ª quien la posee. De ella depende el ¨¦xito de mi empresa. Y no debo ocultarte que si bien tengo yo el ¨¦xito por seguro, reconozco modestamente que puede enga?arme el amor propio. Si as¨ª fuese, si el amor propio me enga?ase, yo te matar¨ªa sin querer, pero te matar¨ªa. Ya ves a lo que me aventuro. ?Quieres t¨² tambi¨¦n aventurarte? --Quiero--contest¨® sin arrogancia y con tranquilidad Fray Miguel. --Para el rejuvenecimiento--continu¨® el Padre Ambrosio--que ha de verificarse en ti, se requiere algo parecido a la muerte, aunque no sea muerte. ?Te sometes a ello? --Me someto. --Pues bien, dentro de poco te sumir¨¦ en letargo profund¨ªsimo; el hermano Tiburcio y yo te ungiremos las sienes y la frente con un precioso b¨¢lsamo, te tenderemos y te encerraremos en ese f¨¦retro que miras abierto en el suelo; y al cabo de poco, si no son falsas mis teor¨ªas, aunque nunca corroboradas a¨²n por la experiencia, as¨ª como la cris¨¢lida rompe la tela que la envuelve y sale convertida en mariposa, aparecer¨¢s t¨², mozo robusto y capaz, si tienes br¨ªo en el alma, de acometer y de dar cima a las empresas m¨¢s arriesgadas y espantables. Veo con satisfacci¨®n que est¨¢s muy animado. Ya no dudo de tus br¨ªos espirituales. Pero, aunque el esp¨ªritu sea fuerte, la carne flaquea, y es menester que se fortalezca tu m¨ªsera carne. As¨ª, antes de remozarte, a par que sientas el deseo en el alma sentir¨¢s en tu cuerpo debilitado ya por los a?os el prurito de que se remoce. Para ello has a tomar una poci¨®n preparatoria, sabiamente compuesta de substancias eficac¨ªsimas, con tal habilidad y tino combinadas y templadas que no se neutralizan sus encontrados efectos, sino que se armonizan y conspiran todos al mismo fin. Dirigiose entonces el Padre Ambrosio, hacia un ¨¢ngulo de la estancia donde hab¨ªa un peque?o velador y sobre ¨¦l una bandeja, un jarro y una ancha copa de plata. Llen¨® luego la copa del l¨ªquido que el jarro conten¨ªa, y llamando a Fray Miguel y d¨¢ndosela para que bebiese le dijo: --Con esto se fortalecer¨¢ tu cuerpo y se har¨¢ apto para las operaciones ulteriores. Es un elixir exquisito, en cuya composici¨®n entran el nepenthes que dio Elena a Tel¨¦maco para disipar su melancol¨ªa; la flor del c¨¢?amo de la India; el soma o licor divino de los antiguos brahmanes; el hongo de Siberia que infunde furor b¨¦lico, y el zumo de las mandr¨¢goras, con que L¨ªa am¨® y dese¨® con mayor vehemencia a Jacob y se hizo de ¨¦l amada y deseada. Fray Miguel tom¨® la copa, y, casi de un solo trago, apur¨® todo el licor que conten¨ªa. El hermano Tiburcio que lo presenciaba y miraba todo en silencio, aproxim¨® un taburete e indic¨® por se?as a Fray Miguel, que en ¨¦l se sentase. En seguida tom¨® en los dedos cierto linimento oloroso, que hab¨ªa en un pomito de vidrio, y ungi¨® con ¨¦l lo m¨¢s alto de la cabeza, la frente y las sienes del fraile. Mientras se verificaba la untura, el Padre Ambrosio, recit¨® no corta serie de palabras y frases, al parecer de un lenguaje ex¨®tico y punto menos que inaudito. Al extra?o son de aquellas palabras, o acaso por obra del linimento, Fray Miguel imagin¨® que todo brincaba y giraba en torno suyo con rapidez vertiginosa; que los muros y el suelo se estremec¨ªan y amenazaban derrumbarse, y que el edificio no estaba parado y fijo sobre su cimiento, sino que iba lanzado por el espacio sin l¨ªmites. Por dicha, ces¨® pronto en el cerebro de Fray Miguel, aquel a modo de mareo. Y, terminada tambi¨¦n la serie de conjuros ininteligibles, oy¨® que el Padre Ambrosio le dec¨ªa: --No es todo alucinaci¨®n mental lo que acabas de experimentar ahora. En gran parte, es efecto de las palabras m¨¢gicas que he pronunciado. Nada sin embargo m¨¢s natural. No receles artes ni prestigios diab¨®licos. Las palabras que he pronunciado ignoro yo lo que significan, pero me consta que nada hay en ellas de pecaminoso. Se han ido conservando por tradici¨®n oral entre varones piadosos aficionados a la magia l¨ªcita, y son palabras del idioma primitivo que se hablaba mucho antes de Abraham, en Ur de los caldeos, y aun antes, en el imperio que fund¨® Nemrod en el centro del Asia. La clave de este idioma se perdi¨® siglos ha, y acaso no vuelva nunca a encontrarse. Yo he o¨ªdo referir que un antiguo rey de N¨ªnive, llamado Asurbanipal, siete siglos antes de nuestra era, form¨® una biblioteca de libros escritos en esta lengua, que era ya una lengua muerta, como el lat¨ªn hoy entre nosotros. Pero los libros reunidos por Asurbanipal, sepultados hoy entre las ruinas y escombros de antiqu¨ªsima ciudad y regio alc¨¢zar, eran ya de una ¨¦poca de gran decadencia, cuando el mencionado primitivo idioma estaba corrompid¨ªsimo, y la alta filosof¨ªa que le hab¨ªa informado viciada y cuajada de supersticiones. En cambio, las palabras que yo he dicho son del idioma primitivo y puro, y no son signos arbitrarios, sino que tienen relaci¨®n ¨ªntima y substancial con los objetos que expresan o designan. De aqu¨ª el alboroto, la agitaci¨®n y el tumulto de todas las cosas creadas cuando tales palabras se pronuncian. Juzgo de mi deber explicarte todo esto para que no te des a sospechar que soy brujo, que me valgo de prestigios o que ando en tratos con el diablo. Aunque peque yo de sobrado llano y pedestre, dir¨¦ para mayor claridad, que juego limpio. Fray Miguel estaba tan impaciente y tan ansioso ya de rejuvenecerse, que las explicaciones del Padre Ambrosio le parec¨ªan in¨²tiles y le cansaban. Por el debido respeto, sin embargo, no se atrevi¨® a dar la menor se?al de impaciencia. El Padre Ambrosio se complac¨ªa en perorar y prosigui¨® de esta suerte: --Ten calma y espera. La destilaci¨®n del maravilloso filtro, que va a remozarte, se est¨¢ verificando en ese peque?o alambique. Apenas empiece a salir por la boca de la culebra la refinada quinta esencia, acudir¨¦ a recogerla en la misma copa en que bebiste la poci¨®n preparatoria, y t¨² la beber¨¢s sin vacilar. --La beber¨¦ con ansia--contest¨® Fray Miguel--para apagar la sed de vida y de juventud que me devora. --Todav¨ªa me incumbe decirte--interpuso el Padre--que no quiero, cuando te remoces, dejarte ir solo por esos mundos de Dios. Deseo que lleves en tu compa?¨ªa a alguien de toda mi confianza, que sabr¨¢, sin duda, conquistar la tuya y que vendr¨¢ a ser como tu criado, paje, escudero y secretario todo en una pieza. --?Y qui¨¦n va a ser ese acompa?ante que me designas? --El hermano Tiburcio que est¨¢ presente--contest¨® el Padre Ambrosio--. M¨¢s gana tiene ¨¦l de correr mundo que de estar metido en su celda. Con todo, no es esta la raz¨®n que me induce a que el hermano Tiburcio te acompa?e. Los caballeros que salen en busca de aventuras llevan siempre escuderos y t¨² no has de infringir esta ley o esta costumbre. En cuantas historias conozco de hombres que para medrar o para divertirse y holgarse se han dado al diablo, el diablo figura despu¨¦s constantemente al lado de ellos como ayudante o espolique, y t¨² no has de ser menos aunque distes much¨ªsimo de haberte dado al diablo. Tendr¨¢s, pues, escudero, aunque natural y humano. El hermano Tiburcio, si bien es un mozuelo barbilampi?o, sabe m¨¢s que el diablo y te valdr¨¢ de mucho. Por otra parte, yo he observado que t¨² eres sobrado serio y esta seriedad continua a la larga a ti mismo te aburrir¨ªa. Importa, pues, que la temple y modere un sujeto algo c¨®mico y jocoso, como lo ser¨¢ el mencionado hermano. Jovial ser¨¢ ¨¦l, si t¨² saturnino, y juntos recibir¨¦is combinado el influjo mir¨ªfico de los dos m¨¢s poderosos planetas. He pensado adem¨¢s que necesito tener con frecuencia noticias tuyas, satisfacer mi curiosidad y ver c¨®mo va saliendo esta experiencia que ahora hago. En las venideras edades s¨¦ yo que inventar¨¢n los hombres medios ingeniosos para ponerse en comunicaci¨®n con la rapidez del rayo y dirigirse la palabra desde un extremo a otro de la tierra. Pero tales inventos distan mucho a¨²n de verse realizados y de ser vulgares. S¨®lo los iniciados en mi ciencia oculta se entienden ya y se hablan desde muy lejos, sin aparato alguno f¨ªsico ni mec¨¢nico, sino por el arte y la fuerza del alma. El hermano Tiburcio, ir¨¢ pues contigo tambi¨¦n, para que se entienda conmigo y me informe de todo. Y por ¨²ltimo, si t¨² acometes altas empresas, las llevas a cabo y vences y triunfas, no quiero yo que todo esto se ignore, se sepa mal o se olvide, y el hermano Tiburcio, que es un buen letrado, te acompa?ar¨¢ para ponerlo por escrito con el mayor esmero y legarlo a la posteridad m¨¢s remota. Ser¨¢ para ti, v¨¢lgame como ejemplo, lo que para Don Pedro Ni?o, valeroso y galante Conde de Buelna, fue Gutierre D¨ªez de Games, su alf¨¦rez. A este punto de su algo prolija disertaci¨®n lleg¨® el Padre Ambrosio, cuando empez¨® a manar por la piquera del alambique, el l¨ªquido destilado. Sin darse un instante de vagar, tom¨® el Padre la copa de plata, se acerc¨® a la piquera, la llen¨® del l¨ªquido y se le dio a beber a Fray Miguel sin decir m¨¢s palabra. En silencio tambi¨¦n, sin susto y con ansia, Fray Miguel se llev¨® la copa a los labios y bebi¨® el licor que hab¨ªa en ella. El efecto fue r¨¢pido y terrible. A Fray Miguel se le trab¨® la lengua y no pudo exhalar ni queja ni suspiro. Palidez mortal cubri¨® su rostro. A los pocos instantes cay¨® como herido del rayo. Y sin duda hubiera dado en tierra de golpe, si el Padre Ambrosio y el hermano Tiburcio, apercibidos ya para el caso, no le hubiesen sostenido. Todo el cuerpo de Fray Miguel, adquiri¨® de s¨²bito una rigidez m¨¢s que cadav¨¦rica. No parec¨ªa ya de carne sino de madera o de barro. El Padre Ambrosio, no obstante, tuvo a tiempo la precauci¨®n de cruzar a Fray Miguel las manos sobre el pecho. El hermano Tiburcio tom¨® por la espalda a Fray Miguel. Por los pies le levant¨® el Padre Ambrosio. Ambos le llevaron al f¨¦retro y all¨ª le dejaron tendido. Juan Valera Las aventuras -I- En el a?o 1521 era Lisboa la m¨¢s espl¨¦ndida, animada, pintoresca y original ciudad de Europa. Fundada sobre varias colinas, se extend¨ªa ya por la margen derecha del Tajo, siguiendo su curso hacia el mar. Los palacios y jardines de dicha margen hac¨ªan delicioso el camino que iba y va hasta el sitio donde el rey D. Manuel el Dichoso hab¨ªa erigido graciosa y elegante torre, en conmemoraci¨®n de que all¨ª se embarc¨® Vasco de Gama para ir por vez primera a la India, y no lejos el magn¨ªfico templo y claustro de Bel¨¦n, obra de singular y bell¨ªsima arquitectura. Frente del m¨¢s populoso centro de la ciudad, en la opuesta orilla del r¨ªo, se alzaba la villa de Almada, sobre enriscado promontorio. Y desde all¨ª, mirando en direcci¨®n contraria a la que trae el agua, esta se extiende y la orilla se aleja, formando una extensa y grandiosa bah¨ªa, capaz de contener entonces todos los barcos de guerra y de comercio que surcaban los mares. Aquella bah¨ªa estaba concurrid¨ªsima. En ella hab¨ªa naves inglesas y francesas, de Holanda y de las ciudades anse¨¢ticas, de Arag¨®n y de Castilla, de G¨¦nova y de Venecia y de otras Rep¨²blicas y principados de Italia. Todas acud¨ªan all¨ª para traer telas, alhajas, primores y otros objetos de arte producto de la industria europea, conque satisfacer el amor al fausto de los portugueses, y para llevar, en cambio clavo y pimienta, perfumes de Arabia, canela de Ceil¨¢n, sedas y porcelanas del Catay, marfil de Guinea, alfombras de Persia, chales y albornoces de Cachemira, perlas, diamantes y rub¨ªes de las monta?as y de los golfos de la India, bamb¨²es y ca?as y tejidos de algod¨®n y de nipa de Bengala, monos, papagayos y otras aves de vistosas plumas, y mil ex¨®ticas curiosidades del extremo Oriente. La muchedumbre de hombres y mujeres que herv¨ªa en los muelles y paseos, calles y plazas de Lisboa, ten¨ªa extra?o y pasmoso aspecto por la variedad de sus rostros, de sus trajes y de los idiomas que iban hablando. Por donde quiera se notaban movimiento y bullicio, pero m¨¢s que en ninguna parte en la Calle Nueva y Plaza del Roc¨ªo, donde estaban las tiendas de los m¨¢s ricos mercaderes, y a lo largo de la orilla, casi hasta Bel¨¦n, donde a la par de las quintas y de los parques hab¨ªa grandes almacenes o dep¨®sitos para las mercanc¨ªas que se embarcaban o desembarcaban. Millares de esclavos negros, empleados en las faenas del puerto y en otros trabajos, discurr¨ªan sol¨ªcitos por donde quiera. Marineros, soldados y hombres y mujeres del pueblo, paseaban o formaban grupos para charlar y re¨ªr, tratar de amores o promover pendencias. Entonadas hidalgas, ya caminasen a pie ya a las ancas de una mula que montaba y dirig¨ªa respetable escudero, ya en soberbios y dorados palanquines, sol¨ªan llevar lucido s¨¦quito de due?as, lacayos y pajes para mayor autoridad y decoro. Los magnates y se?ores ricos se mostraban cabalgando en hermosos caballos con ricos jaeces y con numerosa comitiva de criados y familiares de sus casas. Y el Se?or Rey, que gustaba como nadie de la pompa y del aparato, sal¨ªa con frecuencia en p¨²blico formando con su lujoso y raro acompa?amiento una procesi¨®n admirable. No semejaba el monarca portugu¨¦s, pr¨ªncipe de Europa, sino d¨¦spota oriental, soberano de cuentos de hadas o de Las mil y una noches, merced al brillo y al lujo que le circundaban. Le preced¨ªan a veces elefantes y rinocerontes, domadores que llevaban serpientes y tigres domesticados, y el rey iba a caballo, en medio de los m¨¢s brillantes se?ores de la corte, sus favoritos y validos, todos con muy elegantes y vistosas ropas y con airosas y blancas plumas en los birretes. Don Manuel, que era regocijado y festivo, tambi¨¦n se hac¨ªa acompa?ar a menudo de juglares y bufones, que le divert¨ªan con sus chistes y burlas, y casi nunca prescind¨ªa de los m¨²sicos, que iban tocando sonoros instrumentos, anunciando as¨ª que el rey ven¨ªa y alegrando los sitios por donde transitaba. Todo era animaci¨®n y movimiento, todo alborozado y estruendoso j¨²bilo en Lisboa, en la hermosa ma?ana del d¨ªa del Corpus de aquel a?o de 1521, en que el rey Don Manuel cumpl¨ªa los cincuenta y dos de su edad, celebrando con gran pompa su natalicio. Terminada adem¨¢s la soberbia f¨¢brica del templo de Bel¨¦n, el monarca lusitano le abr¨ªa y le mostraba por vez primera a su pueblo haciendo cantar en ¨¦l un solemne Te Deum. Su alteza, acompa?ado de su tercera mujer, la reina Do?a Leonor, hermana del C¨¦sar Carlos V, con m¨¢s ricas y pomposas galas que nunca y circundado de brillante y vistosa comitiva, hab¨ªa acudido a la iglesia para presenciar la ceremonia religiosa y darle mayor lustre. Aunque el templo es espacioso, s¨®lo se hab¨ªa permitido entrar en ¨¦l a los convidados; porque si hubiera tenido franca entrada la muchedumbre, no pocos se hubieran maltratado all¨ª dentro, a causa de los miles y miles de personas que hab¨ªan venido a la fiesta, no s¨®lo de Lisboa, sino de otras ciudades y villas de Portugal y aun de reinos extra?os. La muchedumbre, pues, se agitaba y bull¨ªa fuera del templo, extendi¨¦ndose a un lado y a otro hasta la misma orilla del Tajo como enorme mosaico de cabezas humanas. La mayor parte de la gente estaba a pie, si bien a trechos descollaban no pocas personas montadas en caballos y en mulas o levantadas en sillas de manos por esclavos o sirvientes. A la puerta del santuario, en el atrio y tambi¨¦n a la puerta del convento, guardaban los caballos de los reyes y de su s¨¦quito, custodiados por pajes y lacayos y por buen golpe de lanceros de la guardia del Rey. A pesar de los mil murmullos y gritos de tan gran n¨²mero de gentes, que re¨ªan, chillaban, hablaban o disputaban, el majestuoso sonido del ¨®rgano y el canto sagrado de los frailes, repercutiendo en las altas b¨®vedas del templo, sal¨ªa a veces de ¨¦l y se difund¨ªa en r¨¢fagas sonoras sobre los asistentes que se hallaban m¨¢s cerca. Apenas estar¨ªa mediada aquella fiesta, que parec¨ªa absorber enteramente la atenci¨®n del pueblo, cuando sobrevino algo que distrajo dicha atenci¨®n, excitando la curiosidad general. Por el camino de Lisboa, y abri¨¦ndose paso por entre el api?ado gent¨ªo, aparecieron en sendos y magn¨ªficos caballos, ricamente enjaezados, dos muy lozanos caballeros, bizarramente vestidos de gala. Parec¨ªa uno de ellos hombre de veinticinco a?os de edad, de barba y ojos negros, airoso talle, anchas espaldas, robustos hombros y rostro hermos¨ªsimo. En todo ¨¦l hab¨ªa adem¨¢s algo de noble, raro y peregrino, como procedente de tierras extra?as, y en el gesto y en los ademanes un no s¨¦ qu¨¦ de soberbio e imperativo que infund¨ªa involuntariamente respeto. Era el otro jinete mozo barbilampi?o. Su blanco y sonrosado rostro, sus ojos azules y los rubios cabellos que coronaban su cabeza, cubierta de un lindo birrete de velludo blanco, por bajo del cual ca¨ªan dichos cabellos en rizadas ondas de oro, casi hubieran dado al gentil extranjero la apariencia de una disfrazada andante damisela, si no hubieran mostrado que era muy hombre, la energ¨ªa insolente de su mirar, su briosa apostura y el desahogo y la destreza conque manejaba y dominaba su fogoso caballo, que retenido por ¨¦l hac¨ªa piernas, se encabritaba impaciente y tascaba el freno, cubri¨¦ndole de espuma. Entre la plebe, las personas curiosas se preguntaban unas a otras qui¨¦nes eran aquellos dos galanes. Y como no falt¨® all¨ª quien ya los hubiera visto, en la gran posada de la Calle Nueva, donde ellos hab¨ªan venido a parar y donde hab¨ªan declarado su condici¨®n y sus nombres, pronto pasaron estos de boca en boca, y por donde quiera se o¨ªa decir: --Esos son dos ricos y elegantes aventureros de Castilla; el m¨¢s granado se llama Miguel de Zuheros, por sobrenombre Morsamor; y el jovencito, que es su doncel, se llama Tiburcio de Simahonda. -II- La funci¨®n de iglesia lleg¨® pronto a su t¨¦rmino. Los soldados de la guardia empezaron a abrir calle, a fin de que la regia comitiva pudiese pasar holgadamente por entre la muchedumbre que a un lado y a otro se api?aba, procurando cada cual ponerse delante para ver y acaso para ser visto del Rey, de la Reina o de los se?ores y damas de la corte y alcanzar de alguno de ellos un saludo o una amable sonrisa. Miguel de Zuheros y Tiburcio no se hallaban por dicha muy lejos de la calle que se iba abriendo, y como estaban a caballo bien pod¨ªan verlo todo por cima de las cabezas de los que estaban a pie. As¨ª es que no se molestaron ni se movieron para buscar mejor sitio, como si se avergonzasen de mostrar curiosidad plebeya. No sali¨® el Rey por la puerta del templo, sino por la del atrio cercado de magn¨ªfico claustro, donde hab¨ªan montado a caballo ¨¦l y cuantos le acompa?aban. Cuando la lucida cabalgata apareci¨® ante el gran p¨²blico, la admiraci¨®n general dio muestras de s¨ª en murmullos, exclamaciones y v¨ªtores. Aquello era verdaderamente espl¨¦ndido: un derroche de sedas, randas, plumas, oro y pedrer¨ªa. Los caballos, magn¨ªficos; vistosos, los arreos. Los rayos del sol refulgente her¨ªan el bru?ido acero de las armas, las joyas, los metales preciosos y los ¨¢ureos bordados, deslumbrando todo la vista con f¨²lgidos destellos. El Rey llevaba aquel d¨ªa el bonete y el estoque de honor, que le hab¨ªa regalado el Padre Santo y que s¨®lo sacaba en las m¨¢s solemnes ocasiones. La Reina Do?a Leonor, muy bizarra y lujosamente vestida y tocada, cabalgaba a la derecha del Rey. Les segu¨ªan y lo circundaban las principales damas de la corte y muchos egregios personajes del reino, ilustres por su nacimiento o por armas y letras. El hermano Tiburcio, convertido en escudero o doncel, era un prodigio para enterarse de todo a escape. No sabemos, si s¨®lo por naturaleza o por virtud de la magia que hab¨ªa estudiado, gozaba de pasmosa aptitud para averiguarlo todo; para reconocer a los sujetos notables, aunque nunca los hubiese visto; y para narrar la historia de cada uno hasta en sus m¨¢s insignificantes pormenores. Adem¨¢s de esta habilidad, pose¨ªa otra m¨¢s rara a¨²n, que en lo sucesivo vali¨® de mucho a su se?or, Miguel de Zuheros. Tiburcio de Simahonda era, en aquella edad, aunque en grado m¨¢s eminente, lo que ha sido en la nuestra el c¨¦lebre Cardenal Mezzofanti. Ya fuese empleando un m¨¦todo ingenioso y secreto o caminando por ignorados atajos, ya fuese por preciosa capacidad nativa, ello es que Tiburcio a los dos o tres d¨ªas de o¨ªr hablar cualquier idioma, se penetraba de su organismo, se ense?oreaba de sus formas y leyes gramaticales, atesoraba en su feliz memoria cuanto hab¨ªa de esencial y de radical en su l¨¦xico, y se soltaba a hablarle correcta y lindamente y con muy buena pronunciaci¨®n, como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida. Al notar Miguel de Zuheros lo mucho que sab¨ªa su doncel, en apariencia con tan poca edad que apenas le apuntaba el bozo, se daba a sospechar si ser¨ªa m¨¢s viejo que ¨¦l y si estar¨ªa como ¨¦l remozado o si de cualquiera otra suerte habr¨ªa vivido largas y sospechosas vidas anteriores. Miguel de Zuheros, sin embargo, no persist¨ªa en cavilar sobre estas cosas cuando notaba la sencillez y la naturalidad con que Tiburcio, sin hacer gala de su ciencia, la mostraba si era menester, y afirmaba haberla adquirido por medios y caminos, no raros y reprobados, si no l¨ªcitos y vulgares. En aquella ocasi¨®n Tiburcio dio pruebas de lo bien que se enteraba de todo, se?alando a su se?or los m¨¢s conspicuos caballeros y las m¨¢s garridas damas, que en aquella procesi¨®n se parec¨ªan, y diciendo sus nombres, sus cualidades y su historia. Nadie llam¨® tanto la atenci¨®n de Miguel de Zuheros, como una dama muy hermosa y muy joven que iba cerca de la Reina. --Esa es--dijo Tiburcio--la se?ora do?a Sol de Qui?ones, ¨ªntima amiga y favorita de la Reina, y nieta de aquel famoso y enamorado D. Suero que sostuvo el Paso honroso en el puente de ¨®rbigo. Ya ves que es muy bella. Su beldad, no obstante, queda eclipsada por su discreci¨®n, por su talento, por sus virtudes y por la ingenua candidez de su car¨¢cter. Cuantos la tratan se prendan de ella y se hacen lenguas en su elogio. Al contemplar tanta pompa y hermosura, Miguel de Zuheros sent¨ªa viva impaciencia de darse a conocer y de ser presentado en la corte. Pensando en c¨®mo lo conseguir¨ªa de la manera para ¨¦l m¨¢s favorable, vio pasar la comitiva toda. A¨²n sal¨ªa mucha m¨¢s gente del templo, y nuestros dos aventureros permanecieron parados para verla salir. Ya de los ¨²ltimos, apareci¨® un peque?o grupo que mont¨® a caballo a la puerta del templo y que pas¨® muy cerca de Miguel de Zuheros, excitando su curiosidad. Tiburcio la satisfizo dici¨¦ndole: --Esos dos galanes, que van como cautivos al lado de las damas, son Pedro Carvallo y Ram¨®n de Acevedo, valientes soldados de fortuna ambos, que han vuelto de la India con m¨¢s oro que pesan. La graciosa morenita, que r¨ªe a carcajadas y se zarandea y se mueve come si estuviera hecha de rabillos de lagartijas, es la muy ponderada ninfa gaditana, conocida ya en gran parte del mundo, con el extra?o apodo que su compa?era le ha dado. La llaman Teletusa la Culebrosa, en conmemoraci¨®n de la Teletusa antigua y cl¨¢sica, a quien celebra Marcial en uno de sus epigramas por lo bien que bailaba, repiqueteaba las casta?uelas y hac¨ªa otros primores. La principal figura del grupo, y por serlo la he dejado para lo ¨²ltimo, es nada menos que donna Olimpia de Belfiore, una de las m¨¢s art¨ªsticas, hermosas, sabias y elocuentes mujeres, que ha producido Italia en nuestros d¨ªas, en que renacen, m¨¢s all¨ª que en otras regiones, la antigua cultura greco-romana y las ciencias y artes de amor, de paz y de guerra. Atra¨ªda donna Olimpia por la trascendente fama del esplendor y de la riqueza de esta capital, ha venido a ella, har¨¢ dos semanas, en compa?¨ªa de su amiga y en cierto modo disc¨ªpula, la de C¨¢diz, a quien ha dado el nombre que ya te he dicho de Teletusa. Porque es de saber, que la tal donna Olimpia, lejos de ser una hembra adocenada, tiene portentoso ingenio y despunta por su mucha doctrina. En Italia la celebran de mirabilmente colta. Sabe lat¨ªn como Nebrija; sabe tambi¨¦n algo de griego; ha le¨ªdo los poetas e historiadores antiguos y cl¨¢sicos y los de su patria, y entiende tanto de cuanto hay que entender, que pasa por un Pico de la Mir¨¢ndola o por un Fernando de C¨®rdoba, con faldas. A este punto de su perorata llegaba Tiburcio, cuando donna Olimpia y los que le acompa?aban pasaron casi tocando con Miguel de Zuheros, el cual pudo ver bien y de frente a la dama. Estrella de amor le pereci¨® y de primera magnitud y deslumbrante brillo. Sus cabellos reluc¨ªan como oro candente, suponi¨¦ndose que se los adobaba y doraba con cierta loci¨®n cosm¨¦tica de muy pocos conocida, y usada tambi¨¦n por la famosa Lucrecia Borgia, Duquesa de Ferrara. Tanto hubo de ser as¨ª que no falt¨® en aquel tiempo quien asegurase, que el precioso rizo que ten¨ªa Pietro Bembo en el principio de su ejemplar de Lucrecio, donde est¨¢ la invocaci¨®n a Venus, rizo que se conserva a¨²n en la Biblioteca Ambrosiana de Mil¨¢n, no era de la Duquesa de Ferrara, sino de la tal donna Olimpia. Sea de esto lo que se quiera, lo que nos importa a?adir aqu¨ª es que el aspecto, adem¨¢n y entono de donna Olimpia estaban llenos de reposada majestad. De sus a?os no sabemos qu¨¦ decir. Como las deidades mitol¨®gicas, como los seres inmortales, su edad era problem¨¢tica; era casi un misterio. Se dir¨ªa, no obstante, que aquel astro culminaba entonces en el meridiano de su belleza y de su gloria. Sobre la hacanea torda en que iba y sentada sobre blandos cojines en elegant¨ªsimo sill¨®n o jamugas, semejaba una emperatriz en su trono. Al encararse con Miguel de Zuheros, mir¨¢ndole de frente, le hizo bajar los ojos deslumbrado por la viveza de aquel mirar y por la fuerza magn¨¦tica de aquellos ojos verdes o glaucos como los de Minerva, Medea y Circe, y que podr¨ªan compararse a dos esmeraldas ardiendo en llamas. Donna Olimpia era alta y bien formada, pero, m¨¢s que esbelta, amplia y exuberante sin perder la gracia y el hechizo, como las ninfas y diosas que pintaba Tiziano Vecelli. Cuando pasaron los del grupo, Tiburcio prosigui¨® su arenga diciendo: --Esta donna Olimpia es un prodigio singular. Se ignora la edad que tiene. Quiz¨¢ sea como la hechicera Arleta, que se disfrazaba de moza y enamoraba y seduc¨ªa a todos los hombres. Su hermosura, sustancial o aparente, no se puede negar. Tiziano, no hace mucho tiempo, se complaci¨® en retratarla en un cuadro delicioso. Ella est¨¢ figurando a Venus, con la ligereza de ropas que tal figuraci¨®n requiere, pero en su soberbia cabeza lleva el morri¨®n penachudo, y a sus pies tiene por tierra la truculenta espada de Marte. Por dichas prendas, que le ha entregado el Dios de la guerra que est¨¢ all¨ª contempl¨¢ndola en ¨¦xtasis, le entrega ella un travieso amorcito, que tiene cogido por las alas y que ha sacado de una jaula, donde quedan a¨²n presos otros varios hermanos suyos. Par¨¦ceme, se?or Miguel, que no os disgustar¨ªa que os regalase o vendiese donna Olimpia alguno de los mencionados hermanos. Interpelado as¨ª bruscamente, contest¨® Miguel de Zuheros: --D¨¦jate de eso ahora. En asuntos m¨¢s graves debemos ocuparnos y m¨¢s gloriosas empresas nos conviene acometer. Dime, sin embargo, pues no te niego que soy curioso, algo m¨¢s que sepas de donna Olimpia. --Poco m¨¢s puedo contarte. Si hemos de creer lo que ella refiere, no ha habido, en lo que va de siglo, mujer m¨¢s victoriosa. A sus pies han estado pr¨ªncipes y duques, guerreros invictos, acaudalados mercaderes y laureados poetas como Ludovico Ariosto, Fracastoro, el Aretino, Sannazaro y muchos m¨¢s cuyos nombres no acuden a mi memoria. En cierta farsa o representaci¨®n aleg¨®rica, en el palacio de Alejandro VI, hizo una vez la figura de la Justicia, con la balanza en su fiel, pesando m¨¦ritos y repartiendo premios seg¨²n a cada uno le tocaba. Se cuenta, por ¨²ltimo, que donna Olimpia, all¨¢ en su primera mocedad, se luci¨® una vez en la academia plat¨®nica de Florencia, pronunciando un sublime discurso sobre el amor, que oy¨® Marcilio Ficino, ya viejo, y qued¨® embelesado de o¨ªrle. --Vamos, vamos, no me cuentes m¨¢s de esa mujer. Basta con lo que has dicho para comprender que es la m¨¢s desvergonzada de las aventureras. Terminada aquella conversaci¨®n, Miguel de Zuheros y su doncel soltaron las riendas a sus caballos, y a buen trote, y buscando rodeos para no tropezar con la muchedumbre que atajaba el paso, se dirigieron a la Plaza del Roc¨ªo, para ver de nuevo la procesi¨®n o pompa regia, que deb¨ªa pasar por all¨ª. En seguida, seg¨²n estaba anunciado, la procesi¨®n subir¨ªa a iglesia del Carmen, edificada sobre un cerro, que domina dicha plaza, y donde se ven y persisten a¨²n sus ruinas, despu¨¦s del terremoto horrible que la destruy¨® en 1755. En la iglesia del Carmen se venera una imagen de la Virgen de los Dolores, de quien era el Rey muy devoto y a quien iba a presentar rica ofrenda y a dar fervorosas gracias por los recientes triunfos que las armas portuguesas hab¨ªan alcanzado en Ceil¨¢n y en otras islas m¨¢s remotas. -III- La procesi¨®n iba con tanta pausa, que Miguel de Zuheros y Tiburcio no tuvieron que apresurarse para llegar a la Plaza del Roc¨ªo antes de que la procesi¨®n llegara. Poca gente hab¨ªa a¨²n en dicha plaza, en uno de cuyos ¨¢ngulos se pararon nuestros aventureros. Todo en torno estaba sosegado. El escaso p¨²blico hablaba en voz baja y hac¨ªa poco ruido, pero de s¨²bito todo cambi¨® de aspecto, levant¨¢ndose all¨ª cerca furioso tumulto. La gente se agolpaba a donde el tumulto hab¨ªa empezado: unas personas para tomar parte en ¨¦l y por curiosidad otras. Un anciano de venerable aspecto, de blanca y luenga barba, vestido de negro a la italiana, y acompa?ado s¨®lo de otro de menos edad, que parec¨ªa ser su familiar o secretario, estaba rodeado de hombres y mujeres del pueblo, de esclavos negros y de muchachuelos vagabundos, que en adem¨¢n hostil le insultaban y amenazaban a gritos, llam¨¢ndole marrano, enemigo de Cristo y perro jud¨ªo. Sin provocar m¨¢s la furia del populacho, y sin tratar tampoco de huir, el anciano miraba con serenidad y calma a los que le ofend¨ªan, manifestando en sus miradas, no indignaci¨®n, sino dulce y resignada tristeza. Aquel grave modo de sufrir la injuria, as¨ª como el valor pasivo de que el anciano daba pruebas, contuvieron por algunos momentos la furia del populacho. Los gritos no obstante de perro jud¨ªo y de marrano, que los m¨¢s desali?ados y maleantes no se cansaban de repetir, sobreexcitaron las malas pasiones. Todav¨ªa quedaba alrededor del denostado, un claro o vac¨ªo no peque?o; pero el c¨ªrculo se iba estrechando, y era de temer, era casi seguro, que pronto las ofensas de palabra iban a convertirse en rudas ofensas de hecho. Ya algunos pilletes y mujercillas hab¨ªan disparado contra el anciano desperdicios de berzas y frutas, y alguien tambi¨¦n hab¨ªa escupido sobre ¨¦l, aunque sin tocarle. Un mulato, el m¨¢s insolente de la chusma, avanz¨® hacia el anciano con la mano levantada como para darle en el rostro. El anciano permaneci¨® impasible e inm¨®vil, apoyado en la larga bengala que le serv¨ªa de b¨¢culo; pero su secretario o familiar, m¨¢s joven y robusto, perdi¨® paciencia, se interpuso, hizo cara al mulato y le sacudi¨® tan fuerte pu?etazo, que lo derrib¨® por tierra. La ira popular rompi¨® entonces todo freno. Hombres, mujeres y chiquillos cayeron sobre los dos, al parecer forasteros y jud¨ªos, y sin duda los hubieran despedazado, si no acuden muy a tiempo Miguel de Zuheros y Tiburcio, abri¨¦ndose paso por entre la alborotada y amontonada muchedumbre y sacudiendo golpes sobre ella, con las espadas desnudas, aunque procurando que fuese de plano, para no causar heridas ni muertes. Sorprendida y asustada la turba por aquella s¨²bita e imprevista intervenci¨®n, retrocedi¨® no poco, dejando despejado un largo trecho en torno de los forasteros inermes, delante de los cuales se pusieron prontos a defenderlos los otros dos forasteros a caballo. El populacho, no obstante, pasado su primer asombro, arremeti¨® contra Miguel de Zuheros y Tiburcio, yendo algunos de los que acomet¨ªan armados de garrotes y de pu?ales. Sangrienta hubiera sido aquella pendencia, y tal vez de ¨¦xito fatal para nuestros dos h¨¦roes, si de repente no hubieran recibido el socorro de un gallardo mozo, m¨¢s joven en apariencia que Tiburcio, a caballo tambi¨¦n, elegante y ricamente vestido, y con el escudo de las armas reales bordado en la sobreveste, manifestando as¨ª que era mozo fidalgo o menino de la c¨¢mara del Rey. Su nombre corri¨® entonces de boca en boca entre la plebe. Era el simp¨¢tico Dami¨¢n de Goes, que privaba mucho con el soberano. Por lo pronto tuvo esto a raya a la multitud, pero no falt¨® quien la irritase, y empez¨® entre los tres caballeros por una parte, y siete u ocho fidalgos que estaban a pie y vinieron a auxiliarlos, y por otra parte la desarrapada muchedumbre, una muy re?ida escaramuza, que hubiera terminado en tragedia, si por dicha no hubiesen amortiguado la c¨®lera de todos, par¨¢ndolos at¨®nitos y respetuosos el resonar de los clarines y el estruendo jubiloso de las aclamaciones que anunciaban la entrada en la plaza del Rey y de su comitiva. Aunque la lucha ces¨®, no ces¨® tan a tiempo que el Rey no se enterase de ella. Y mandados por ¨¦l, se adelantaron algunos soldados de su guardia, rompieron por medio de la api?ada multitud y llegaron al centro mismo donde se hallaban los que dieron ocasi¨®n al alboroto. Dami¨¢n de Goes, haci¨¦ndose seguir de Miguel de Zuheros, de Tiburcio y de los dos forasteros desconocidos, lleg¨® donde estaba el Rey y le refiri¨® todo el suceso. Dirigi¨¦ndose el Rey al anciano desconocido, le pregunt¨®: --?Y t¨² qui¨¦n eres y de d¨®nde sales, viniendo a perturbar la alegr¨ªa y la paz de Lisboa en ocasi¨®n tan solemne? Con serenidad y desenfado respetuoso y en correcta y elegante lengua portuguesa, el anciano contest¨® al Rey: --Yo se?or, he nacido en Lisboa. Aqu¨ª he pasado los mejores a?os de mi vida. Las saudades de mi ciudad natal y (?por qu¨¦ he de neg¨¢rselo a Vuestra Alteza?) negocios importantes de mi casa me han hecho volver a Portugal, que abandon¨¦ muy ni?o, cuando ya estoy viejo, aunque m¨¢s abrumado por los pesares que por los a?os. Pensaba yo permanecer en Portugal muy poco tiempo, y no recelaba que nadie me reconociese, descubriendo y divulgando mi nombre, mi religi¨®n y mi casta, tan aborrecida hoy en Espa?a toda. Por desgracia no ha sido as¨ª. Interesados enemigos m¨ªos me han reconocido, han hecho correr la voz entre el vulgo de que soy israelita y han causado el atropello de que yo hubiera sido v¨ªctima, si estos nobles caballeros no me socorren. --?Y cu¨¢les son tu condici¨®n y tu nombre?--pregunt¨® el Rey. Temeroso de que no le diesen cr¨¦dito, vacil¨® en declararlos el anciano. Garc¨ªa de Resende, que acompa?aba al Rey y no estaba muy lejos, se acerc¨® entonces y dijo: --Bien puede Vuestra Alteza estar satisfecho de que este anciano haya quedado libre de toda injuria. No s¨®lo es portugu¨¦s, sino uno de aquellos portugueses que dan m¨¢s gloria a Portugal en esta nuestra edad para Portugal tan gloriosa. Y dirigi¨¦ndose luego al anciano y alarg¨¢ndole la diestra para estrechar amistosamente la suya, a?adi¨® el ¨ªnclito trovador: --?Te has olvidado acaso de m¨ª y del amistoso lazo con que nos unimos en Roma y de las largas pl¨¢ticas que all¨ª ten¨ªamos, cuando estuve yo como Secretario de la pomposa Embajada de Trist¨¢n de Acu?a? --?C¨®mo hab¨ªa yo de olvidarme de Garc¨ªa de Resende?--respondi¨® el interrogado--. Yo no pod¨ªa olvidar a uno de mis mejores amigos, cuyo Cancionero adem¨¢s, regalado por ¨¦l, hace mi delicia y me vale, ley¨¦ndole, para conservar y perfeccionar en mi alma la lengua portuguesa, que fue la primera que habl¨¦. --Pero a todo esto--exclam¨® el Rey con impaciencia y encar¨¢ndose con el anciano--t¨² no acabas de decirme qui¨¦n eres. --Perdona mi tardanza, se?or. Y a?adi¨® luego, ech¨¢ndose a los pies del Rey: --Yo soy el hijo de un leal criado de tu heroico antecesor Alfonso V el Africano. Yo soy Judas Abravanel, m¨¢s conocido hoy en el mundo con el nombre de Le¨®n Hebreo. Apenas Judas Abravanel hubo pronunciado estas palabras, muchos de la comitiva, y particularmente las damas, le cercaron para contemplarle y aplaudirle. Sus discret¨ªsimos _Di¨¢logos de amor_ eran muy admirados en la corte. La Reina, la Infanta do?a Beatriz y otras muy sabias se?oras se deleitaban leyendo en italiano aquellas tan sublimes filosof¨ªas. Todas, pues, se dieron el parabi¨¦n de que Le¨®n Hebreo no hubiera sido gravemente ofendido. El Rey, no sin meditar para mejor ocasi¨®n algo en desagravio y obsequio de Le¨®n Hebreo, hizo que, por lo pronto, dos de su guardia de a pie le acompa?asen y le escoltasen hasta su posada. Aunque Dami¨¢n de Goes hab¨ªa dicho al Rey los nombres de los dos aventureros castellanos que hab¨ªan tomado la defensa del ilustre fil¨®sofo israelita, el Rey, por distracci¨®n fingida o verdadera, y acaso por estar depriesa, no les dirigi¨® la palabra y aparent¨® no fijar la atenci¨®n en ellos. Conocedor de las m¨¢s notables alcurnias y casas de la nobleza castellana, los apellidos de Zuheros y de Simahonda sonaron mal y sordamente en sus o¨ªdos. Harto contrariado se sinti¨® de esto Morsamor. No val¨ªa la pena de remozarse y de aparecer otra vez en el mundo como resucitando o resurgiendo a nueva vida para que le desde?asen y le hiciesen tan poqu¨ªsimo caso como en la vida antigua. Un reniego, apenas articulado, brot¨® de sus labios. Morsamor, no obstante, se repuso y disimul¨® su enojo, pero Tiburcio no dej¨® de notarlo y le dijo en voz baja: --No pierdas paciencia, y ya ver¨¢s c¨®mo pronto te es propicia la fortuna. En efecto, o por benevolencia, o porque los dos aventureros le eran simp¨¢ticos, o para mitigar el desd¨¦n o descuido del Rey, Dami¨¢n de Goes estuvo afabil¨ªsimo con ellos y los movi¨® a seguirle a la iglesia del Carmen, en pos de la comitiva del Rey. Contrariado y triste se mostraba Dami¨¢n de Goes, que era muy humano y benigno, de la feroz conducta que hab¨ªa tenido la plebe lisbonense con Judas Abravanel. Esto retrajo a su memoria la horrible matanza de jud¨ªos que pocos a?os antes, siendo ¨¦l todav¨ªa muchacho, hab¨ªa hecho la plebe de Lisboa, fanatizada y enfurecida por algunos frailes y secundada por marineros de diversos pa¨ªses de cuantos barcos estaban anclados en el Tajo. Tres d¨ªas duraron el saqueo y la matanza. M¨¢s de quinientos jud¨ªos murieron quemados, y degollados cerca de dos mil. El hedor de la carne chamuscada, de los cad¨¢veres insepultos y de la sangre corrompida infectaba el aire. El Rey Don Manuel el Dichoso se hallaba entonces en ¨¦vora. Cuando volvi¨® a su capital castig¨®, severamente justo, tan cruel infamia, haciendo ahorcar a varios de los amotinados y a dos o tres de los frailes instigadores. Los jud¨ªos portugueses, y no pocos de los expulsados de Castilla que en Portugal se hab¨ªan refugiado, con mayor recelo del rencor de la plebe que confianza en el escarmiento que pudo causar el castigo, no osaban desde entonces aparecer en p¨²blico en d¨ªas de fiesta y solemnidad religiosa. Lamentable imprudencia hab¨ªa sido la de Le¨®n Hebreo. Pensando casi en alta voz, y seg¨²n iban subiendo a la iglesia del Carmen, el futuro historiador del Rey Don Manuel, m¨¢s excitado por el amor de la humanidad que por el amor de la patria, deploraba y condenaba la ferocidad de sus compatriotas contempor¨¢neos as¨ª contra los jud¨ªos en Portugal como all¨¢ en la India contra las diversas gentes, musulmanas y gentiles, que iban venciendo y sujetando. Nuestro Tiburcio, que iba al lado de Dami¨¢n de Goes, procur¨® consolarle diciendo de esta manera: --No os apesadumbr¨¦is tanto, mi buen se?or, por lo tremendos y feroces que suelen mostrarse en el d¨ªa los hombres de esta pen¨ªnsula, engre¨ªdos por sus triunfos y por su predominio en la tierra. Al cabo, no sin piadoso designio, entiendo yo que ha dispuesto la Providencia que sean las naciones de Arag¨®n, Portugal y Castilla las que prevalezcan y descuellen en esta edad, todav¨ªa algo b¨¢rbara y de costumbres poco suaves. El sentimiento y la creencia de la fraternidad y de la igualdad humanas est¨¢n m¨¢s hondamente arraigados y grabados en el coraz¨®n y en la mente de los pueblos del Mediod¨ªa de Europa que en el coraz¨®n y en la mente de los pueblos del Norte. No hay castellano, ni portugu¨¦s, que se juzgue de una raza superior; que deje de tener por hermanos suyos a los dem¨¢s hombres; pero a veces la codicia rompe este lazo fraternal, y por robar se mata, y a veces una caridad mal entendida mueve al creyente celoso a infligir duras penas temporales con el intento y buen prop¨®sito de sacar del poder del diablo y de libertar de las penas eternas a los que est¨¢n dados al diablo y son sus esclavos. Confieso que lo dicho tiene inconvenientes enormes, pero a¨²n ser¨ªa incomparablemente peor si fuese un pueblo m¨¢s soberbio quien hoy predominara. Dentro de dos o tres siglos, cuando el coraz¨®n humano se ablande mucho con la cultura, acaso sean los pueblos del Norte los que predominen sin los horrores y estragos que hoy causar¨ªa su predominio. En el engreimiento del triunfo, tendr¨ªan por evidente que eran una raza superior y nos exterminar¨ªan a todos sus pr¨®jimos no crey¨¦ndonos tales. Dentro de dos o tres siglos, seg¨²n ya he dicho, la culta filantrop¨ªa no consentir¨¢ tan horrible caso. Lo m¨¢s que podr¨¢ ocurrir, ser¨¢ que con su desd¨¦n orgulloso abatan y hundan en la abyecci¨®n a los pueblos de que se ense?oreen, y que tal vez, predic¨¢ndoles y ense?¨¢ndoles doctrinas religiosas contrarias a la fe cat¨®lica, sin el esplendor art¨ªstico y sin la pompa de sus ritos y con un concepto tremendo y duro de la justicia divina, no templada por la misericordia, entristezcan y desesperen a sus catec¨²menos y los hagan morir de aburrimiento. As¨ª presumir¨¢n ellos que, sin crueldad, van despejando de razas inferiores la superficie de nuestro planeta para que se extienda por toda ella, crezca y se multiplique la raza superior a que pertenecen. La extra?a teor¨ªa de Tiburcio no convenci¨® a Dami¨¢n de Goes, pero le hizo re¨ªr; y si no la hall¨® verdadera, la hall¨® chistosa. Morsamor, distra¨ªdo y taciturno, no prest¨® atenci¨®n a lo que Tiburcio dec¨ªa. As¨ª llegaron a la puerta de la iglesia del Carmen, y, encomendando sus caballos a sendos palafreneros de la Casa Real, que los tuvieron de la brida, entraron en la iglesia, donde se hallaban ya el Rey y todo su s¨¦quito. -IV- Poco tiempo permaneci¨® Morsamor en la iglesia. Pronto sali¨® de ella acompa?ado de Tiburcio que le segu¨ªa como su sombra. --Yo no pod¨ªa estar all¨ª--dijo Morsamor--. Aquel ambiente me sofocaba. Me consider¨¦ reo del sacrilegio m¨¢s espantoso. Fraile perjuro a sus votos imagin¨¦ que me arrojaban del santuario aquellos mismos tres ¨¢ngeles poderosos que armados de azotes y montados en fant¨¢sticos corceles, arrojaron del templo de Jerusal¨¦n, para que no le profanase, al imp¨ªo Heliodoro, ministro del rey de Siria. --Mucho exageras tu pecado y el castigo que merece--contest¨® Tiburcio--. Te atormentas en demas¨ªa. Es muy excepcional tu situaci¨®n. T¨² debes ser tambi¨¦n excepcionalmente juzgado. Tu vida de ahora es vida nueva por completo. Tu remozamiento casi es resurrecci¨®n. Desecha remordimientos vanos. No te tengas por la misma persona que hizo sus votos en el convento de Sevilla. Cree m¨¢s bien que eres el hijo de aquel fraile, que te engendr¨® antes de entrar en la regla, y hasta que eres el nieto de aquel otro aventurero Morsamor que andaba por el mundo en el reinado de Enrique IV de Castilla. Morsamor replic¨®: --Quiero suponer que tienes raz¨®n en lo que dices. Me serenar¨¦; me aquietar¨¦ crey¨¦ndome otro del que era. Algo hay, no obstante, que me amarga y emponzo?a esta nueva vida y me persuade de que soy el mismo: el desd¨¦n, el menosprecio con que todos me miran. Con rapidez ha pasado por mi alma, pero dejando en ella doloroso rastro como si fuese metal derretido, un abominable pensamiento. Si yo me hubiese lanzado de s¨²bito sobre ese rey presuntuoso que me desde?aba, y le hubiese dado violenta muerte, de s¨²bito tambi¨¦n hubiera salido yo de la insignificante obscuridad en que me veo y las diez mil voces de la Fama hubieran llevado mi nombre por el mundo todo. --Menester es--interpuso Tiburcio--que deseches esa rid¨ªcula y constante preocupaci¨®n de que no te hacen caso. El tenerla ha sido hasta hoy causa principal de que no te le hagan. Tal preocupaci¨®n proviene de sobra de vanidad y de falta de orgullo. Quien anhela que le hagan caso es quien no est¨¢ seguro de su propio valer. Ora duda de ¨¦l y quiere que los extra?os confirmen y acrediten que le tiene; ora en el fondo de su atribulada conciencia se ve ruin, necio y para poco, y aspira sin embargo, a imponerse, enga?ando al mundo. Al orgulloso, al que hace alta estimaci¨®n de s¨ª propio, poco o nada le preocupa la estimaci¨®n de los dem¨¢s. Si no le estiman es porque no le comprenden. Y si le estiman, todo el caso que hagan de ¨¦l no aumentar¨¢ en un escr¨²pulo, en un ¨¢tomo, la importancia que ¨¦l se atribuye. En lo antiguo, entre los gentiles, era muy frecuente esa preocupaci¨®n que t¨² tienes ahora. Sin duda por el af¨¢n de lucirse y de inmortalizarse, as¨ª como Er¨®strato incendi¨® el templo de Diana en Efeso, hubo muchos que, sinti¨¦ndose ruines, amaron la celebridad m¨¢s que la vida, y no por amor a la libertad y a la patria, sino por amor de la vanagloria, dieron muerte a sendos reyes o tiranos. El gran sat¨ªrico de Roma lo consigna en sus versos: _Pocos son los tiranos y los reyes que descienden al infierno con muerte sosegada y pac¨ªfica y sin violencia ni sangre_. La religi¨®n de Cristo ha mitigado este furor de celebridad. Acaso llegue un d¨ªa en que las creencias sean menos firmes, y entonces movidos los miserables por la sed de nombrad¨ªa, volver¨¢n a intentar o a perpetrar cr¨ªmenes que los levanten sobre los dem¨¢s hombres, aunque sea en el pat¨ªbulo. Tiene de bueno la humildad cristiana, que es de todo punto contraria a la vanidad avini¨¦ndose con el orgullo recto y sano. Despu¨¦s de exclamar, con el muy elocuente Obispo de Hipona: _?Gran cosa es el hombre hecho a imagen y semejanza de Dios!_, ?qui¨¦n ha de preocuparse de que en esta baja tierra le hagan o no le hagan caso? Si ha de consistir nuestra aspiraci¨®n en _ser perfectos como nuestro Padre que est¨¢ en el cielo_, ?qu¨¦ a?aden a la suma de lo perfectible las vulgares alabanzas y los honores mundanos? El buen imitador de Cristo se muestra sin duda muy humilde, pero es con relaci¨®n al Dios que ama y adora. Postrado ante su Dios es despreciable pecador, es vil gusano, pero esa misma humillaci¨®n le encumbra luego. El humilde Francisco de As¨ªs sube al cielo, y, si hemos de dar fe a la revelaci¨®n que tuvieron sus hijos espirituales, fue a sentarse en el esplendoroso y elevad¨ªsimo trono que dej¨® all¨ª vacante Lucifer despu¨¦s de su rebeld¨ªa. Y no dilato m¨¢s mi razonamiento. B¨¢steme concluir aconsej¨¢ndote que no hagas el menor caso de que te hagan o de que no te hagan caso. La estimaci¨®n se la da uno mismo sin necesidad de que se la d¨¦ nadie. Otras son las mil cosas materiales e inmateriales que est¨¢n fuera de nosotros y que fuera de nosotros es menester buscar y hallar. Como ejemplo de las inmateriales pongo el amor. Ya encontrar¨¢s t¨² quien te ame. Como ejemplo de las materiales, casi como cifra y compendio de todas ellas, pongo el dinero, y ese le tenemos en abundancia, gracias a la espl¨¦ndida munificencia del Padre Ambrosio. Al¨¦grate pues, y ten pecho ancho. Ya el Padre Ambrosio, en su previsora sabidur¨ªa, habr¨¢ dispuesto los sucesos de tal manera que pronto te atiendan, no como fin, pues basta que te atiendas t¨², sino como medio de realizar otros fines. Aqu¨ª llegaba Tiburcio en su singular perorata, cuando sali¨® de la iglesia un viejo venerable, ricamente vestido, como muy principal hidalgo que era. Y par¨¢ndose delante de Morsamor y mir¨¢ndole de hito en hito con jubilosa sorpresa, le dijo: --Sois, se?or, el vivo retrato, no s¨¦ si de vuestro padre o de vuestro abuelo, a quien conoc¨ª y trat¨¦ har¨¢ ya medio siglo, pero cuya imagen est¨¢ grabada en mi memoria con rasgos indelebles. Le deb¨ª primero franca, leal y cari?osa amistad y despu¨¦s, la vida. Yo me llamo Duarte y soy hijo del heroico Pedro de Menda?a, quien despu¨¦s de la batalla de Toro se mantuvo tanto tiempo en el castillo de Castronu?o, contra todo el poder de Castilla. Un valeroso aventurero de aquella naci¨®n, cuyo nombre era como el vuestro Miguel de Zuheros, y cuyo sobrenombre de guerra era tambi¨¦n Morsamor, fue en aquel castillo mi constante compa?ero de armas. Audaces correr¨ªas hicimos a menudo en el pa¨ªs enemigo. Talamos sus panes, saqueamos alquer¨ªas y granjas y volvimos no pocas veces a nuestra fortaleza cargados de bot¨ªn riqu¨ªsimo. En una de estas excursiones, que no olvidar¨¦ nunca, nos cerc¨® gran golpe de villanos armados y de gente guerrera a caballo. All¨ª me derribaron del m¨ªo, asaz mal herido, y all¨ª hubiera muerto yo, si Morsamor no me defiende con extraordinario br¨ªo. ¨¦l pudo rechazar por algunos instantes a los que nos cercaban, ponerme con incre¨ªble ligereza a las ancas de su corcel, y huir conmigo a todo escape entre un diluvio de flechas y de balas. As¨ª pudimos refugiarnos en el castillo de Castronu?o. Poco tiempo despu¨¦s desaloj¨® mi padre el castillo en virtud de muy honrada y ventajosa capitulaci¨®n. Siete mil florines cobr¨® mi padre del castellano por el favor que le hizo de abandonar la fortaleza y de volverse a su patria. Entonces nos separamos de Morsamor que se qued¨® en Castilla. Como yo le debo tanto, jam¨¢s he podido olvidarle, aunque no volv¨ª a verle ni a saber de ¨¦l despu¨¦s. Ya en aquella ¨¦poca era ¨¦l, sin duda, de mayor edad que t¨² ahora. Precoces arrugas surcaban su rostro, y en sus cabellos y en su barba, negros como la endrina, blanqueaban bastantes hilos de plata. Morsamor era m¨¢s joven, pero aparentaba tener m¨¢s de cuarenta a?os. T¨² resplandeces ahora en juventud lozana. Acaso no hayas cumplido a¨²n los veinticinco. Entiendo, pues, que no eres el hijo, sino el nieto de mi salvador y amigo de tu mismo nombre. Perm¨ªteme que reanude contigo los lazos de aquella amistad, que te pague la deuda de mi gratitud y que estrechamente te abrace. Morsamor se dej¨® abrazar y abraz¨® tambi¨¦n con efusi¨®n a Duarte de Menda?a, recordando el beneficio que le hizo, aunque aceptando que el bienhechor no hab¨ªa sido ¨¦l, sino su abuelo. --As¨ª es mejor--dijo Tiburcio riendo y por lo bajo--. As¨ª te triplicas y de ti mismo te forjas antepasados. As¨ª te asemejas a cierto mercader que el Padre Ambrosio conoci¨® en Roma, de quien contaba que se hizo retratar en escultura y en pintura, con trajes de todas las edades, hasta de aquella en que florecieron los Scipiones y los Favios. Con tan buena ma?a se form¨® larga serie de progenitores ilustres. Como quiera que ello fuese, el reconocimiento que Duarte de Menda?a hizo de Morsamor, le sirvi¨® de mucho, allan¨® dificultades, disip¨® recelos e hizo que el Rey le hablase y le recibiese en su corte. -V- Recibidos ya en la corte Morsamor y su doncel Tiburcio, lograron pronto ser estimados y queridos. Las fiestas de todo g¨¦nero se suced¨ªan entonces sin un momento de descanso. El Rey quer¨ªa celebrar el concertado enlace de su hija la Infanta do?a Beatriz con el Duque de Saboya, y anhelaba deslumbrar a los embajadores de aquel potentado, que iba a ser su yerno, con el lujo, la magnificencia y el esplendor de la capital de sus dominios. El tiempo volaba sin sentir en medio de tantos deleites. Hubo brillantes saraos, festines, cacer¨ªas y giras campestres variadas y amenas. Tiburcio, que era muy alegre y decidor, divert¨ªa y regocijaba a las damas y ten¨ªa con ellas mucho partido. No alcanzaba tanto favor con los hombres. Tal vez le envidiaban muchos. Tal vez se dol¨ªan otros de la insolente suerte con que les ganaba el dinero cuando jugaban a los dados. De todos modos, aunque era muy lucido el papel que Tiburcio hac¨ªa, Morsamor se adelantaba en lucimiento y obten¨ªa aplausos mayores. Muy celebrado fue Tiburcio por la serenidad y la destreza con que en una monter¨ªa a caballo, hiri¨® con su rej¨®n un enorme y espumante jabal¨ª, dej¨¢ndole muerto. Pero Morsamor a¨²n fue m¨¢s aplaudido, porque, en cerrado coso, a caballo, y armado tambi¨¦n de fr¨¢gil bast¨®n en cuya extremidad hab¨ªa acicalado hierro, lidi¨® y mat¨® bravos toros entre las entusiastas aclamaciones de caballeros y de damas. Sin duda entonces hubo de prendarse de Morsamor do?a Sol de Qui?ones. Lo cierto es que ¨¦l se prend¨® de ella, hizo gala de que la serv¨ªa y visti¨® sus colores. Cuando se dispuso que hubiese tambi¨¦n algo a modo de justas, donde los caballeros luciesen su habilidad en varios ejercicios a la jineta, corriendo sortijas y tirando bohordos, Morsamor quiso tomar parte en las justas y lucir en ellas una empresa significativa de los sentimientos amorosos que do?a Sol le hab¨ªa inspirado. Consultado sobre el caso a Tiburcio, que de todo entend¨ªa, Tiburcio hubo de decirle que no le parec¨ªa mal su prop¨®sito, con tal de que la empresa no fuese sobrado jactanciosa, ni tampoco muy clara ni muy obscura, sino dotada de la discreci¨®n conveniente y con lema, mote o divisa de notable concisi¨®n y m¨¢s bien en lat¨ªn que en idioma moderno. Tiburcio a?adi¨® luego: --Esto de las empresas es usanza muy agradable y muy seguida en el d¨ªa. No hay pr¨ªncipe, ni monarca, ni valiente y enamorado caballero que no guste ahora de salir luciendo alguna empresa, ya en su sobreveste, ya en su bandera o estandarte, ya en la cimera de su yelmo. Algunas de estas empresas han sido y son muy celebradas por el tino y primor con que expresan el pensamiento, la intenci¨®n o el valer de quien las usa. De aqu¨ª que varones muy doctos no han desde?ado inventarlas, sino que lo han tenido a mucha gloria. De Antonio de Nebrija, egregio maestro en Castilla de letras humanas, se cuenta que invent¨® la empresa del Rey D. Fernando el Cat¨®lico, la cual era el nudo gordiano, desbaratado y roto por la mano y espada de Alejandro, con un letrero que dec¨ªa: Tanto monta, o sea que es lo mismo romper que desatar. Y m¨¢s tarde el Sr. Luis Marliani, Obispo de Tuy y m¨¦dico y matem¨¢tico insigne, invent¨® empresa todav¨ªa mejor, para el C¨¦sar Carlos V, reemplazando el eslab¨®n de Carlos el Atrevido, Duque de Borgo?a. Y fue y es la tal empresa la representaci¨®n de las columnas de H¨¦rcules, con esta letra: _Plus ultra_; breves, elocuentes y sublimes palabras, que evocan en la mente de quien las lee la inmensidad del Oc¨¦ano, las islas y los continentes inc¨®gnitos, el nuevo mundo en suma, descubierto y dominado por la tenacidad, la osad¨ªa y la ventura de los hijos de Iberia. Empresas pol¨ªticas son estas; pero tambi¨¦n los galanes enamorados han solido inventar en ocasiones muy graciosas y gentiles empresas. Veamos si a ti se te ha ocurrido alguna que merezca elogio y que convenga a tus fines. Morsamor contest¨®: --En verdad, se me ha ocurrido una empresa, que me parece bien. Si peca por algo, es por ser sobrado clara. Pongo yo un campo dividido en qui?ones o suertes, pero que nadie puede cultivar ni gozar porque le rodea una salamandra que en torno del campo se enrosca. Y en el centro hay un sol de oro cuyos rayos enamoran a la salamandra a par que la queman. Y de la boca de la salamandra sale una cinta que va hacia el sol y lleva este escrito: _En ti vivo, muero y ardo_. Tiburcio no pudo menos de hallar la empresa sutil e ingeniosa; pero como era muy franco y dec¨ªa su parecer sin rodeos y aconsejaba con toda libertad, habl¨® a Morsamor de esta suerte: --De perlas encuentro yo todo eso. He de permitirme, no obstante, hacer algunas observaciones, y aun de atreverme a aconsejarte y amonestarte, pues aunque novicio y m¨¢s joven que t¨², soy como el apoderado y representante del sapient¨ªsimo Padre Ambrosio, en cuyo nombre hablo. Declaro, pues, en su nombre, que estos enamoramientos son un tanto cuanto pueriles y pueden ser perjudiciales. ?Has venido acaso a nueva vida por la virtud pasmosa de la ciencia para volver a las andadas e incurrir (perd¨®name que as¨ª las califique) en las mismas locuras y sandeces de tu vida anterior? T¨² te has remozado para acometer grandes empresas que honren y glorifiquen a ti y a todo el linaje humano y no para enamorarte como un bobo de una damisela entonada y cogotuda que acabar¨¢ por apartarse de s¨ª con melindroso desprecio cuando se satisfaga y harte su amor propio de recibir adoraciones. Si yo creyese como Pit¨¢goras que las almas transmigran y que van sucesivamente informando distintos cuerpos, lo que recelo que pasa en ti, me inclinar¨ªa a entender que de nada vale la tal transmigraci¨®n para el adelanto de las almas. Aunque tuvi¨¦semos siete vidas como los gatos, har¨ªamos en la s¨¦ptima simplezas no menores que en la primera y dar¨ªamos id¨¦nticos tropiezos y ca¨ªdas. Nada censurar¨ªa yo si se limitasen estos amor¨ªos a ser un galante y fugaz pasatiempo, pero los hallo muy mal si son serios. El inaudito esfuerzo que el Padre Ambrosio hizo para remozarte, no debe tener tan mezquino resultado. --Tu amonestaci¨®n--contest¨® Miguel de Zuheros--es infundada y hasta perversa. Blasfemas calificando de sandio y de mezquino al amor, germen fecundo de virtudes y de grandes acciones. Acu¨¦rdate de la divina f¨¢bula de Esopo. Amor baj¨® del Olimpo para consolar al linaje humano. En el banquete de los dioses falt¨® la antigua alegr¨ªa porque Amor estaba ausente. Amor volvi¨® entonces al cielo y rara vez y muy de pasada acude al mundo, donde sus menores hermanos, hijos de las ninfas, toman su apariencia y le imitan hiriendo las almas vulgares. Pero el verdadero y celeste Amor hiere las almas escogidas, e hiri¨¦ndolas, las habilita y dispone para llevar a cabo las m¨¢s altas haza?as. De este celeste Amor imagino y pretendo yo estar herido. ?En qu¨¦ contrar¨ªa, en qu¨¦ desluce o esteriliza semejante enamoramiento el prop¨®sito que pudo tener el Padre Ambrosio al remozarme? --Mucho podr¨ªa yo argumentar en contra--replic¨® Tiburcio--. Para impulso de grandes haza?as, preferir¨ªa yo en ti el amor de la gloria, el de la patria, el de todo el humano linaje, el de Dios mismo y no el de una mujer cualquiera. Tal amor tiene no poco de idolatr¨ªa. T¨² te le finges espiritual y alambicado, mas yo sospecho que no lo es. Yo le creo nacido del consorcio de tu vanidad mundana con cierto prurito que proviene sin duda de que al Padre Ambrosio se le fue la mano cuando compuso la poci¨®n preparatoria que te propin¨® antes de remozarte, vertiendo en ella en demas¨ªa cierto ingrediente: el zumo de las mandr¨¢goras con que L¨ªa apartaba a Jacob de Raquel y le atra¨ªa a su regazo. --Inveros¨ªmil parece--interpuso Morsamor--que t¨², siendo tan mozo, dudes de lo verdaderamente po¨¦tico o m¨¢s bien lo niegues, entreg¨¢ndote a cavilaciones diab¨®licas. --?Qui¨¦n sabe?--dijo Tiburcio--. Posible es que tenga yo algo de diablo, pero, aun as¨ª, yo ser¨ªa siempre un diablo muy puesto en raz¨®n y muy juicioso. Sin enojo oy¨® Morsamor las amonestaciones de Tiburcio, pero no atendi¨® a sus consejos y sigui¨® pretendiendo y rindiendo culto a do?a Sol de Qui?ones. En las justas figur¨® con brillantez y luci¨® la empresa que ¨¦l mismo nos ha descrito. Hubo en palacio otra magn¨ªfica fiesta. El egregio poeta Gil Vicente hab¨ªa compuesto un auto aleg¨®rico y mitol¨®gico para celebrar la boda de la Infanta y desearle toda ventura en su viaje a los Estados de su esposo. El auto se represent¨® en palacio con gran lujo y primor en los adornos y vestimentas de cuantos farsantes figuraron en ¨¦l. Nada menos que la Divina Providencia toma las convenientes medidas y lo apercibe todo para que la navegaci¨®n de la reci¨¦n desposada sea pr¨®spera, decorosa y grata. A este fin llama a J¨²piter y le encomienda el asunto. J¨²piter entonces convoca y re¨²ne a las divinidades de los mares y de los vientos y con ellas arregla y ordena tan benignamente las cosas que la Infanta puede llegar al puerto de Villafranca, sana, salva y complacida, como lleg¨® en efecto. El lindo y candoroso auto de Gil Vicente se titula _Cortes de J¨²piter_, y fue muy aplaudido por el noble auditorio. Pero, en medio de los aplausos, no faltaron cortesanos y damas que en voz baja hablasen de un sujeto cuya ausencia no extra?aban aunque hac¨ªan sobre ella comentarios, tal vez piadosos, tal vez malignos. Era este sujeto el trovador Bernard¨ªn Riveiro, estimado como nuevo Mac¨ªas. Nadie ignoraba su audacia, su fervoroso amor a do?a Beatriz. Y no pocos cre¨ªan que ella hab¨ªa correspondido a aquel amor con afecto tan puro como vehemente. Por cierta se daba la desesperaci¨®n de Bernard¨ªn Riveiro al ver que iba a ausentarse el alto objeto de su adoraci¨®n y de su culto. ?D¨®nde habr¨ªa ido Bernard¨ªn Riveiro a ocultar su dolor o m¨¢s bien a darle en la soledad rienda suelta? Esto se preguntaban los caballeros y las damas, si bien se lo preguntaban como profundo misterio que todos sin embargo sab¨ªan. De lo que tal vez se dudaba era de si compart¨ªa do?a Beatriz la pena del trovador, de si engre¨ªda con la pompa nupcial y con su triunfo, no se cuidaba de aquella pena o de si la convert¨ªa en su coraz¨®n en melancol¨ªa suave, en algo a modo de ensue?o dulce, triste y vago que la brillante realidad iba desvaneciendo como se desvanece la p¨¢lida luz de las estrellas ante el alegre esplendor de la rosada aurora. Como quiera que fuese, la Infanta do?a Beatriz, acompa?ada de los embajadores, de su esposo y de gran comitiva de damas y de se?ores ilustres de la primera nobleza de Portugal, parti¨® al fin de Lisboa para Villafranca de Niza. El Rey, su padre, y la se?ora Reina fueron embarcados hasta el convento de Bel¨¦n para despedirla. Y de all¨ª zarp¨® la magn¨ªfica armada de dieciocho bajeles, tan poderosos y bien artillados que, como dice Gil Vicente en su auto, no pod¨ªan menos de hacer temblar al turco. A poco de la partida de la Infanta do?a Beatriz, la corte se fue a Cintra, deliciosa residencia de verano. Morsamor, como gran forastero, sigui¨® a la corte, acompa?ado de su doncel Tiburcio. A¨²n no hermoseaban a Cintra los espl¨¦ndidos bosques de camelias que le prestan hoy tan singular atractivo. En la m¨¢s elevada cumbre de sus montes no resplandec¨ªa a¨²n restaurado el castillo que llaman de la Pe?a, donde el maravilloso ingenio art¨ªstico del Rey D. Fernando, consorte de do?a Mar¨ªa de la Gloria, ha mostrado su inspiraci¨®n y lucido su inventiva, labrando la piedra con mil primorosos caprichos y dando ser a un extra?o monumento arquitect¨®nico que m¨¢s que de hombres parece vivienda de silfos y de hadas. Cintra, no obstante, era entonces tan encantadora como en el d¨ªa. Aquellos cerros, que estriban en el Atl¨¢ntico y forman el promontorio m¨¢s occidental de Europa, parec¨ªan tener, en edad de tanto predominio y triunfo de los portugueses, un simb¨®lico significado; eran el trono de flores y de perenne verdura, donde hab¨ªa venido a sentarse el Genio de Portugal para derramar luz sobre el Mar Tenebroso, abrir nunca hollados caminos y extender su conocimiento y su dominaci¨®n por los m¨¢s apartados pa¨ªses y entre los m¨¢s diversos pueblos. Flora y Pales han prodigado sus tesoros en aquellos sitios. Arroyos de agua cristalina fecundan por donde quiera el suelo y dan grata frescura al ambiente, embalsamado por la esencia olorosa de una vegetaci¨®n exuberante. ¨¢rboles lozanos y gigantescos crecen hasta en los m¨¢s elevados picos, arraigan hasta en las hendiduras de las pe?as y forman enramadas y verde b¨®veda sobre los mil senderos y veredas que cruzan los valles y que serpentean por la falda de los cerros, dibuj¨¢ndose como bordado de oro sobre el florido manto y sobre la mullida alfombra de hierba fresca que por todas partes se extiende. Adem¨¢s del regio alc¨¢zar, ya hab¨ªa entonces en Cintra no pocos palacios y quintas de particulares ricos y no faltaban hospeder¨ªas donde los extranjeros pudieran albergarse. -VI- Do?a Sol y algunas otras damas de palacio hab¨ªan acompa?ado a la Reina a Cintra. Natural era que hubiesen acudido all¨ª tambi¨¦n los galanes que a estas damas serv¨ªan. Algo me incumbe decir aqu¨ª de que me pesa por dos razones. Es la primera, que lo que yo diga como historiador ver¨ªdico redunda quiz¨¢ en menoscabo, aunque ligero, de la alta opini¨®n que de do?a Sol debe tenerse. Y es la segunda que no acierto a decirlo, sin grandes rodeos y per¨ªfrasis, a no valerme de t¨¦rminos o vocablos disonantes por su anacronismo. Nadie ignora en el d¨ªa lo que significa coquetear. Otro verbo nov¨ªsimo se va introduciendo ya en nuestro idioma, verbo que no s¨¦ bien si expresa la misma acci¨®n del coqueteo o si tiene un leve diferente matiz, que se opone a la completa sinonimia. Flirtear es el verbo nov¨ªsimo. Perm¨ªtaseme, pues, que, desechando mis escr¨²pulos morales y ling¨¹¨ªsticos, me atreva a declarar aqu¨ª que do?a Sol era muy inclinada a coquetear o a flirtear y que con Morsamor hab¨ªa coqueteado o flirteado mucho. El anhelo de ser servidas y adoradas es tan poderoso en las mujeres, aun en las m¨¢s recatadas y honestas, que las mueve a atropellar muchos respetos y a ponerse en ocasi¨®n de graves dificultades y compromisos. Sin duda no fue amor lo que Miguel de Zuheros inspir¨® a aquella dama: fue s¨®lo sobrada y muy po¨¦tica estimaci¨®n de su gallarda apostura, elegancia, bizarr¨ªa y ameno trato. Pero, al distinguir a Morsamor con inocentes favores, al atraerle con blandas sonrisas y con apenas perceptibles, fugaces y dulces miradas, y al mostrarse con ¨¦l m¨¢s conversable y benigna que con los otros hombres, do?a Sol hizo que ¨¦l se engriese y se juzgase correspondido. Do?a Sol entonces hubo de asustarse de su poca prudencia, y deseosa sin duda de cortar las alas a los atrevidos pensamientos que ella misma hab¨ªa hecho nacer en el alma de Morsamor, apel¨® a un recurso, empleado con harta frecuencia, aunque por dem¨¢s peligroso. Para que Miguel de Zuheros reconociese que no era amor lo que por ¨¦l sent¨ªa, sino gratitud a sus rendimientos y obsequios y cierta vaga e indecisa predilecci¨®n do?a Sol atrajo y cautiv¨®, aunque con menos marcados favores, con menos blandas sonrisas y con miradas menos dulces y m¨¢s fugaces, a otro caballero de los que en la corte asist¨ªan. El remedio fue peor que la enfermedad. El nuevo gal¨¢n semi-favorecido fue Pedro Carvallo, hidalgo poco sufrido y en extremo orgulloso por las riquezas y por la fama de valiente soldado que de la India hab¨ªa tra¨ªdo. Pedro Carvallo era adem¨¢s infatigable emprendedor en conquistas amorosas de todo linaje. Con igual ah¨ªnco acomet¨ªa la m¨¢s f¨¢cil como la m¨¢s dif¨ªcil empresa, y ya le hemos visto aparecer en esta historia acompa?ando a la c¨¦lebre aventurera italiana Donna Olimpia de Belfiore. Con gusto entr¨® Pedro Carvallo en m¨¢s arduo y noble empe?o. Y sobre el contento y la satisfacci¨®n de amor propio que por enamorar a tan bella e ilustre dama se promet¨ªa, hubo de prometerse tambi¨¦n desbancar y humillar a aquel castellano intruso, a quien sin saber porqu¨¦, puede ser que por envidia, hab¨ªa cobrado odio desde que le vio por vez primera. Pedro Carvallo, no obstante, dist¨® mucho de conseguir su prop¨®sito. Do?a Sol no le favoreci¨® sino hasta el punto de hacer notar que su afecto hacia Morsamor no era exclusivo, y sigui¨® otorgando a Morsamor favores m¨¢s marcados y preferencia m¨¢s clara. As¨ª acrecent¨® y emponzo?¨® do?a Sol en el alma de Pedro Carvallo el enojo que Morsamor le Inspiraba. Y como Pedro Carvallo era poco circunspecto y muy jactancioso y no sab¨ªa refrenar la lengua, habl¨® en varios sitios y con no pocas personas, contra el aventurero castellano y hasta lleg¨® a decir que le provocar¨ªa, le retar¨ªa y le dar¨ªa muerte. Nadie, por fortuna, llev¨® a los o¨ªdos de Morsamor tales fieros y jactancias. Pero la Reina, con la propia condici¨®n de mujer, y m¨¢s a¨²n de la que vive retra¨ªda y desocupada, se complac¨ªa en saber todas las intrigas y sucesos, sobrando siempre damas de la servidumbre que se empleasen a porf¨ªa en averiguarlos y en cont¨¢rselos luego. Pronto, pues, supo la Reina la rivalidad de Pedro Carvallo y de Morsamor, as¨ª como las coqueter¨ªas de do?a Sol que la hab¨ªan causado. La Reina no tard¨® entonces en reprender severamente a su dama favorita. Do?a Sol se arrepinti¨®, llor¨® y prometi¨® enmendarse. Hizo examen de conciencia y crey¨® sacar en limpio del examen que no amaba aunque agradec¨ªa; que la hab¨ªan deleitado y lisonjeado el acatamiento y las finuras amorosas de ambos galanes, pero que no estaba prendada de ninguno de ellos y que sin pena quer¨ªa y pod¨ªa despedir al uno y al otro. Entre tanto, en Cintra no era como en Lisboa. En Cintra no hab¨ªa en palacio grandes fiestas, sino ¨ªntimas reuniones. Morsamor y Pedro Carvallo no eran de los ¨ªntimos, no iban a palacio y en balde procuraban acercarse y hablar a do?a Sol, a quien s¨®lo ve¨ªan rara vez y desde lejos. No por eso desist¨ªan ellos de sus pretensiones. Muy pertinaces y tercos eran los dos. La Reina acab¨® por enfadarse de encontrarlos siempre a su paso cuando sal¨ªa del alc¨¢zar e iba a cualquiera parte. El temor de que sobreviniese un conflicto aumentaba su enfado. La Reina volvi¨® entonces a reprender a do?a Sol y esta aleg¨® que ya no ten¨ªa culpa. Y al cabo para mostrar mejor que no la ten¨ªa y para lograr que acabasen aquellos obstinados galanteos, concert¨® con la Reina el medio que le pareci¨® m¨¢s prudente. Do?a Sol no pod¨ªa escribir decorosamente a ninguno de los dos galanes ni para despedirlos siquiera. El encargado de todo, por la Reina misma, fue el anciano Duarte de Menda?a, que ten¨ªa empleo en palacio y que hab¨ªa sido el que introdujo a Morsamor en la corte, seg¨²n ya referimos. Duarte de Menda?a se apresur¨® a cumplir con su comisi¨®n. Visit¨® primero a Pedro Carvallo, le enter¨® del enfado de la Reina y en nombre de su Alteza y con pleno y libre consentimiento de do?a Sol, le intim¨® que desistiese de sus pretensiones y persecuciones. Duarte de Menda?a, m¨¢s severamente a¨²n y con no menor recato, habl¨® con Morsamor, le rob¨® de parte de do?a Sol toda esperanza de ser amado de ella y le exigi¨® que no siguiese pretendi¨¦ndola. Grandes fueron el pesar y la rabia de Morsamor luego que recibi¨® tan mal recado. Con descompuestos ademanes, el entrecejo fruncido y crispados los pu?os, acudi¨® Morsamor a su confidente Tiburcio para desahogarse hablando del caso. -VII- Con entrecortadas y r¨¢pidas frases refiri¨® Morsamor a Tiburcio su conversaci¨®n con Duarte de Menda?a. Luego a?adi¨® Morsamor: --Ya ves cu¨¢n cruel ha sido mi desenga?o. Casi me arrepiento de haber querido volver a ser joven. Viejo y retirado del mundo, ni yo me enamoraba de nadie ni nadie me desde?aba. ?Qu¨¦ puedo yo ser en esta nueva vida sino el arrendajo miserable, la mal trazada copia del pobre Bernard¨ªn Riveiro? --C¨¢lmate, Miguel, y no imagines que debes ser copia de original tan menguado y atribulado. Yo top¨¦ con ¨¦l varias veces y me dio l¨¢stima y grima el verle. Ya iba cruzando por entre las bre?as e intern¨¢ndose en lo m¨¢s esquivo, ya emulando con las cabras monteses, saltaba por esos vericuetos. Dos o tres veces pas¨® cerca de m¨ª y me caus¨® horror. Rota y manchada la vestidura y enmara?ado el cabello, m¨¢s parece fiera que hombre. Seguro estoy de que en las venideras edades no han de creer y han de negar los cr¨ªticos juiciosos estos rid¨ªculos desatinos; pero yo los he visto y no puedo negarlos. Bernard¨ªn Riveiro, por otro lado, tiene alg¨²n fundamento para hacer lo que hace. La Infanta hab¨ªa correspondido a su pasi¨®n; le hab¨ªa querido y hab¨ªa dejado de quererle, pues se cas¨® con otro. T¨² distas mucho de hallarte en el mismo caso. Ni do?a Sol es Infanta, ni do?a Sol te ha querido nunca, ni inspirado t¨² por do?a Sol has de escribir ¨¦glogas, canciones, romances e historias en prosa que te inmortalicen. Dado que le imitases, s¨®lo imitar¨ªas a Bernard¨ªn Riveiro en lo tonto. Ser¨ªas la v¨ªctima candorosa de ciertas invenciones po¨¦ticas, falsas o exageradas, que deleitan mucho en el d¨ªa, como, por ejemplo, la famosa _Questi¨®n de Amor_. Indigno de ti y m¨¢s que rid¨ªculo ser¨ªa que te empe?ases en traer a la vida real los ensue?os de la fantas¨ªa y en convertir las flores ret¨®ricas en hechos. Bien est¨¢ que se diga: El primer d¨ªa que os vi tan mortal fue mi ferida que en veros qued¨¦ sin vida y el vivir se vio sin m¨ª. Y todav¨ªa me parece mejor, m¨¢s alambicado y m¨¢s agudo, aquello otro que con tintas variantes suele repetirse: Morir a vivir prefiero; y de tu beldad cautivo, o no vivo porque vivo o muero porque no muero. No creas que no me deleitan estas y otras coplas parecidas. Son muy ingeniosas. Pero del dicho al hecho, hay gran trecho. Y el Padre Ambrosio tendr¨ªa una desaz¨®n enorme si viese frustrado el buen ¨¦xito de su ciencia pasmosa y que no hab¨ªa valido el remozarte sino para que t¨² hicieses sin raz¨®n la parodia de Beltenebros en la Pe?a pobre. Si es verdad lo que se refiere de D. Enrique de Villena, yo me complazco en esperar que no salga jam¨¢s de la redoma a vivir segunda vida para incurrir en las mismas necedades que hizo en la primera. Escarmienta t¨² en el caso del monje Te¨®filo, cuya historia nos refiri¨® el poeta Berceo, y escarmienta en otros casos de algunos sujetos que ya se remozaron con el auxilio del demonio y no disparates como ellos disparataron. Considera que t¨² tendr¨ªas menos disculpa, porque no te has dado al demonio como se dieron ellos y porque esta juventud nueva, que te ha ca¨ªdo encima como llovida del cielo, no se debe a Satan¨¢s, sino a ciencia y arte muy sanas. Indispensable es, por consiguiente, que t¨² te conserves sano tambi¨¦n, que mires por tu gloria, que aproveches la ocasi¨®n que de alcanzarla se te ofrece y que no hagas muchas tonter¨ªas. L¨ªcito te ser¨¢, a mi ver, hacer algunas, por distracci¨®n y como de pasada, pero tu mira principal debe ponerse muy alto. --Tan conforme estoy contigo en lo esencial--dijo Morsamor--que tu serm¨®n es in¨²til porque predicas a un convertido. Antes que todo y sobre todo yo quiero gloria y harto sabes t¨² cuan dispuesto y apercibido estoy a buscarla. Concertado lo tengo todo con los ricos mercaderes genoveses Gabriel Adorno y Gaspar Salvago. La gruesa nave que ellos han fletado y con real privilegio han cargado de mercanc¨ªas nos aguarda ya en Cascaes, pronta a zarpar para la India. Las direcciones n¨¢utica y mercantil est¨¢n encomendadas por dichos mercaderes a un h¨¢bil piloto y a un administrador inteligente, pero yo he de ser el verdadero capit¨¢n de la nave y el que gobierne y ordene en ella cuanto importe a la defensa de las riquezas que conduce y cuanto sea menester para castigar y arrollar a los enemigos de la fe de Cristo, mahometanos o id¨®latras, que se atraviesen en nuestro camino. Iremos con la expedici¨®n que manda a Oriente el Rey D. Manuel y estaremos a las ¨®rdenes de su almirante y de su virrey, pero gozaremos de cierta independencia que yo sabr¨¦ hacer mayor cuando conviniere. Acaso ma?ana mismo nos podremos ya dar a la vela. ?Qu¨¦ inconveniente hubiera habido en que yo, en vez de salir desde?ado, saliese alentado por el favor de una dama, se?ora de mis pensamientos, por sus promesas de ser m¨ªa cuando yo volviese triunfante y por el anhelo de acometer y dar cima a grandes haza?as para poner a sus pies mis laureles y mis trofeos? --Bello era tu plan--replic¨® Tiburcio--pero de falsa y vana belleza. Un gran prop¨®sito se empeque?ece cuando se subordina a fin peque?o. Por la patria a que perteneces, por la raza de hombres, cuya religi¨®n, cultura y lenguaje sostienes y defiendes, por amor de todo el humano linaje, por el af¨¢n de lograr altos fines a que puedes creerte como fadado y predestinado, comprendo que no haya empresa a que no te aventures; comprendo que todas ellas sean sublimes por la elevaci¨®n del t¨¦rmino que t¨² les busques. Pero, si todo se hace por lisonjear la vanidad de una dama, todo ser¨¢ tambi¨¦n vanidad y lisonja, y nada serio habr¨¢ en ello ni digno de var¨®n discreto y prudente. Extra?os fueron a los sandios enamoramientos que t¨² fantaseas los h¨¦roes sanos de cuerpo y de alma que hubo en las antiguas edades. Y si por acaso ca¨ªa alguno de ellos en sandez por el estilo era para su vencimiento y vergonzosa desventura. S¨ªrvante de lecci¨®n la vida y los amores de Marco Antonio y Cleopatra, que habr¨¢s le¨ªdo o habr¨¢s o¨ªdo referir a personas doctas. --Juiciosa es la doctrina que expones--interpuso Miguel de Zuheros--. No atino contradecirla ni a disputar contigo. El coraz¨®n, no obstante, puede m¨¢s que la cabeza. Y no bastan todas tus reflexiones, que hago m¨ªas, para que deje yo de lamentar la p¨¦rdida de la ilusi¨®n que me hab¨ªa forjado: que el recuerdo de do?a Sol fuese como la estrella que me guiase en mis peregrinaciones, y que mi amor y mi esperanza de ser amado me prestasen aliento para dar cima a las proezas m¨¢s altas. Te confieso que la p¨¦rdida de esta ilusi¨®n me tiene harto triste, aunque me esfuerzo para no estarlo. --Bueno ser¨¢--dijo Tiburcio--que sacudas de ti esa melancol¨ªa. El abatimiento y la tristeza enervan a los hombres y los incapacitan para todo. Menester es que tu ¨¢nimo se regocije. No se riegan con l¨¢grimas los laureles. La alegr¨ªa es quien mejor cuida de ellos y hace que florezcan lozanos. -VIII- De acuerdo con lo ya expuesto, el previsor y h¨¢bil Tiburcio lo prepar¨® todo de la manera m¨¢s conveniente, para que la partida de Morsamor no fuese con l¨¢grimas humillantes y amargas, como nacidas de desdenes, sino con alegr¨ªa, y hasta con cierto estr¨¦pito y alborozo seg¨²n a un h¨¦roe y futuro conquistador correspond¨ªa y cuadraba. Tiburcio era un hur¨®n para descubrir y acosar su presa, por muy borrado que el rastro quedase en la pista y por muy oculta que fuese la madriguera. No acertaremos a explicar con qu¨¦ arte diab¨®lico Tiburcio hab¨ªa averiguado que al anochecer del d¨ªa anterior dos gentiles damas, conocidas suyas, hab¨ªan llegado a Cintra muy recatadamente, y hab¨ªan ido a instalarse en una hermosa casa de campo que all¨ª pose¨ªan los se?ores Adorno y Salvago. La casa estaba lejos de la poblaci¨®n, en lugar retirado y esquivo, m¨¢s all¨¢ de la sombr¨ªa quinta que fue m¨¢s tarde de D. Juan de Castro, y en amen¨ªsimo valle, camino de Colares. Los genoveses, viudo el uno y solter¨®n el otro, aunque eran ambos de edad provecta, enemigos del esc¨¢ndalo y muy inclinados a la devoci¨®n, gustaban de echar de vez en cuando una cana al aire, sin perder su grave circunspecci¨®n y con la debida cautela. En aquellos d¨ªas, estaban afanad¨ªsimos con los preparativos y el embarque de v¨ªveres y de otros bastimentos que por contrata deb¨ªan hacer y que hac¨ªan para la salida de la flota. No bien esta se diese a la vela, se propon¨ªan ellos reposar de sus fatigas y recrearse y holgarse en su retiro campestre, con un idilio delicioso y bien concertado. A este fin, enviaron por delante, para que lo tuviesen todo dispuesto y los aguardasen nada menos que a donna Olimpia de Belfiore y a su compa?era Teletusa. Ambas, se comprometieron con gusto y fueron a esta excursi¨®n. Donna Olimpia era muy singular mujer por todos estilos. Se preciaba de bien nacida, de leal en sus tratos, de fiel a sus compromisos y de tener una conciencia tan escrupulosa y estrecha, cuanto su profesi¨®n consent¨ªa. Jact¨¢base donna Olimpia de la nobleza de su cuna, procuraba hacer creer que era su familia del patriciado de Venecia y que figuraba en el Libro de oro, y aun llegaba a afirmar en ocasiones que en el Tribunal de los D¨ªez se hab¨ªa sentado un t¨ªo suyo. A?os atr¨¢s, donna Olimpia hab¨ªa figurado con brillo en los saraos de la bella Imperia, Aspacia del siglo de Le¨®n X, como la cortesana de Mileto lo hab¨ªa sido del de Pericles. Donna Olimpia, sat¨¦lite ya de un astro tan refulgente, acaso hubiera llegado a igualarse con dicho astro, si su desatentada afici¨®n a correr mundo y ver tierras extra?as no lo hubiese estorbado. Era tal afici¨®n, que Pedro Aretino, autor de la preciosa historia de _La p... errante_, pens¨® con insistencia en tomar a donna Olimpia por modelo, para dotar su historia de una segunda parte m¨¢s variada y peregrina. Acaso impidi¨® que dicho prop¨®sito se realizase la repentina muerte de Pedro Aretino, el cual, seg¨²n aseguran, aunque donna Olimpia, que era muy su amiga, lo negaba como calumniosa patra?a, muri¨® de risa, al o¨ªr contar los embustes, embelecos y travesuras de una hermana suya, famosa por sus devaneos. Como quiera que fuese, donna Olimpia, seg¨²n hemos dicho, ten¨ªa la conciencia muy estrecha y jam¨¢s faltaba a sus compromisos, a no ser sorprendida por irrupciones y agresiones inesperadas y violentas. Hab¨ªa, sin embargo, quien la acusase de que una vieja, llamada la se?ora Claudia, que iba siempre en su compa?¨ªa como aya o como due?a, sol¨ªa preparar dichas irrupciones y agresiones. A lo que parece, la se?ora Claudia hab¨ªa ca¨ªdo en aquellos d¨ªas del favor de su ama, suplant¨¢ndola Teletusa que se hab¨ªa apoderado de su voluntad por completo. Empleado Morsamor en sus rendimientos y obsequios a do?a Sol, no hab¨ªa vuelto a ver y apenas hab¨ªa recordado a donna Olimpia, desde que la vio salir de Bel¨¦n el d¨ªa del Rey: pero donna Olimpia, aunque distra¨ªda y empleada tambi¨¦n a su manera, nunca hab¨ªa dejado de recordar a Morsamor desde entonces, porque le hizo impresi¨®n viva y profunda y porque daba por cierto que en toda nuestra pen¨ªnsula no hab¨ªa ni pod¨ªa haber gal¨¢n m¨¢s apuesto y hermoso, ni m¨¢s gallardo y gentil hombre. Tiburcio que, libre de amores plat¨®nicos, privaba tiempo hac¨ªa con Teletusa, sab¨ªa por ella el buen concepto que donna Olimpia ten¨ªa de su amigo y la inclinaci¨®n que hacia ¨¦l le llevaba. Aquella tarde vio Tiburcio a Teletusa, y juntos concertaron un plan muy alegre y una grata sorpresa para donna Olimpia. A la hora de ¨¢nimas, Miguel y Tiburcio cenaron juntos en su posada, y ya solos y de sobremesa, con la regocijada confianza que el haber comido y bebido bien inspiran, Tiburcio expuso a Morsamor lo sustancial de su plan, venci¨® su repugnancia y logr¨® que le aceptase para desechar melancol¨ªas y para consolarse de los desdenes y sobreponerse a la altivez de la noble amiga de la Reina. Para no dar tiempo a que Morsamor lo reflexionase y se arrepintiese, Tiburcio le condujo enseguida a la casa de campo donde las dos ninfas viv¨ªan. A un silbido de Tiburcio, que era la convenida se?al, Teletusa, que estaba aguardando, abri¨® sin ruido la puertecilla falsa del jard¨ªn, y gui¨¢ndolos por lo m¨¢s umbr¨ªo de la frondosa espesura, los introdujo en la casa, subi¨® con ellos la escalera, atraves¨® corredores y salas, y vino a parar a amplio dormitorio escasamente alumbrado por tres velas de cera, puestas en un candelabro de plata, sobre una mesa que estaba en el centro de la estancia. Teletusa que ten¨ªa a Morsamor de la mano, le dijo entonces con voz dulce y sumisa: --Quedaos aqu¨ª, se?or Morsamor, que pronto vendr¨¢ quien os alegre y se alegre de veros. Y dicho esto, sin que hubiese vagar para contestaci¨®n o pregunta, desaparecieron Teletusa y Tiburcio con ella, dejando a Morsamor solo. Solo ya, recapacit¨® Morsamor sobre lo que hab¨ªa hecho y casi se arrepinti¨® y se afligi¨® de su viciosa ligereza. Indigno del h¨¦roe que ¨¦l anhelaba ser, hallaba aquel tan ruin comienzo de altas caballer¨ªas: entrar con enga?oso recato en casa ajena como ladr¨®n astuto, y todo para alcanzar los venales y f¨¢ciles favores de una cortesana. Donna Olimpia tardaba en venir, y con la soledad y, con la impaciencia crec¨ªa en Morsamor el disgusto de haber cedido a los prop¨®sitos de su doncel, tan juicioso cuando hablaba en contra de las locuras sublimes, como ligero y hasta c¨ªnico cuando se trataba de otra clase de locuras. Contrariado Morsamor, se sent¨® en una silla en el rinc¨®n m¨¢s obscuro de la estancia y casi a los pies del lecho con colgadura que hab¨ªa en ella. En medio de sus cavilaciones, oy¨® o crey¨® o¨ªr de s¨²bito voces y carcajadas que a lo lejos sonaban por el lado derecho del sitio en que estaba ¨¦l. Sin tiempo para pensar en lo que aquello ser¨ªa, pero movido de recelosa curiosidad, intent¨® Morsamor ir adonde sonaba el ruido a fin de enterarse de todo. En pie estaba ya para realizar su intento, cuando por el lado contrario, se abri¨® una puertecilla, penetr¨® por ella un bulto y Morsamor oy¨® una voz varonil que dec¨ªa: --?Voto a los demonios todos del infierno! ?Olimpia! ?Olimpia! ?Est¨¢s ah¨ª? Al fin, tropezando en la obscuridad y d¨¢ndome de calabazadas contra las paredes creo que he logrado llegar a tu cuarto. Esa maldita vieja Claudia me dej¨® solo, prometiendo volver para guiarme. Tardaba en volver y yo me cans¨¦ y he venido sin gu¨ªa. Aqu¨ª estoy, Olimpia. Con pasmosa serenidad y reposo, aunque harto previ¨® las fatales consecuencias que pod¨ªa tener aquel encuentro, Morsamor se adelant¨® hacia el personaje que hab¨ªa entrado y le dijo: --Mucho lamento, se?or Pedro Carvallo, pues la luz de las buj¨ªas os da de lleno en la cara y os he reconocido, que la casualidad nos re¨²na aqu¨ª donde y cuando los dos esper¨¢bamos encuentro m¨¢s grato y suave. Era Pedro Carvallo, el hombre de m¨¢s violento car¨¢cter y m¨¢s iracundo que hubo en Portugal en aquellas edades. Terrible era adem¨¢s su encono contra Morsamor, primero por natural antipat¨ªa, y despu¨¦s por su rivalidad en amores con do?a Sol, de quien Morsamor, en cierto modo hab¨ªa sido harto m¨¢s favorecido. Pedro Carvallo ardi¨®, pues, en c¨®lera al o¨ªr y ver a Morsamor, y le replic¨® de esta suerte: --Mi encuentro contigo, no ser¨¢ ni quiero que sea suave, pero me ser¨¢ grato. Tiempo ha, que me tienta el demonio con el prurito de matarte, y ahora me ofrece la ocasi¨®n m¨¢s propicia. ?Defi¨¦ndete, miserable! Y Pedro Carvallo desenvain¨® la espada y se puso en guardia adelant¨¢ndose hacia Morsamor. Este, desde?ando la provocaci¨®n y el insulto y procurando a¨²n excusar un lance que le parec¨ªa poco o nada honroso, dijo a Pedro Carvallo: --Sosegaos, se?or, y no llevemos a tan crudo extremo este negocio. Ruin fundamento tendr¨ªan nuestro duelo y la muerte de cualquiera de nosotros dos en esta casa extra?a, y que ambos hemos asaltado. Vergonzosa ser¨ªa la victoria del que saliese vivo de aqu¨ª, y m¨¢s vergonzoso el t¨¦rmino de quien aqu¨ª quedase muerto o herido. --La poca verg¨¹enza--contest¨® Pedro Carvallo feroz y groseramente--es la de esas viles palabras con que trat¨¢is de disimular vuestra cobard¨ªa. Defendeos o mataros he como a un perro. Pedro Carvallo se abalanz¨® entonces con furia contra Morsamor. Morsamor sac¨® la espada, le recibi¨® con calma y par¨® con inaudita destreza todas sus cuchilladas y estocadas. Repugnaba Morsamor darle muerte. Estaba seguro de su inmensa superioridad. Lo descompuesto y sin arte del ataque pon¨ªa en su poder a Pedro Carvallo; pero Morsamor, por eso mismo, consideraba m¨¢s odioso dar sangriento t¨¦rmino a la lucha con aquel energ¨²meno, ciego por el rencor y la soberbia. La lucha, no obstante, se iba prolongando demasiado. Pedro Carvallo, aunque inh¨¢bil, era fuerte y menudeaba sus golpes con tanto br¨ªo, que los quites de Morsamor ten¨ªan que ser tambi¨¦n muy violentos. En uno de estos quites, Morsamor dio de plano y con tanta fuerza en el brazo de su contrario, que le derrib¨® por tierra la espada. Generosamente se contuvo Morsamor, para que el desarmado volviera a armarse. Y ya Pedro Carvallo hab¨ªa recogido la espada; y sin tener en cuenta en su furiosa locura la magnanimidad de Morsamor, se dispon¨ªa de nuevo a embestirle, cuando Morsamor se sinti¨® de repente ce?ido el cuerpo en estrecho abrazo y cubierto el rostro de besos. Donna Olimpia, _In tutto il vezzo, della sua persona,_ le ten¨ªa asido y exclamaba con jubiloso entusiasmo: --_?O gioja ed orgoglio del mio core! ?O coraggioso mio drudo!_ -IX- Las tiernas y repentinas caricias de la vaga italiana, fueron acompa?adas de un diluvio de improperios y de blasfemias, que sal¨ªan de la boca de Pedro Carvallo, haci¨¦ndole coro con risotadas alegres Teletusa y Tiburcio. Pedro Carvallo s¨®lo pod¨ªa herir ya con la lengua. Dos robustos y estupendos rufianes le ten¨ªan bien cogido entre sus enormes manazas fuertes como el hierro, y Teletusa y Tiburcio, sin dejar de re¨ªr, le ataban de pies y manos con suma destreza y vali¨¦ndose de lienzos retorcidos a falta de cuerdas que por all¨ª no hab¨ªa. --?Matadme o soltadme para que le mate!--gritaba Pedro Carvallo. Y Tiburcio respond¨ªa riendo siempre: --Tiempo te sobr¨® para matarle cuando estabas suelto. Ahora te atamos por caridad y para que no mueras. Blasfem¨®, chill¨® e insult¨® de nuevo Pedro Carvallo. Teletusa pens¨® y propuso ponerle una mordaza, pero no lo consinti¨® donna Olimpia y con voz imperiosa dijo: --Llevadle al desv¨¢n con los otros, echad la llave y tra¨¦dmela. Que pasen all¨ª la noche. Ya veremos c¨®mo sin peligro ni esc¨¢ndalo se les da suelta cuando sea de d¨ªa. Aquellos dos formidables sat¨¦lites, escuderos de donna Olimpia, y que ella tra¨ªa siempre consigo para imponer respeto y tener a raya a los insolentes, sobre todo, cuando eran spiantati, o¨ªdo el mandato de su se?ora, tomaron en volandas a Pedro Carvallo y se le llevaron al desv¨¢n con delicadeza y esmero cuidadoso. Donna Olimpia as¨ª lo recomendaba diciendo: --Nada de malos tratamientos. No le hag¨¢is el menor da?o. Hasta pod¨¦is desatarle las manos cuando est¨¦ en el desv¨¢n y llevarle de comer y de beber y un colch¨®n para que duerma. Dirigi¨¦ndose luego a Miguel de Zuheros, donna Olimpia le dijo: --Yo os ruego, se?or, que me perdon¨¦is el grave disgusto que os ha causado el venir a verme. No hubo en ello la menor culpa m¨ªa. Toda la culpa fue de la vieja Claudia, mi criada. Sin encomendarse m¨¢s que a su propia codicia, y creyendo que pod¨ªa disponer a su antojo de Teletusa y de m¨ª, cuando menos lo recel¨¢bamos, cuando ni sab¨ªamos que estuviesen en Cintra los se?ores Carvallo y Acevedo, los introdujo aqu¨ª a ambos furtivamente. Dej¨® solo a Carvallo para que aguardase por un momento su vuelta y vino con Acevedo a la estancia de Teletusa. Hall¨¢base all¨ª vuestro amigo el se?or Tiburcio, mancebo prudente y listo a maravilla. Buen doncel y consejero ten¨¦is en ¨¦l. Si la imaginaci¨®n humana fuese tan viva y creadora en nuestros d¨ªas como lo fue en la antigua Grecia, yo me dar¨ªa a sospechar que la diosa Minerva, as¨ª como acompa?¨® y gui¨® a Tel¨¦maco en sus peregrinaciones, tomando la figura de Mentor, as¨ª os acompa?a y gu¨ªa al presente bajo la figura de un garz¨®n barbilindo, disfraz m¨¢s adecuado, en mi sentir, que el de un vejestorio barbudo. Pero dejando a un lado alabanzas, dir¨¦ en cifra y resumen, que Acevedo, lo mismo que Carvallo, quiso llevarlo todo por la tremenda, y que prevenidos a tiempo mis dos escuderos, que andan siempre alerta y ojo avizor, aun antes de que Acevedo y Tiburcio desenvainasen las espadas, se apoderaron de Acevedo, y con el auxilio de Teletusa y de vuestro doncel, le ataron chistosamente abrazado a la vieja Claudia y traspusieron con ellos al desv¨¢n, donde se los encontrar¨¢ el Sr. Carvallo cuando all¨ª llegue. La algazara promovida por estos sucesos que atrajo al cuarto de Teletusa en donde ocurr¨ªan. Tal ha sido la causa de mi tardanza en venir por aqu¨ª, donde alg¨²n indicio leve ten¨ªa yo de que tan dulce bien me aguardaba. Por dicha, y merced a vuestra destreza, serenidad y generosa sangre fr¨ªa, todos hemos llegado a tiempo de evitar una tragedia. --Y ya que no la hubo--dijo Teletusa--celebr¨¦moslo bebiendo un trago a la salud de los amos de esta casa que no tienen mal provista la despensa. No os propongo que cen¨¦is, porque no tendr¨¦is gana. Tal vez habr¨¦is cenado ya. Siempre, no obstante, habr¨¢ quedado lugar para un bocadillo de algo picante y salado que sea despertador de la sed. Las dos criadas de esta casa van a serviros al punto en esta misma mesa. En efecto, sali¨® Teletusa y a poco volvi¨®, riendo, brincando y bailando, con un gran plato levantado en alto en sus manos como si representase a Herodias. --No os asust¨¦is--exclam¨®--que no os traigo la cabeza de Juan, sino la de un jabal¨ª, rellena de verdes alf¨®nsigos y de lengua y lomo con mucha sal, pimienta y otros ali?os. Estas manos, que se ha de comer la tierra, lo han condimentado todo. Estoy orgullosa de mi habilidad culinaria. Ha sido mi tarea del d¨ªa de hoy. --Bien puedes decir como Tito--interpuso donna Olimpia--que no has perdido tu d¨ªa. --?Lo oyes, Tiburcio? Ll¨¢mame tu Tita que es m¨¢s breve y m¨¢s dulce que tu Teletusa. Y diciendo esto, puso sobre la mesa el plato con la cabeza de jabal¨ª. Las dos criadas, que entraron en pos de ella, colocaron tambi¨¦n sobre la mesa blanco pan, anchas copas y sendos y grandes jarros. Se?al¨¢ndolos Teletusa con el dedo, habl¨® as¨ª: --Este es vino rancio y seco de Chipre, n¨¦ctar exquisito, consagrado a Venus, cuya fue aquella isla, all¨¢ en las edades felices en que vivieron y reinaron las diosas entre los mortales. Este otro es moscatel de Siracusa, vino del que se embriagaba el C¨ªclope para consolarse de los desdenes de Galatea, con el que Arqu¨ªmedes se inspiraba para sus m¨¢s raras invenciones y del que siempre beb¨ªa Te¨®crito antes de componer sus idilios. No os pasm¨¦is, se?ores, de mi notable erudici¨®n. No en balde soy la disc¨ªpula predilecta de donna Olimpia. De tal palo tal astilla, como suele decirse. Donna Olimpia y Tiburcio aplaudieron a Teletusa. Y Morsamor, algo pensativo a¨²n y no muy conforme con que todo aquello se aviniese bien con su papel de h¨¦roe, empez¨® a rendirse y a contagiarse del regocijo harto profano que all¨ª reinaba. Morsamor se sinti¨® ebrio antes de beber el vino. --Que mis escuderos vuelvan aqu¨ª tambi¨¦n--dijo donna Olimpia--para que coman y beban patriarcalmente con nosotros, que bien lo merecen despu¨¦s del primor con que se han conducido. --Y vaya si lo merecen--dijo Teletusa--. ?Hola! Asmodeo y Belceb¨², acudid a beber y a regocijaros. Y vosotros, se?ores Morsamor y Tiburcio, no os maravill¨¦is ni asust¨¦is de los fingidos nombres que damos a estos dos galanes (y como ya hab¨ªan entrado los se?alaba), porque sus nombres verdaderos se guardan para mayores cosas. Ambos son de noble prosapia y aun creo que algo parientes de donna Olimpia. --No hay duda en ello--interpuso esta--. Nuestro parentesco es evidente aunque remoto. Soy prima quinta de Belceb¨² y sexta de Asmodeo. --Pues que sea enhorabuena--dijo Morsamor, desechando escr¨²pulos, echado a rodar su formalidad y tomando parte y aun haciendo el papel principal en la org¨ªa que hubo de seguirse. -X- Resbaladizo y dif¨ªcil ser¨ªa describir aqu¨ª lo que all¨ª ocurri¨® despu¨¦s. La cabeza de jabal¨ª casi desapareci¨®. Los dos enormes jarros quedaron vac¨ªos. A las risas, a los brincos y a los cantares, con que se anim¨® la cena, sucedi¨® profundo silencio. Tiburcio y Teletusa se fueron por un lado. Asmodeo y Belceb¨², por otro. S¨®lo la tenue luz de una l¨¢mpara velada por el vaso de alabastro en que ard¨ªa ilumin¨® la estancia tranquila, hasta que ray¨® el alba y sus resplandores primeros penetraron por la ventana, entreabierta a causa del calor del est¨ªo, penetrando tambi¨¦n fresco y manso vientecillo, impregnado de aromas de mil flores, y el gorjeo de los p¨¢jaros que cantaban en la enramada y saludaban el d¨ªa naciente. Poco m¨¢s tarde, en la gran sala de la quinta, aparecieron Morsamor y Tiburcio, donna Olimpia y Teletusa y los dos formidables escuderos. Todos se mov¨ªan y se afanaban como en el momento que precede a un largo viaje. Donna Olimpia y Teletusa estaban hartas de Portugal y hab¨ªan resuelto acompa?ar a Morsamor y a Tiburcio al extremo Oriente. Los hijos de Lusitania no se les hab¨ªan mostrado pr¨®digos de los tesoros que de all¨¢ ven¨ªan y as¨ª determinaron ellas ir a buscarlos. El imprevisto lance, adem¨¢s, de la noche anterior podr¨ªa acarrearles no pocas desazones, sobre todo cuando las abandonaran sus dos triunfantes amigos. Donna Olimpia hab¨ªa expresado su resoluci¨®n del modo m¨¢s terminante. --Os seguiremos--hab¨ªa dicho--y os seremos fieles. Unidos, conquistaremos el mundo. Si fuese menester, hasta nos convertiremos en amazonas. Teletusa ser¨¢ Bradamente y yo la propia Pentesilea. Yo estar¨¦ contigo, Morsamor, hasta que se harte de m¨ª tu alma. S¨®lo entonces, y si acertamos a dar con el verdadero y leg¨ªtimo Preste Juan, que tantos han buscado en balde hasta ahora, yo le rendir¨¦, le cautivar¨¦, me sentar¨¦ en su trono y vendr¨¦ a ser la Papisa Juana del Oriente. Teletusa, Tiburcio y los dos jaques, holgaron mucho de o¨ªr este razonamiento; le aplaudieron y le celebraron con risas estrepitosas. All¨¢ en su interior, todo aquello repugnaba no poco a Miguel de Zuheros; pero cierto vehemente atractivo de amor vicioso luchaba con la repugnancia y la venc¨ªa. Morsamor no quiso o no se atrevi¨® a rechazar los prop¨®sitos y ofrecimientos de donna Olimpia. Dichos prop¨®sitos se cumplieron. Apenas despunt¨® el d¨ªa, acudieron a la puerta de la quinta dos criados de Morsamor y Tiburcio con caballos y bagaje. Donna Olimpia y Teletusa, auxiliadas por los dos jaques, empaquetaron y embaularon sus alhajas, vestidos y dem¨¢s prendas. Todo esto, as¨ª como las mismas damas y sus escuderos, hab¨ªan de viajar en mulas que los genoveses ten¨ªan en la caballeriza y de las que se dispuso como de bienes mostrencos. Y no mucho despu¨¦s, antes de que el sol apareciese y dorase con sus rayos la tierra, todos se pusieron en marcha, formando alegre caravana y caminando a paso largo hacia Cascaes. La llave del desv¨¢n qued¨® en poder de las sirvientas de los se?ores Adorno y Salvago, para que pusiesen en franqu¨ªa a la vieja Claudia y a los se?ores Carvallo y Acevedo, a las tres horas de haber salido de la quinta Morsamor y su acompa?amiento. La nave que mandaba Morsamor era grande y capaz y ¨¦l pod¨ªa tripularla a su antojo. Con holgura, pues, instal¨® en ella a su gente. Y aquel mismo d¨ªa, antes de que el sol rayase en lo m¨¢s alto del cielo, _Y¨¢ no largo Oceano navegavam_, _As inquietas ondas apartando_: Os ventos brandamente respiravam, _ Das naos as velas concavas inchando_. -XI- Donna Olimpia y Teletusa no se mareaban. Se hallaban en el mar como nacidas: como si fuesen nereidas y no mujeres. Morsamor se sent¨ªa tambi¨¦n m¨¢s a gusto que en tierra, lleno de esperanzas y forjando en su mente los m¨¢s audaces y ambiciosos planes. En cuanto a Tiburcio eran de maravillar sus conocimientos n¨¢uticos, su alegre humor y su ¨²til actividad a bordo. Por la traza segu¨ªa pareciendo mancebo de menos de veinte a?os, mas por las acciones podr¨ªa supon¨¦rsele viejo y experimentado navegante. As¨ª se lo dec¨ªa Lorenzo Fr¨¦itas, piloto de la nave, que ten¨ªa m¨¢s de sesenta a?os, que hab¨ªa navegado mucho y que hab¨ªa hecho ya otros dos viajes de ida y vuelta a la India. Pronto Lorenzo Fr¨¦itas trab¨® amistad ¨ªntima con Tiburcio y se gan¨® el afecto y la confianza de Morsamor y de las damas aventureras. Iba asimismo en la nave un piadoso y entusiasta misionero franciscano, cuyo nombre era Fray Juan de Santar¨¦n. Grand¨ªsima gana llevaba este de difundir la luz del Evangelio, de convertir id¨®latras y mahometanos y de bautizarlos a centenares. No se opon¨ªa todo ello a que Fray Juan, reservando la gravedad solemne para sus futuras predicaciones, fuese por lo pronto jocoso y alegre como unas sonajas, inclinado a cuidarse y a tratarse bien para sufrir m¨¢s tarde las fatigas del apostolado, y harto propenso a contar chascarrillos y a decir chirigotas, que no siempre despuntaban por su urbanidad y delicadeza. Como cielo y mar estaban serenos y el viento era pr¨®spero, el viaje iba haci¨¦ndose con felicidad y prontitud. Al subir una ma?ana sobre cubierta, nuestros seis principales personajes se extasiaron admirando el azul transparente de las aguas, rizadas apenas por el soplo de la brisa, donde se reflejaban el m¨¢s claro azul del cielo y las ligeras nubes, que parec¨ªan de n¨¢car, purpura y oro. La luz del sol, que se iba levantando, formaba en las ondas rieles luminosos y se dir¨ªa que penetraba por curiosidad en el seno transparente del agua para iluminar las grutas y los alc¨¢zares submarinos que all¨ª se esconden. La costa europea hab¨ªa quedado lejos. S¨®lo mar y cielo se hubiera visto, sino apareciese ante los ojos encantados de los de la nave, no lejos de ella y en medio del pi¨¦lago azul, algo a modo de ingente y precioso canastillo de flores y verdura, que parec¨ªa flotar sobre la superficie del Atl¨¢ntico. Mil lozanos y frondosos ¨¢rboles sub¨ªan hasta la cima del cerro que en el centro de la isla se alzaba, como ramillete en forma de pi?a, en cuya punta, destac¨¢ndose sobre el limpio fondo del aire, resplandec¨ªa un blanco santuario de la Virgen, dorado ya por los casi horizontales rayos del sol naciente. --Esa--dijo Lorenzo Fr¨¦itas a nuestros cuatro aventureros--es la isla de Madera, descubierta por Juan Gonzalves y Trist¨¢n Vaz en tiempo del glorioso Infante Don Enrique, instigador y fundador de nuestras grandes empresas mar¨ªtimas, hoy tan en auge. A la vista de la isla de Madera, tomando el fresco sobre cubierta y bajo un toldo, se desayunaron aquel d¨ªa Miguel y Tiburcio, ambas damas, el misionero Fray Juan y el viejo piloto. No hemos de seguir nosotros punto por punto a los viajeros. Pasaremos de largo cuando nada les ocurra de singular y memorable. Si ahora nos detenemos aqu¨ª es por considerar que, durante aquel desayuno, todos estuvieron expansivos y casi elocuentes y dijeron cosas muy importantes a la narraci¨®n que vamos haciendo. Hasta el desayuno que tomaron los seis, sentados en torno de una mesa redonda, ten¨ªa algo de ex¨®tico para los europeos de entonces, porque bebieron en hondas tazas, mezclada con leche y az¨²car, una infusi¨®n de cierta hierba olorosa y salubre, que llamaban cha y que ya se tra¨ªa a Portugal de los remotos reinos del Catay, que est¨¢n mucho m¨¢s all¨¢ del Indo y del Ganges. --Larga y penosa--dijo Miguel de Zuheros--va a ser nuestra navegaci¨®n hasta llegar a las regiones del extremo Oriente. Enorme es el rodeo que tenemos que dar, bajando hasta el Cabo de las Tormentas, hoy de Buena Esperanza, que Bartolom¨¦ D¨ªaz dobl¨® por vez primera. Pasman el esfuerzo constante y el secular empe?o, primero del Infante Don Enrique y despu¨¦s de sus sucesores y de su pueblo para conseguir el triunfo que han conseguido. --Con menos tiempo y trabajo--repuso donna Olimpia--me parece a m¨ª que, si mis compatriotas los venecianos se hubiesen puesto de acuerdo con ¨¢rabes y turcos y con el Soldan de Babilonia y con el de Egipto, tal vez hubieran podido abrir alg¨²n ancho canal por donde sin tantos rodeos hubieran pasado sus naves del mar Mediterr¨¢neo al mar Rojo, encamin¨¢ndose luego por all¨ª hasta m¨¢s all¨¢ de Trapobana, a Cipango y al remoto pa¨ªs de los seras. El pensamiento de abrir ese canal no es cosa nueva. Ya le tuvieron algunos Faraones, y sin duda le tuvieron tambi¨¦n Salom¨®n e Hiran rey de Tiro, cuando unidos en estrecha alianza enviaban sus flotas a Ofir, de donde volv¨ªan cargadas de riquezas. Si tal pensamiento se hubiera realizado no hubieran perdido Venecia y toda Italia la supremac¨ªa en la navegaci¨®n y en el comercio, y el poder que consigo trae y que hoy tienen los portugueses. Fray Juan de Santar¨¦n tom¨® parte en la conversaci¨®n y exclam¨®: --Lo que menos importa al bien de la cristiandad y del humano linaje es que decaigan Venecia y otros Estados de Italia a causa de los descubrimientos y conquistas de los portugueses. M¨¢s alto es el fin que estos han tenido y han de tener en lo futuro. No van los de mi naci¨®n a despojar en Oriente a los venecianos: van a que la religi¨®n de Cristo prevalezca all¨ª sobre la de Mahoma: van a quebrantar all¨ª el poder¨ªo de turcos, ¨¢rabes y persas; y van, por ¨²ltimo, a despertar del hondo sue?o de muchos siglos a las dormidas naciones orientales, que aletargadas e inertes yacen en el seno letal de la idolatr¨ªa. --Todo eso, estar¨¢ muy bien--interrumpi¨® Tiburcio, riendo como ten¨ªa de costumbre--. Pero ?a qu¨¦ tanto rodeo? ?A qu¨¦ ir por tan extraviado camino hasta el extremo Sur de ¨¢frica? ?A qu¨¦ dejar atr¨¢s misterioso e inexplorado, este continente enorme, en cuyo centro, que nos fingimos abrasado, acaso est¨¦ el Para¨ªso que perdieron nuestros primeros padres? ?A qu¨¦, en fin, dar tan desaforada vuelta y buscar el bien tan lejos, cuando le tenemos cercano? El piloto Lorenzo Fr¨¦itas, aunque sospechaba que Tiburcio no hablaba con seriedad, sino para embromarlos, se enoj¨® y no quiso consentir que ni en broma se tildara de poco razonable la gloriosa y secular empresa de los portugueses, y habl¨® as¨ª en su defensa: --No es s¨®lo la codicia mercantil la que nos ha llevado a la India, no es s¨®lo el deseo de sobreponernos a la Se?or¨ªa del Adri¨¢tico, ni es s¨®lo tampoco el af¨¢n de vencer al Islam, busc¨¢ndole en la fuente misma de su mayor riqueza y despoj¨¢ndole de sus ocultos tesoros, lo que movi¨® al Infante Don Enrique y ha movido despu¨¦s a sus sucesores a hacer cuanto han hecho. Mil veces m¨¢s elevadas eran y son sus miras. Noble curiosidad nos impuls¨® y nos impulsa. Anhelamos desgarrar el velo en que Naturaleza se envuelve a¨²n y se encubre a nuestros ojos mortales. Y hemos aspirado y aspiramos todav¨ªa a que, as¨ª como se nos revel¨® el misterio del Mar Tenebroso, por la persistente violencia que sobre ¨¦l ejercimos, se nos revelen tambi¨¦n la magnitud y estructura de la tierra, y despu¨¦s todo el artificio y la m¨¢quina del Universo, con las leyes de su movimiento y vida. --En verdad--dijo Fray Juan de Santar¨¦n--el se?or Fr¨¦itas tiene raz¨®n que le sobra. Hay un enigma de la mayor transcendencia, no resuelto a¨²n, que trae sin sosiego a cuantos hombres piensan y discurren en el d¨ªa. --A?os ha, siendo yo muy mozo y reinando Don Juan II--interrumpi¨® entonces Lorenzo Fr¨¦itas--aport¨® a Lisboa un genov¨¦s muy presumido y soberbio que estaba al servicio de Castilla y se llamaba Crist¨®bal Col¨®n. A ser cierto lo que ¨¦l imaginaba y afirmaba, el enigma se hubiera explicado y dejado de serlo. Aquel hombre audaz, fiado en sentencias e insinuaciones de antiguos sabios griegos, y singularmente de Arist¨®teles, hab¨ªa ido en busca de la India navegando hacia Occidente, y casi cre¨ªa haberla hallado y se jactaba de ello. Hab¨ªa aportado a grandes y f¨¦rtiles islas, y poco m¨¢s all¨¢ casi daba por seguro que deb¨ªan de estar Cipango y otros pa¨ªses visitados por Marco Polo. Se jact¨® tambi¨¦n Col¨®n de haber descubierto extensa costa al parecer de un gran continente, y supuso que aquello era el extremo oriental del Asia, y que m¨¢s al Norte estaba el Catay, y la India m¨¢s al Mediod¨ªa. A punto estuvo de costarle la vida esta jactancia, porque algunos se?ores de la corte, muy poco sufridos, creyeron lo que aseguraba y recelando que as¨ª el rey de Castilla iba antes y por camino m¨¢s corto a llegar a la India, donde todav¨ªa no hab¨ªan llegado los portugueses, decidieron provocar a Col¨®n, y como era poco sufrido re?ir con ¨¦l y darle muerte, con lo cual su descubrimiento quedar¨ªa para Portugal y no aprovechar¨ªa a los castellanos. Por dicha, los mencionados se?ores expusieron su proyecto al Rey Don Juan II, apellidado con raz¨®n el Pr¨ªncipe Perfecto, el cual, aunque vehement¨ªsimo en su c¨®lera y de ¨ªmpetus tan vitandos que mataba a pu?aladas a quien juzgaba que le ofend¨ªa, sin excluir al hermano de su mujer, reflexivamente era tan recto, tan temeroso de Dios y tan buen Cat¨®lico, que rechaz¨® el plan, indignado. Col¨®n pudo pues volver a Castilla a lucir su descubrimiento y a que los reyes Don Fernando y Do?a Isabel le aprovechasen. Suscit¨® esto, no obstante, recelos y diferencias entre los soberanos de Espa?a; pero pronto se arregl¨® todo por virtud de aquella l¨ªnea, que tiraron idealmente desde un Polo a otro, dividi¨¦ndose as¨ª las tierras y los mares apenas explorados y los que pudieran explorarse en lo venidero. El Padre Santo sancion¨® el convenio con el poder y la autoridad de que goza como Vicario de Cristo. Pocos a?os despu¨¦s, enviado por el rey Don Manuel, lleg¨® a Malabar Vasco de Gama, Trist¨¢n de Acu?a, el grande Albuquerque y otros h¨¦roes de Lusitania dilataron nuestro dominio y nuestra gloria por el Oriente. Y los castellanos en tanto llenos de noble emulaci¨®n, hicieron nuevas conquistas y descubrimientos en aquellas tierras occidentales a donde Col¨®n hab¨ªa llegado por vez primera y que por su magnitud merecieron llamarse Nuevo Mundo. Seg¨²n las ¨²ltimas noticias que yo tengo, un extreme?o, cuyo nombre es Hern¨¢n Cort¨¦s, ha surcado el mar, ha pasado por medio de vastos territorios y ha llegado a la capital populosa de un b¨¢rbaro y desconocido Imperio, del que est¨¢ a punto de ense?orearse. Todav¨ªa pretenden algunos que este Imperio, donde Hern¨¢n Cort¨¦s ha entrado a saco, est¨¢ al Sur del Catay y al Norte de la India. De aqu¨ª presumo yo que est¨¢ aclarado el enigma, que hay ant¨ªpodas y que es evidente la redondez de la tierra. --Poquito a poco, se?or Fr¨¦itas--replic¨® Tiburcio--. Las cosas distan mucho de ser tan claras. Yo tengo noticias m¨¢s recientes que invalidan lo que el se?or Fr¨¦itas dice. Otro castellano, no menos valiente aunque menos venturoso que Hern¨¢n Cort¨¦s, un tal Vasco N¨²?ez de Balboa ha cruzado ese continente por una regi¨®n en que es muy estrecho; ha salvado altas monta?as y ha descubierto m¨¢s all¨¢ un mar extens¨ªsimo que tiene toda la traza de dilatarse m¨¢s que el mar de Atlante. El enigma queda por consiguiente en pie en toda su obscuridad misteriosa. Posible ser¨¢ que los castellanos, navegando siempre hacia el Occidente por ese mar reci¨¦n descubierto se alejen cada vez m¨¢s de la India. Y posible ser¨¢ que los portugueses yendo siempre en direcci¨®n contraria a la que el sol sigue, no aporten jam¨¢s a las regiones visitadas ya por Col¨®n, Cort¨¦s y Balboa. --Ya sab¨ªa yo--dijo Morsamor--que ese Balboa de que habla Tiburcio hab¨ªa descubierto un gran mar al otro lado del mundo de Col¨®n, entrando en sus aguas con la espada desnuda en la diestra y ense?ore¨¢ndose de ¨¦l en nombre del C¨¦sar Carlos V. Esto complica y retarda la resoluci¨®n del problema, pero no me induce a creer que la resoluci¨®n sea otra de la que yo pensaba. Para m¨ª es evidente la forma esf¨¦rica o casi esf¨¦rica de la tierra. A la extremidad de ese mar han de estar Cipango, el Catay y la India. Lo dif¨ªcil ahora ha de ser para el que navegue hacia el Occidente hallar el t¨¦rmino de ese valladar o hallar un canal o estrecho, por donde se pase del mar del Atlante a ese otro mar de Balboa. El que esto logre y tenga adem¨¢s valor y fortuna para surcar el nuevo mar desconocido, aportar¨¢ sin duda a la India y podr¨¢ luego dar la vuelta al mundo en que vivimos. Y el que navegue hacia Oriente, como navegaremos nosotros cuando salvemos el obst¨¢culo que ¨¢frica nos opone, podr¨¢ volver tambi¨¦n a su patria por opuesto camino si encuentra modo de salvar el valladar que el Nuevo Mundo de Col¨®n le ofrece. Yo os confieso, se?ores, que la ambici¨®n me induce a se?alarme en la India en empresas guerreras, pero como no cuento con muchos soldados para eclipsar all¨ª las haza?as de Alejandro de Macedonia, preferir¨ªa yo sin estrago y sin sangre emprender y llevar a cabo un prop¨®sito que me dar¨ªa gloria nueva y sin rival entre los seres nacidos de mujer: la gloria de circunnavegar este planeta. As¨ª probar¨ªa yo experimentalmente que no es enorme disco, suspendido en el ¨¦ter y asido por eje de diamante a las cristalinas esferas que giran en torno suyo sobre dicho eje con arrebatada y pasmosa armon¨ªa. As¨ª aducir¨ªa yo razones y pruebas a los que pretenden que nuestra tierra no es el centro del Universo, sino astro peque?o y opaco, que va rodando en torno del sol, como Venus, Marte, Saturno y otros planetas. --Atrevida es la tal suposici¨®n--dijo Fray Juan de Santar¨¦n--pero ni en Coimbra ni en Salamanca faltan doctores que la tienen por probable y aun por casi demostrada, respondiendo a los que tratan de invalidarla por mal entendidas sentencias de las Sagradas Escrituras, con aquellas c¨¦lebres frases de Francisco de Villalobos, m¨¦dico de la Reina Cat¨®lica: los que acuden a la religi¨®n en asuntos de ciencias naturales son como los delincuentes que buscan en la iglesia un asilo. --Tambi¨¦n en Italia--a?adi¨® donna Olimpia--anda desde hace a?os muy v¨¢lida la opini¨®n de que no es la tierra, sino el sol quien est¨¢ en el centro; y ya, en mi primera mocedad, conoc¨ª yo y trat¨¦ en Roma a cierto doctor polaco, cuyo nombre era Nicol¨¢s Cop¨¦rnico, que ense?aba dicho sistema y andaba muy afanado componiendo un libro, que pensaba dedicar al Papa, sobre las revoluciones de los orbes celestes. No ser¨ªa imp¨ªo ni her¨¦tico tal sistema cuando con semejante dedicatoria intentaba su autor santificar el libro que le defendiese. --As¨ª podr¨¢ ser--dijo Tiburcio--. Nadie, sin embargo, lograr¨¢ quitarme de la cabeza un endiablado razonamiento que agua o mejor dir¨¦ envenena el gozo de esta invenci¨®n. Por ella resulta degradado y hasta envilecido este mundo en que habitamos. No es ya el centro y objeto principal de la creaci¨®n entera para cuya iluminaci¨®n, regocijo y deleite salieron de la nada el sol, la luna y todas las estrellas. Nuestro globo queda reducido a un astro opaco, peque?uelo y hasta deforme que gira como otros muchos planetas m¨¢s grandes y m¨¢s hermosos que ¨¦l, perdido en la inmensidad del ¨¦ter. ?Qu¨¦ ser¨¢ de nuestra preeminencia sobre las dem¨¢s criaturas; qu¨¦ de la dignidad humana, si tal suposici¨®n llega a demostrarse por completo? Morsamor, que coincid¨ªa por lo com¨²n con las opiniones de su joven amigo y se complac¨ªa en aceptar su parecer y su consejo, estaba en aquella ocasi¨®n tan pose¨ªdo del parecer contrario y tan lleno de la fe y de la esperanza de contribuir a la demostraci¨®n de su verdad, que encar¨¢ndose con Tiburcio, exclam¨® con enojo: --Sin duda tendr¨ªas raz¨®n si por lo material aspirase el hombre al principado y si su valer se midiese por varas o se pesase por arrobas. Pero como el gran ser del hombre es por el esp¨ªritu, lo mismo importa para que le conserve que tenga su vivienda corporal en el centro del Universo o en el m¨¢s ruin y esquivo lugar de las profundidades del ¨¦ter. Donde quiera que mi esp¨ªritu se halle, all¨ª estar¨¢, all¨ª crear¨¢ el centro de todo; y en la capacidad inmensa de su entender encerrar¨¢ cuantos seres existen y pueden existir, y comprendiendo sus leyes, ser¨¢ como si se las impusiera, porque si Dios est¨¢ en todas partes, m¨¢s esencialmente est¨¢ en el alma humana. Y as¨ª el alma humana, si procura estar conforme con Dios y unirse con Dios, s¨®lo ser¨¢ inferior a Dios mismo y no a los habitantes de otros mundos, dado que tales habitantes haya. Podr¨¢n ser m¨¢s corpulentos, podr¨¢n tener sentidos m¨¢s variados y perspicaces, pero la ley moral y los primeros principios absolutos, ra¨ªz de todo saber, y el amor inextinguible de lo infinito que s¨®lo en lo infinito se aquieta, en nadie podr¨¢n asistir con mayor energ¨ªa y virtud creadora que en el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios. Todos aplaudieron el discurso de Morsamor. El propio Fray Juan de Santar¨¦n, aunque con escr¨²pulos de que en el calor de la improvisaci¨®n hubiese dejado escapar alguna herej¨ªa, aplaudi¨® tambi¨¦n a Morsamor, en gracia del entusiasmo y de la buena fe con que hab¨ªa hablado. Convinieron adem¨¢s en que no hay ni habr¨¢ sistema de astr¨®logos o de sabios emp¨ªricos que baste a desbaratar ninguna teolog¨ªa ni ninguna metaf¨ªsica bien cimentada. Y decidieron, por ¨²ltimo, que Morsamor, sin perjuicio de mostrarse en la India, dando all¨ª raz¨®n de qui¨¦n era, deb¨ªa volver a Lisboa, caminando siempre hacia Oriente y circunnavegando el mundo en que vivimos, cuya redondez resolvieron todos que era innegable. -XII- Bien se puede afirmar que el poder de los elementos, sojuzgado y hechizado por la confianza magn¨¢nima de nuestros navegantes, se complaci¨® en favorecerlos, haciendo f¨¢cil y r¨¢pido su viaje. Pronto, casi siempre a la vista de la extens¨ªsima costa, llegaron al extremo sur del continente negro. El terrible gigante Adamastor, domado ya por la secular constancia y el valor de los portugueses, estaba sin duda de muy buen talante en aquella ocasi¨®n, y sin tormentas ni furores dej¨® que entrasen en el mar de la India la nave de Morsamor y otras cuatro naves m¨¢s, que formaban la escuadra en cuya compa?¨ªa Morsamor navegaba. La peque?a flota iba como refuerzo de otra mucho mayor y m¨¢s poderosa, que tres meses antes hab¨ªa salido del Tajo, conduciendo a don Duarte de Meneses. Este personaje, que se hab¨ªa se?alado mucho por su valor y pericia, como Gobernador de T¨¢nger, en la guerra que de continuo sosten¨ªan los portugueses contra los marroqu¨ªes, iba como Virrey de la India con m¨¢s sueldo y m¨¢s amplias facultades que sus predecesores. Le llev¨® una armada de quince velas, en donde fueron Francisco Pereira Pestana para Gobernador de Goa, Juan Silveira, para ejercer el mando en Cananor, y para el gobierno de Calecut, Juan de Lima. Hab¨ªan ido tambi¨¦n, custodiando al nuevo Virrey, cuatro naves a las ¨®rdenes de Mart¨ªn Alfonso de Melo, el cual deb¨ªa despu¨¦s visitar el Imperio chino. La escuadra de que formaba parte la nave de Morsamor, viniendo a ser complemento de dicha grande flota, con la misma felicidad que hab¨ªa pasado el Cabo, aport¨® m¨¢s tarde a Sofala, puerto muy estimado entonces de los portugueses por creer que era el antiguo Ofir, de donde Salom¨®n e Hiran llevaron a Jerusal¨¦n mucho oro. De aqu¨ª que los portugueses buscasen all¨ª con af¨¢n aunque poco dichoso, las antiguas minas que el hijo de David hab¨ªa laboreado. Algo se detuvo en Sofala la peque?a flota, pero no tard¨® en zarpar para Goa. La nave de Morsamor no pudo seguirla. Ten¨ªa antes que ir a Melinda, a donde enviaban los se?ores Adorno y Salvago no pocos art¨ªculos de comercio. En Melinda deb¨ªan venderlos o dejarlos en dep¨®sito y tomar en cambio mercanc¨ªas de Abexin, Arabia y Egipto y aun algunas de Siria, de las islas de la Grecia y de la misma Italia que todav¨ªa llegaban hasta all¨ª, importadas en Egipto por los venecianos, a pesar del golpe mortal que a su comercio hab¨ªan dado los portugueses. Durante tan larga navegaci¨®n el tiempo pas¨® muy agradablemente para Morsamor y Tiburcio, merced a la precauci¨®n o a la buena suerte que hab¨ªan tenido de embarcar con ellos a donna Olimpia y a Teletusa. Pod¨ªa considerarse la primera como la personificaci¨®n de la amenidad serena y elevada, y la segunda como la del regocijo y bullicioso trastulo de los seres humanos: de tal al menos calificaba donna Olimpia a su compa?era. Y Tiburcio a?ad¨ªa, en alabanza de ambas, que eran, por estilo profano, como Marta y Mar¨ªa, representando una de ellas la vida contemplativa y la vida activa la otra. Dulce y modesta era donna Olimpia. Nadie con justicia hubiera podido censurarla de marisabidilla y bachillera; pero en su trato ¨ªntimo, y cuando Morsamor la estimulaba a hablar, mostraba su rara discreci¨®n y su mucha doctrina con sencillez y sin pedanter¨ªa ni jactancia. Hab¨ªan tra¨ªdo a bordo los _Di¨¢logos de amor_ de Le¨®n Hebreo, a quien Morsamor qued¨® muy aficionado desde que logr¨® salvarle de los insultos de la plebe. A veces le¨ªan en dichos _Di¨¢logos_ y luego los comentaban. Y eran tan atinadas y profundas las ilustraciones de donna Olimpia que, si se hubiesen conservado y reunido en un volumen, formar¨ªan hoy la Filosof¨ªa de amor m¨¢s interesante y sublime. En otras ocasiones, Morsamor y donna Olimpia pon¨ªan por las nubes mil invenciones y descubrimientos recientes, que en sentir de ellos hac¨ªan de la ¨¦poca en que viv¨ªan la m¨¢s fecunda e ilustre de todas. Y como sobre este punto no estuviese de acuerdo Teletusa, la ninfa gaditana no quer¨ªa callarse y asentir con su silencio, sino que tomaba la palabra y dec¨ªa de esta manera: --No he de negar yo lo muy ingeniosas que son las invenciones de nuestra edad: el empleo de la p¨®lvora, en arcabuces, bombardas, culebrinas y falconetes; la br¨²jula y la imprenta; los instrumentos del famoso estrellero y ge¨®metra portugu¨¦s Pedro N¨²?ez, y el hallazgo y la observaci¨®n de nuevos astros en el cielo, y en la tierra de nuevos continentes, islas y mares. Todo esto, no obstante, se explica con facilidad por el entendimiento humano. Si Satan¨¢s ha intervenido en ello, ha sido de tapadillo y sin dar la cara dejando que los inventores se jacten de haberlo logrado sin sobrenatural auxilio. En cambio, las invenciones primitivas son las que no se pueden explicar humanamente y las que tenemos que admirar. ?Qui¨¦n invent¨® el habla? ?Qui¨¦n la escritura? Estas y otras cosas por el estilo son las que no se comprenden ni se explican sin acudir a la ense?anza y a la revelaci¨®n de Dios mismo, de los ¨¢ngeles o de los genios. Yo doy por seguro que el primero que cultiv¨® el trigo y luego sac¨® de ¨¦l harina e hizo pan, realiz¨® algo m¨¢s estupendo que cuanto hace un siglo se ha descubierto o inventado. Todos aplaudieron el breve discurso de Teletusa, y animada ella con el aplauso, se atrevi¨® a proseguir: --La p¨®lvora da muerte y la harina es el mejor y m¨¢s usado sustento de la vida. A la harina, pues, me atengo. Quiero que sep¨¢is, se?ores, que una prima m¨ªa muy guapa fue la buena amiga y tal vez el o¨ªslo del famoso cocinero Ruperto de Nola. De ¨¦l aprendi¨® a condimentar exquisitos guisos, no pocos de los cuales tuvo luego la bondad de ense?arme. Ahora bien, yo quiero mostraros mi habilidad y probar al mismo tiempo la extraordinaria importancia de la harina. Voy a ser, adem¨¢s, como cierto tocador de viola en extremo habilidoso que tocaba en una sola cuerda multitud de sonatas. Yo me he apoderado de un barril de harina y de una enorme botija llena de aceite, y vali¨¦ndome de estas sustancias voy a daros, mientras dure nuestra navegaci¨®n, una fruta de sart¨¦n, distinta cada d¨ªa. Teletusa cumpli¨® su promesa, y sin estropear sus manos, que las ten¨ªa bonitas y bien cuidadas, amas¨® y fri¨® de diario los m¨¢s deliciosos y diferentes manjares farin¨¢ceos que imaginarse pueden. Ya eran bu?uelos de una clase, ya bu?uelos de otra, ya sopaipas, ya empanadillas, ya gajarros, ya pesti?os, ya hojuelas, ya pi?onate. Aun sobre estas frutas de sart¨¦n filosofaba Teletusa con agudeza y con gracia exclamando: --Nadie me quitar¨¢ de la cabeza, que la materia prima es ¨²nica, sin que sean menester elementos distintos para producir las mil distintas cosas que llenan y enriquecen el universo. Cierta fuerza que hay, reside o se pone en la materia prima, agita y ordena sus partecillas infinitamente sutiles, y de los diversos movimientos y coordinaciones de dichas partecillas, que los sabios llaman ¨¢tomos, resulta la infinita variedad de los seres. De fijo la diferencia de ellos est¨¢ en la forma. Por la forma es uno feo y otro bonito, uno triaca y otro veneno, uno soso y otro salado, uno amargo y otro dulce, uno huele bien y otro hiede, ?qu¨¦ no podr¨¢ hacer la naturaleza cuando yo flaca mujer, con harina s¨®lo, hago cosas tan distintas y de tan diferente sabor sin que sean sustancialmente m¨¢s que harina? Y sin embargo, ?cu¨¢n de otro modo que el esponjado bu?uelo sabe por ejemplo, el pi?onate o la crocante empanadilla, que con tan grato crujidito se desmorona entre los dientes? No se limitaba Teletusa a fre¨ªr masa y a filosofar sobre la fritura. M¨¢s alegre pasatiempo sol¨ªa proporcionar casi de diario y particularmente cuando el tiempo era muy bueno, a sus dichosos compa?eros de navegaci¨®n. Todos formaban corro en torno de ella. Tiburcio tocaba la vihuela o la flauta, y Teletusa, repiqueteando las casta?uelas bailaba como una s¨ªlfide. Teletusa era asimismo egregia cantora, no indigna del siglo y de la patria en que la m¨²sica estaba tan floreciente, merced a Bartolom¨¦ Ramos de Pareja, a Pedro Ciruelo, a Juan Anchieta, a Juan de la Encina y a otros insignes compositores y maestros. La propia Teletusa, acompa?¨¢ndose con la vihuela, cantaba deliciosos villancicos y coplas. Ora cantaba Dos ¨¢nades madre Que van por aqu¨ª. Ora por lo sentimental y lo tierno, coplas como esta: Pues que jam¨¢s olvidaro No puede mi coraz¨®n Si me falta galard¨®n ?Ay que mal hice en miraros! Ora, por ¨²ltimo siguiendo el estilo picaresco, aquello de Yo me iba, mi madre, Las rosas coger, Hall¨¦ mis amores Dentro en el vergel. Cualquiera pensar¨¢ que, en medio de tanto deleite, Morsamor estaba contento. Mucho distaba, no obstante, de ser as¨ª. En cierto modo puede bien afirmarse que Morsamor se hallaba cada d¨ªa m¨¢s prendado de donna Olimpia. El apasionado mirar de sus ojos glaucos le fascinaba; le encantaban su discreta conversaci¨®n y su apacible trato; y de continuo prestaba p¨¢bulo a la encendida llama de sus afectos la presencia de aquella mujer dechado de elegancia y de majestuosa hermosura. Entonces se cre¨ªa ligado a ella para siempre por invencible hechizo. Entonces presum¨ªa que ella era su bien, que la amaba y que no pod¨ªa vivir sin ella. En la mente y en el coraz¨®n humanos hay un mar tempestuoso de ideas y de sentimientos que se combaten. As¨ª eran el coraz¨®n y la mente de Morsamor. Y cuando no los subyugaba ni los rend¨ªa el influjo encantador de la aventurera italiana, acud¨ªan en tropel a atormentarlos mil amargas cavilaciones que le her¨ªan y emponzo?aban el alma y sacaban a su rostro el color rojo de la verg¨¹enza. ?Qu¨¦ h¨¦roe de tan ruin condici¨®n era ¨¦l cuando tal dama llevaba consigo? Si hubiese robado a do?a Sol de Qui?ones, y a despecho de la Reina y de todo el mundo, la tuviese a bordo, el caso, aunque pecaminoso, ser¨ªa digno de ¨¦l; pero llevar a donna Olimpia, que lo mismo se hubiera ido acaso con otro cualquiera, era triunfo tan miserable, que, en vez de lisonjear su amor propio, le lastimaba y abat¨ªa. Hasta el indisputable m¨¦rito de donna Olimpia, su talento, su belleza y la fuerza misteriosa que hab¨ªa en todo su ser para dominar y cautivar a cuantos la ve¨ªan y trataban, si bien complac¨ªan a Morsamor cuando pensaba que era suyo aquel tesoro, le ofend¨ªan m¨¢s a menudo al considerar que su brillo atra¨ªa las miradas, la voluntad y la admiraci¨®n de las gentes, y a ¨¦l le dejaba obscurecido y como eclipsado. Algunas bromas de Tiburcio, dichas sin duda irreflexivamente y para re¨ªr, ofend¨ªan y her¨ªan a Morsamor en lo ¨ªntimo de su conciencia y le pon¨ªan de un humor de todos los diablos. Cuando Morsamor le abr¨ªa su coraz¨®n a Tiburcio y le confiaba parte de sus pesares, Tiburcio, con el prop¨®sito de despojar de gravedad el asunto, le dec¨ªa burlando: --En verdad que tiene sus contras el poseer tan gentiles enamoradas y tan famosas amigas como la m¨ªa y la tuya. Debemos, con todo, conformarnos y hasta convertir el inconveniente en est¨ªmulo. Voy a explicarme mejor. El marido o el amante de una mujer muy bella, sabia o ilustre, queda mil veces peor que en la obscuridad si ¨¦l es un cualquiera. En la obscuridad nadie le recordar¨ªa ni le nombrar¨ªa, mientras que, en el caso que supongo gozar¨ªa, o mejor dicho padecer¨ªa de rid¨ªcula e indeleble fama. En todo el mundo ser¨ªa conocido por su mujer o por su amiga y no le llamar¨ªan Fulano ni Mengano, sino el de Mengana o el de Fulana. No floja contrariedad es esta, pero bien puedes t¨² sobreponerte a la contrariedad, dando raz¨®n de qui¨¦n eres por virtud de tus altos hechos, a fin de que seas c¨¦lebre y ensalzado como Morsamor y no meramente conocido y mencionado por amigo de donna Olimpia. Lo propio digo de mi persona. Yo quiero hacer de suerte que no me conozcan s¨®lo por el amigo de Teletusa, sino que me celebren por mis audaces y dichosas empresas como Tiburcio de Simahonda. No he de negarte yo, porque quiero ser franco, que nuestro prop¨®sito es dif¨ªcil de realizar. Estas dos mujeres (perm¨ªteme lo vulgar de la expresi¨®n) que nos hemos echado a cuestas, son de tal magnitud y valer, que nos abruman con su peso. Y es tal el resplandor con que brillan, que ha de costarnos much¨ªsimo resplandecer por nuestras acciones por cima del resplandor que despiden ellas con s¨®lo manifestarse. No creas t¨² que Putifar fue un personaje insignificante. Yo he le¨ªdo en antiguas historias y s¨¦ de buena tinta que se distingui¨® como h¨¢bil capit¨¢n, venciendo al Fara¨®n del alto Egipto, ac¨¦rrimo contrario del Fara¨®n pastor a quien ¨¦l serv¨ªa, y domando en Chipre los filisteos, gente rubia y belicosa que hab¨ªan venido del Norte, que se hab¨ªan apoderado de aquella isla, y que mucho m¨¢s tarde se repuso, invadi¨® la tierra de Canaan y le dio nuevo nombre, aunque hizo en ella grandes estragos. Hay adem¨¢s quien asegura que Putifar era muy buen letrado, que pose¨ªa casi toda la ciencia de los egipcios, y que compuso memorias sobre las inundaciones del Nilo y sobre otros puntos no menos importantes. Pero todo esto se ha olvidado y ya nadie le recuerda ni le nombra, sino a causa o por culpa de su mujer. S¨®lo se habla de ¨¦l cuando de ella se habla, llam¨¢ndola, la mujer de Putifar, por donde ¨¦l es s¨®lo mencionado como marido. Escarmentemos pues en cabeza ajena y procuremos que nada semejante nos ocurra. Este y otros razonamientos por el mismo estilo ten¨ªa a Morsamor sobre ascuas. Y verdaderamente era poco honroso y nada glorioso ir a la conquista de un nombre inmortal en compa?¨ªa de damas tan desenfadadas y alegres, cuyas conquistas era de temer que se realizasen m¨¢s pronto. Aunque Morsamor disimulaba su disgusto, que sol¨ªa rayar a veces en repugnancia, donna Olimpia, era muy avisada y no dej¨® de conocerle; pero donna Olimpia era muy soberbia y no se dio por entendida ni formul¨® la menor queja. -XIII- A bordo toda la tripulaci¨®n estaba encantada de la bondadosa amenidad de donna Olimpia y m¨¢s a¨²n del regocijo de Teletusa, de sus danzas y cantares y hasta de sus frutas de sart¨¦n, hechas a veces con tal abundancia que hab¨ªa para que todos comieran. Ya hemos visto c¨®mo el piloto intim¨® con Morsamor y form¨® parte de su corro, y c¨®mo Fray Juan se holgaba de estar en ¨¦l y hasta de re¨ªr y charlar con las dos aventureras, pues, aunque piadoso, era indulgente, muy conocedor de las flaquezas humanas y bastante ejercitado en la virtud de la eutropelia. Hab¨ªa, no obstante, un personaje que no llevaba bien aquel alboroto, sino que estaba escandalizado de la constante huelga, si bien lo disimulaba y sufr¨ªa porque era prudent¨ªsimo. Era este personaje el administrador o comisionista encargado de las mercanc¨ªas y de sus ventas, compras y cambios. Notable por su habilidad mercantil y por su experiencia y largas peregrinaciones, pose¨ªa adem¨¢s el talento de hablar afluentemente la lengua ar¨¢biga, lo cual le val¨ªa y hab¨ªa de valerle para sus tratos y negocios con los mercaderes de aquellas regiones. El tal administrador, holand¨¦s o flamenco que en esto no est¨¢n de acuerdo los autores, se llamaba Gast¨®n Vandenpeereboom, nombre y apellido en completo desacuerdo con sus prendas personales, como si por ant¨ªfrasis los llevara. En lugar de ser Gast¨®n ten¨ªa fama de ro?oso y por no gastar en nada, no hablaba nunca sino por necesidad o provecho, a fin de no gastar saliva. Y su apellido, semejante al resonar del trueno o de la artiller¨ªa, tambi¨¦n se concertaba mal con sus lac¨®nicos y pausados discursos, pronunciados siempre en voz baja y suave. El se?or Vandenpeereboom era adem¨¢s tan peque?uelo y delgado, que parec¨ªa un duende. Casi no se le o¨ªa ni se le ve¨ªa. Cuando no estaba haciendo cuentas estaba rezando sus devociones, por ser muy religioso y devoto. Era harto feo de cara, pero en ella, y singularmente en la viveza penetrante de sus ojillos, se revelaba su inteligencia y su astucia. Nadie pod¨ªa acusarle de que murmurase, pero harto se notaba, a pesar de su disimulo, que el se?or Vandenpeereboom aguantaba con repugnancia la presencia a bordo de las dos aventureras y el jaleo continuo que all¨ª armaban. Como quiera que fuese, y sin m¨¢s novedad ni disgusto, la nave de Morsamor lleg¨® al fin al puerto de Melinda. La ciudad de este nombre era entonces populosa y estaba floreciente y rica. Era hijo su rey del que tan cort¨¦s y lealmente recibi¨® a Vasco de Gama y le proporcion¨® piloto para llegar a Calecut con menos peligro. Ferid¨²n se llamaba el rey nuevo, joven todav¨ªa, gallardo y muy agraciado de rostro. Ten¨ªa un hermano menor, llamado Rust¨¢n, a quien estimaba y quer¨ªa tanto que casi compart¨ªa con ¨¦l su trono. Y no debe extra?arse que tuviesen estos pr¨ªncipes nombres propios de los antiguos persas o iranios, porque era m¨¢s blancos que morenos, y pretend¨ªan descender, as¨ª como la m¨¢s ilustre nobleza del reino, de gente venida del Ir¨¢n. Asegur¨¢base que la ciudad de Chiraz y el f¨¦rtil territorio que la rodea hab¨ªan sido la cuna de los antiguos emigrantes. Y asegur¨¢base, por ¨²ltimo, que estos hab¨ªan abandonado la madre patria, llegando a la remota costa de ¨¢frica y fundando all¨ª una colonia, expulsados por el tremendo conquistador Temug¨ªn, alias Gengis Khan, emperador de los t¨¢rtaros mongoles. Causa de la expulsi¨®n o m¨¢s bien de la fuga para sustraerse a una tir¨¢nica intolerancia, hab¨ªa sido la refinada cultura de aquellos persas, y el modo incompleto y libre con que se llamaban mahometanos. La antigua religi¨®n de la luz increada viv¨ªa en sus almas sobrepuesta al islamismo. Zoroastro val¨ªa para ellos m¨¢s que Mahoma, como anterior y superior en la serie de los profetas. Las tradiciones patri¨®ticas sosten¨ªan y fomentaban en la mente de ellos la fe en los dogmas del Avesta y del Bundehesch, libros sagrados que tal vez ya no pose¨ªan ni conoc¨ªan. La poes¨ªa maravillosa, tan floreciente en el reinado de Mahamud de Gazna el Grande, hab¨ªa hecho que resurgiesen aquellas ideas y aquellos sentimientos en los esp¨ªritus y en los corazones. Dicen las historias que aquel rey glorioso tuvo muy regalados y agasajados en su corte, para mayor ostentaci¨®n y brillo, a m¨¢s de cuatrocientos poetas: cosa que aturde y pasma, sobre todo en el d¨ªa, cuando cr¨ªticos tan juiciosos e ilustrados como Clar¨ªn apenas conceden que tengamos en Espa?a dos y medio. Lo cierto es que entonces se escribieron en Persia lind¨ªsimos poemas descollando sobre todos el colosal de Firdusi, titulado Libro de los Reyes. En ¨¦l renacen y viven idealmente las glorias del Ir¨¢n y sus seculares luchas, en defensa y para difusi¨®n de la luz, contra los turan¨ªes, propugnadores de las tinieblas. El rey Mahamud gust¨® tanto de la obra de Firdusi que pens¨® en darle por ella todo el oro que pudiese sostener y llevar como carga el m¨¢s gigantesco y poderoso de sus elefantes. No lleg¨® el rey, por malquerencia y chismes de sus cortesanos, a premiar tan generosamente al poeta, pero consta que le envi¨® a Tus, lugar de su nacimiento, donde ¨¦l estaba retirado, un regalo casi equivalente, si bien fue ya tarde, porque le llevaban a enterrar cuando entraron en Tus los que dicho regalo tra¨ªan. No fue s¨®lo la epopeya la que pervirti¨® la ortodoxia musl¨ªmica de los habitantes de Chiraz y de toda su comarca, sino tambi¨¦n los cuentos y novelas que despu¨¦s se escribieron, los tratados de filosof¨ªa moral harto poco severa, y m¨¢s que nada, la poes¨ªa l¨ªrica, consagrada a ensalzar el vino, los amores y toda clase de deleites. Mal pod¨ªan avenirse con el Cor¨¢n las sentencias y los versos del _Gulist¨¢n_, de Sad¨ª y los voluptuosos madrigales de Hafiz que ¨¦l titulaba Gacelas. Todav¨ªa, por ¨²ltimo, se corrompieron m¨¢s las creencias y las costumbres con un misticismo que despu¨¦s se puso de moda, merced a muy eminentes escritores. Era el tal misticismo todo lo contrario de asc¨¦tico. En lo tocante a indulgencia con pasiones y goces, echaba la zancadilla al de nuestro famoso Padre Miguel de Molinos, no siendo menester la mortificaci¨®n y la penitencia para que el alma se uniese con lo infinito, sino m¨¢s bien absolver en ella toda la hermosura, todo el deleite y todo el bien de las cosas creadas. El libro titulado _El habla de los p¨¢jaros_, fue precursor de esta doctrina. Y quien m¨¢s la propag¨® e ilustr¨® luego fue el admirable poeta y fil¨®sofo Chelaled¨ªn Rum¨ª, autor del poema Mesnewi. As¨ª se fund¨® una secta her¨¦tica muy dada al sibaritismo y una a modo de orden religiosa de derviches, inclinad¨ªsimos a todo linaje de diversiones, m¨²sicas y danzas. Tales sectarios fugitivos fueron los fundadores de la colonia de Melinda, donde se hab¨ªan dado tan buena ma?a que hab¨ªan atra¨ªdo millares y millares de negros, formando un reino importante del que dichos negros constitu¨ªan la numerosa plebe. Cuando Vasco de Gama aport¨® all¨ª veinte y tres a?os antes, el rey melinde?o, que era muy pac¨ªfico, le recibi¨® leal y amistosamente. El h¨¦roe portugu¨¦s, ya por s¨ª mismo, ya por medio de su alf¨¦rez Nicol¨¢s Coello, hab¨ªa acrecentado tan buenas disposiciones, ponderando la grandeza y el poder¨ªo de Portugal y de su monarca. Gama y Coello trataron de hacer creer a los de Melinda que Espa?a era la cabeza de Europa y Portugal la cumbre de la cabeza; que el rey portugu¨¦s era el primero de los reyes y que el mismo nombre de Dios era su nombre; que con su innumerable caballer¨ªa impon¨ªa respeto y subyugaba a las dem¨¢s naciones; que sus naves, bien artilladas, recorr¨ªan el mar a centenares; y que las rentas y tributos, que le rend¨ªan sus vasallos y los pueblos vencidos, eran tan abundantes, que, despu¨¦s de pagados todos los gastos, dejaban cada luna un sobrante de doscientos mil cruzados lo menos. No se sabe hasta qu¨¦ punto creer¨ªan los melinde?os tan enormes exageraciones; pero, como vieron despu¨¦s que los portugueses enviaron al mar de la India poderosas flotas, que eran valientes y terribles, que conquistaron muchos puertos y ciudades, que asolaron no pocas provincias y que iban ense?ore¨¢ndose de todo, acabaron por creer lo que al principio les hab¨ªan dicho; a formar de Portugal el m¨¢s elevado concepto, y a considerar como la mejor pol¨ªtica la conservaci¨®n y el acrecentamiento de la amistad portuguesa. Esta era la opini¨®n que prevalec¨ªa entre los de Melinda cuando la nave de Morsamor entr¨® en su puerto. -XIV- No bien saltaron en tierra algunas personas de a bordo, visitaron la ciudad y hablaron con sus mercaderes y con otros de sus habitantes, entre los cuales no faltaba ya quien chapurrease el portugu¨¦s o el italiano, corri¨® por todas partes la voz de que mandaba la nave reci¨¦n llegada un se?or de mucho fuste y campanillas, cuyo nombre era Miguel de Zuheros. Se difundi¨® tambi¨¦n que ven¨ªan en la nave dos princesas de lo m¨¢s encopetado de Europa, que iban viajando para su instrucci¨®n y recreo. Hubo no pocos curiosos y desocupados que fueron a visitar la nave, donde Morsamor los recibi¨® con franca cordialidad y agasajo. Y como all¨ª viesen a donna Olimpia y a Teletusa, se maravillaron y embelesaron, d¨¢ndose a propalar entre sus compatricios que en la nave europea hab¨ªa, no dos mujeres bonitas, sino dos _p¨¦ris_ o dos hur¨ªes. Donna Olimpia fue la que m¨¢s agrad¨® y sorprendi¨® por su porte majestuoso, y m¨¢s a¨²n por la n¨ªtida blancura de su tez y por el ¨¢ureo fulgor de sus cabellos rubios, prendas muy raras en aquella tierra. As¨ª es que la consideraron y ponderaron como si fuese criatura sobrehumana y hasta la propia Paraban¨², emperatriz de las hadas. Cuando todos estos rumores llegaron a los o¨ªdos del rey y de su hermano, ambos anhelaron obsequiar a Morsamor, ver a las dos hermosas princesas y mostrar a ¨¦l y a ellas el esplendor de la capital de su reino y la f¨¦rtil amenidad de los huertos y c¨¢rmenes que a imitaci¨®n y en competencia de Chiraz hab¨ªa en su ruedo y en ambas orillas del Sabaki, que desemboca en la mar a corta distancia. Pronto se concert¨® y dispuso una fiesta y jira campestre a la que Morsamor, Tiburcio, el piloto, Fray Juan de Santar¨¦n, las dos princesas y el se?or Vandenpeereboom fueron convidados. En bateles del pa¨ªs, empavesados con vistosos gallardetes y fl¨¢mulas multicolores, y defendidos de los ardores del sol por elegantes toldos, los convidados fueron a tierra, donde hab¨ªa para las damas dos soberbios palanquines llevados por robustos negros; para Morsamor y Tiburcio, hermosos caballos ¨¢rabes ricamente enjaezados; y para el piloto, el comisionista y el fraile, sendos pollinos tordos y lustrosos, con primorosas albardas, de las que pend¨ªan caireles y flecos de seda y con las cabezadas y j¨¢quimas de seda tambi¨¦n, alegrando los o¨ªdos el sonar de los cascabeles de plata que hab¨ªa en los pretales, y alegrando la vista los relucientes y airosos penachos que descollaban muy por cima de las largas y puntiagudas orejas. Debemos advertir aqu¨ª que en Oriente no es el asno, como en nuestros pa¨ªses, animal plebeyo y vilipendiado, sino que, por el contrario, goza de notable cr¨¦dito y suele servir de cabalgadura a las personas graves, constituidas en dignidad y que conviene que caminen con reposo y pausada prosopopeya. Con muy brillante acompa?amiento el rey y su hermano llegaron a recibir a sus hu¨¦spedes en una gran plaza que estaba cerca del muelle. Varios ulemas, magos y astr¨®logos del Real Consejo privado, ven¨ªan tambi¨¦n en burros; monteros y cazadores, de a pie y de a caballo, tra¨ªan la jaur¨ªa de podencos y lebreles; doce diestros cazadores de altaner¨ªa, todos a caballo, llevaban en el antebrazo izquierdo, asidos a la l¨²a de becerro con las acicaladas garras, ya poderosos nebl¨ªes, tra¨ªdos a mucha costa de las monta?as de Elburz o de Mazender¨¢n a orillas de mar Caspio, ya ¨¢giles alfaneques africanos, retenidos por la pihuela para que no echasen a volar, y todos con sus capirotes de grana y con sutiles cascabelillos de oro en las nervudas patas. El rey se present¨® en un lujoso carro, tirado por cuatro caballos blancos y conducido por su propio hermano Rust¨¢n, que se ufanaba de ser h¨¢bil auriga. Se parec¨ªan tambi¨¦n en el carro un venerable escudero, que sosten¨ªa el quitasol de raso amarillo, bordado de oro, dando sombra al rey y siendo s¨ªmbolo e insignia de su poder soberano; y dos pajecillos, muy graciosos y compuestos, que oseaban las moscas y mov¨ªan y refrescaban el aire que circundaba a la persona regia, agitando grandes abanicos, uno de pintadas plumas de pavo real, y otro de plumas de avestruz blancas como la leche. El rey y su hermano recibieron y saludaron a las damas, a Morsamor y a los suyos con gran cortes¨ªa y finura, y despu¨¦s de recorrer las principales calles de la ciudad y de mostrarles las m¨¢s interesantes curiosidades, los llevaron al campo, donde los cazadores y las bien industriadas aves de rapi?a lucieron su destreza en la cetrer¨ªa, arte cultivad¨ªsimo en Persia desde los tiempos primitivos de Jemshyd, fundador del primer imperio. Todos fueron luego a un parque o coto muy extenso que pose¨ªa el rey en la margen del r¨ªo, y donde hab¨ªa mucha caza, especialmente de ciervos. Espantados y perseguidos por los ojeadores, los ciervos pasaron en manadas por muy cerca de las paranzas donde el rey y los que le acompa?aban se hab¨ªan puesto a aguardarlos. As¨ª hicieron en ellos no peque?a carnicer¨ªa, lanz¨¢ndoles flechas, venablos y azagayas. El rey Ferid¨²n obsequi¨® por ¨²ltimo a sus convidados y a los individuos de su servidumbre con una exquisita merienda, en la que el guiso que m¨¢s agrad¨® fue uno de ¨¢nades silvestres en arroz blanco, condimentado con la picante salsa llamada curry. Los alm¨ªbares de azahar y de rosas fueron tambi¨¦n muy celebrados. Y los se?ores principales consumieron en abundancia el famoso vino de Chiraz a pesar de Mahoma, mientras que la gente menuda se regal¨® con arrack, bebida fermentada de la India, harto menos costosa. Las dos damas fueron muy admiradas y requebradas, rayando en frenes¨ª el entusiasmo que excitaron, sobre todo hacia el fin de la merienda. El rey, el pr¨ªncipe, su hermano, los ulemas y los astr¨®logos, todos en suma, apenas se atrevieron a dirigirles la palabra en prosa, sino que les echaron a porf¨ªa mil piropos, ya en versos persas, ya en versos ar¨¢bigos, que los se?ores Vandenpeereboom y Tiburcio se encargaban de traducir. Porque seg¨²n la costumbre de aquella tierra casi hubiera sido desacato o irreverencia hablar en prosa a se?oras tan bellas y de tan alta guisa. Por fortuna no era dif¨ªcil a las personas elegantes de por all¨ª hablar siempre en verso, porque la menos instruida de todas ellas sabia de memoria millares de kasidas y de gacelas, aprop¨®sito para todos los casos, y que pod¨ªan ensartarse unas en otras, como las perlas en un hilo, por medio de la prosa rimada. En resoluci¨®n, los viajeros se divirtieron mucho aquel d¨ªa y todos volvieron a bordo muy lisonjeados y satisfechos. -XV- Despu¨¦s de la jira campestre y contrariando los planes de Morsamor, su nave permaneci¨® a¨²n en el puerto de Melinda una semana entera. La carga y descarga de art¨ªculos de comercio y los tratos y contratos que tuvo que hacer el se?or Gast¨®n Vandenpeereboom fueron la causa de tales estad¨ªas. Lleg¨® al fin el momento de continuar el viaje. Era una hermosa tarde de oto?o, v¨ªspera de la salida. Morsamor, Tiburcio, las damas y toda la tripulaci¨®n estaban a bordo. Una almad¨ªa, conduciendo gente muy bulliciosa y regocijada, se acerc¨® al costado de la nave. Uno de los de la almad¨ªa pidi¨® permiso para que visitasen la nave ¨¦l y sus compa?eros. Compon¨ªan estos una tropa o cofrad¨ªa de los derviches m¨ªsticos, apellidados mevlevies, de que fue fundador y patriarca el ya citado celeb¨¦rrimo Chelaled¨ªn-Rum¨ª, egregio poeta entre los orientales y melodioso _ruise?or de la vida contemplativa_. Miguel de Zuheros no estaba de muy buen humor y repugnaba recibir a los derviches; pero donna Olimpia y Teletusa, que hab¨ªan o¨ªdo hablar de sus extravagantes y vertiginosos bailes y del extra?o m¨¦todo que empleaban para llenarse de furor divino y entrar en la v¨ªa unitiva, intercedieron por ellos y consiguieron que subiesen sobre cubierta. Hasta veinte ser¨ªan los de aquella tropa, todos vestidos de flotantes y ligeros pa?os, todos contentos y satisfechos como quien priva con la divinidad y de los dem¨¢s seres del mundo no se le importa un prisco. Al son de una m¨²sica muy rara entonaron los derviches algunas de las m¨¢s bellas canciones pante¨ªsticas de su fundador. Luego tejieron la m¨¢s arrebatada y fren¨¦tica danza que puede imaginarse. Y, por ¨²ltimo, cuatro de los derviches, trompeteros de resuello pujante, hicieron resonar las kernas de que ven¨ªan provistos. La danza se precipit¨® entonces con rapidez sobrehumana. Verlos bailar causaba mareo. Aquel espect¨¢culo asustaba m¨¢s que divert¨ªa, pero ten¨ªa tan invencible atractivo que todas las miradas quedaban fijas en los derviches sin poder apartarse de ellos. Atronador era el sonido de las kernas, trompetas enormes de m¨¢s de dos metros de longitud, en figura de serpientes y enroscadas en giro tortuoso. --Nadie me quitar¨¢ de la cabeza--dijo Tiburcio a donna Olimpia, que estaba a su lado--que si bien la m¨²sica, como todas las dem¨¢s artes, ha adelantado mucho en estos ¨²ltimos tiempos, todav¨ªa hay en ella secretos misteriosos, descubiertos en las edades primitivas y conservados ocultamente en los santuarios y en los colegios sacerdotales. Al o¨ªr estas trompetas se entrev¨¦ y se adivina la relaci¨®n, conocida en lo antiguo y desconocida hoy, entre la m¨²sica y la arquitectura. Al o¨ªr estas trompetas no parece del todo ponderaci¨®n, encarecimiento o milagro, lo que se cuenta de Anfi¨®n erigiendo al son de la m¨²sica las murallas de Tebas, y lo que se cuenta de Josu¨¦ derribando las murallas de Jeric¨® a trompetazos. Tal vez la m¨²sica del porvenir llegue en Europa, dentro de cuatro siglos o antes a tener eficacia parecida, mas por ahora distamos mucho de ello. Donna Olimpia estaba tan absorta oyendo el trompeteo y contemplando la danza, que no contest¨® palabra alguna. La observaci¨®n de Tiburcio era, sin embargo, muy atinada aunque incompleta. Sin duda aquella m¨²sica profunda y sabiamente b¨¢rbara no estaba s¨®lo en relaci¨®n con la arquitectura, no era s¨®lo una fuerza motriz material, sino que era asimismo un pasmoso veh¨ªculo de la fuerza ps¨ªquica, trasmitiendo con el aliento vital por el retorcido tubo de bronce el deseo imperioso del esp¨ªritu. Esto que recientemente han inventado los hombres y han apellidado magnetismo animal no es m¨¢s que un leve e imperfecto atisbo y un ensayo rudo y embrionario, dig¨¢moslo as¨ª, del empleo de la fuerza ps¨ªquica, que en los venideros tiempos ha de conocerse mejor y ejercitarse con gran fruto. Como quiera que ello sea, lo cierto es que aquellos trompeteros o sonadores de kerna pod¨ªan ya, por virtud de la ciencia oculta custodiada en Oriente, emplear la fuerza del alma y producir el letargo magn¨¦tico en quien se les antojaba. No nos maravillemos pues, de que Morsamor, que tambi¨¦n ve¨ªa la danza y escuchaba el trompeteo, viniese a caer en hond¨ªsimo letargo. No hubo modo de despertarle, y permaneci¨® traspuesto cerca de veinticuatro horas. Cuando Morsamor volvi¨® a su acuerdo, la nave estaba en alta mar, lejos de Melinda, y navegando con viento favorable hacia las distantes playas de Malabar. Cu¨¢n extraordinaria sorpresa y cu¨¢n tremenda c¨®lera no ser¨ªan las de Morsamor no bien supo que donna Olimpia y Teletusa, as¨ª como sus escuderos Asmodeo y Belceb¨², hab¨ªan desaparecido, sin que se hallasen en la nave por m¨¢s que los hab¨ªan buscado. Sin duda, en la tremolina y rebullicio que se arm¨® cuando Miguel de Zuheros cay¨® en su hondo letargo, las dos damas y los dos escuderos hubieron de escabullirse y¨¦ndose con los derviches. Las ¨®rdenes de levar anclas y darse a la vela al amanecer hab¨ªan sido tan terminantes que, a pesar de lo ocurrido, el piloto no quiso desobedecerlas. El letargo de Morsamor pod¨ªa por otra parte terminar en muerte, y lo m¨¢s seguro era salir para la India, por no considerarse nadie a bordo con poder bastante para desembarcar y tomar venganza de aquel desaguisado, en la suposici¨®n de que los derviches o algunas otras personas tuviesen la culpa de todo. Interrogado por Morsamor, Tiburcio le dijo: --De tu letargo, no s¨¦ qu¨¦ pensar. Yo creo que le produjeron las trompetas m¨¢gicas, pero tal vez la intenci¨®n de los derviches no fue en tu da?o. Y por lo tocante a donna Olimpia y a Teletusa nada tenemos que reclamar. No ha habido rapto. Ni la violencia ni la astucia han sido parte en su fuga. Ellas nos han abandonado en el pleno uso y ejercicio del libre albedr¨ªo. De nadie, pues, ni de ellas mismas, podemos quejarnos. Lee esta carta que me dej¨® escrita Teletusa antes de partir. Morsamor tom¨® la carta y ley¨® lo que sigue: ?Mi adorado Tiburcio: La fatalidad lo quiere y lo dispone y es menester someterse a ella. En las entretelas de mi coraz¨®n llevo yo pintada tu imagen con preciosos y vivos colores que nunca han de deste?irse. Estoy convencida de que no volver¨¦ a hallar jam¨¢s hombre tan guapo como t¨² y que me pete tanto, aunque, como el Infante don Pedro de Portugal, recorra yo en su busca las siete partidas del mundo. Y, sin embargo, tengo que abandonarte. Donna Olimpia lo quiere. Seguirla es para m¨ª deber ineludible. Si ella abandona a Morsamor es porque conoce que, si bien Morsamor la quiere, Morsamor tiene verg¨¹enza de llevarla en su compa?¨ªa. Harto ha notado ella que cuando Morsamor no est¨¢ bajo el hechizo de su mirada y recobra la calma y el juicio que le roba la embriaguez del deleite amoroso, ella, si no es objeto de repugnancia para Morsamor, es considerada por ¨¦l como un estorbo y como un esc¨¢ndalo. No queremos estorbar ni escandalizar y por eso nos quedamos en Melinda. Hemos celebrado un contrato con el Rey Ferid¨²n y con el pr¨ªncipe Rust¨¢n, los cuales, bajo palabra de honor, corroborada por solemnes juramentos, nos dejan en completa libertad de largarnos donde se nos antoje, si dentro de seis meses nos hartamos de ser el adorno y el esplendor de su corte. Donna Olimpia ha querido que nuestra separaci¨®n sea s¨²bita y por sorpresa para ahorrarnos a todos el trance desgarrador de la despedida. Ella desea que Morsamor alcance grandes victorias, triunfos y laureles en la India; entiende que para esto perjudicar¨ªa a Morsamor si le siguiese y por eso le deja. Si ¨¦l por un lado, ella tambi¨¦n separadamente por otro, puede vencer y triunfar sola. El continuar juntos, dice ella, ser¨ªa causa de debilidad y a todos nos da?ar¨ªa. Ella sola tiene tambi¨¦n colosales proyectos. Quiere visitar la Meca, el reino del Preste Juan, el Egipto, la Tierra Santa y qu¨¦ s¨¦ yo cu¨¢ntas otras regiones. Por Dios no teng¨¢is pesadumbre de que nos separemos de vosotros. La pesadumbre de Morsamor s¨®lo podr¨ªa nacer, si la tuviese, de su vanidad ofendida. En el fondo de su alma debe alegrarse y de fijo se alegrar¨¢ de verse libre de nosotras. Lo que es t¨² bien s¨¦ yo que me quieres un poquito y que sentir¨¢s algo mi ausencia. No me olvides. Guarda de m¨ª tan dulce recuerdo como el que yo de ti guardo. ?Qui¨¦n sabe? Ya nos volveremos a encontrar alg¨²n d¨ªa. Entre tanto, quede yo en tu memoria tan gentil y enamorada, como t¨² en la m¨ªa quedas, y ten por cierto que nunca dejar¨¢ de amarte tu _Teletusa_?. Le¨ªda esta carta, Tiburcio entreg¨® a Morsamor otra que donna Olimpia hab¨ªa dejado escrita para ¨¦l. Era esta carta tan elocuente y tan sentida que no me atrevo a recomponerla aqu¨ª, pues no teni¨¦ndola a mano tal como se escribi¨® la falsear¨ªa yo y la echar¨ªa a perder, recomponi¨¦ndola y ofreci¨¦ndola a mis lectores. Baste, pues, que sepan que donna Olimpia se desped¨ªa de Morsamor con inmensa ternura, y tratando de justificar la separaci¨®n por ineludible. Morsamor sinti¨® muy mortificado su amor propio, pero en el fondo de su alma tuvo que dar la raz¨®n a donna Olimpia, y no hall¨® motivo para quejarse de ella ni de nadie. Sospech¨®, con todo que el mediador que hab¨ªa habido entre Ferid¨²n y Rust¨¢n y las dos aventureras no pod¨ªa haber sido otro que el Sr. Gast¨®n Vandenpeereboom, pero disimil¨® su enojo por verg¨¹enza y no quiso vengarse, al menos por lo pronto. -XVI- El piloto Lorenzo Fr¨¦itas dirigi¨® la nave con habilidad pasmosa, aprovechando la monz¨®n favorable del sud-oeste, y, con mayor rapidez que la ordinaria, cruz¨® el Mar de la India hasta hallarse ya, seg¨²n sus c¨¢lculos, a cuatro o cinco d¨ªas de distancia del puerto de Goa. All¨ª estaba sin duda el virrey Don Duarte de Meneses, a quien Morsamor quer¨ªa presentarse, poni¨¦ndose a sus ¨®rdenes, aunque hubiera preferido que esto fuera llev¨¢ndole alg¨²n presente y despu¨¦s de haber dado cima a empresas de importancia y de lucimiento. Para tratar sobre este punto, Morsamor llam¨® a consejo una ma?ana al piloto Fr¨¦itas, al administrador Vandenpeereboom y hasta a Fray Juan de Santar¨¦n y al amigo Tiburcio, con cuyos pareceres quer¨ªa asesorarse. Por noticias que en Sofala y en Melinda le hab¨ªan llegado, Morsamor sab¨ªa que los negocios de Portugal en la India andaban harto revueltos. Y aunque presentaban mayor peligro que de ordinario, pod¨ªan tambi¨¦n dar ocasi¨®n a grandes triunfos si la destreza y el brio eran secundados por la fortuna. Tiempo hac¨ªa ya que el sold¨¢n del Cairo no constru¨ªa auxiliado para ello por los venecianos a toda costa en Berenice, puerto del Mar Rojo, naves con que salir a combatir a los portugueses en el Golfo de Om¨¢n y en lo m¨¢s ancho del Eritreo, pero hab¨ªan corrido rumores de que el r¨¦gulo de Ormuz se hab¨ªa rebelado, sacudiendo la pleites¨ªa y negando el tributo que antes pagaba. Asegur¨¢base adem¨¢s, que el gran turco, a quien arrebataban los portugueses en la India el fructuoso comercio que hubiera acrecentado y hecho incontrastable su poder, hab¨ªa alentado, por medio de emisarios secretos, y tal vez con promesas de auxilio, a varios rajaes o pr¨ªncipes soberanos indostan¨ªes, mahometanos unos y gentiles otros, para que contra Portugal se ligasen y armasen. Alma de esta liga era un marino audaz y experto, llamado Aga Mahamud, el cual ten¨ªa gran cr¨¦dito y alto nombre, y hab¨ªa llegado a reunir bajo su mando una poderosa flota de m¨¢s de cincuenta ligeras y bien artilladas fustas, sin contar varias galeras, almad¨ªas, zambucos y otros peque?os bajeles, cuyos tripulantes, aunque de diversas razas, lenguas y creencias, eran todos gente desalmada y fiera, avezada a la mar, sufrida en los trabajos y despreciadora de los peligros. No lejos de Diu, florec¨ªa entonces, en el fondo de un estero y a orillas de un r¨ªo caudaloso, la ciudad de Chaul, emporio del comercio que, para sustraerse al poder mar¨ªtimo de Portugal, hac¨ªan entonces con la India, por tierra, Persia y Arabia. Chaul era singularmente famosa como mercado de caballos, y all¨ª iban a surtirse los grandes se?ores y pr¨ªncipes indianos para remontar su caballer¨ªa. Los portugueses hab¨ªan obtenido del pr¨ªncipe de Chaul el permiso de erigir una gran fortaleza no lejos de la ciudad y al borde del estero, adquiriendo as¨ª la llave y el dominio de emporio tan importante. La fortaleza hab¨ªa empezado a construirse, pero Aga Mahamud hab¨ªa acudido a estorbarlo con sus fustas, y se dec¨ªa que se hab¨ªan dado ya algunos combates en que no siempre los portugueses salieron bien librados. Peligroso era ir all¨ª con una nave sola exponi¨¦ndose a un encuentro con fuerzas superiores enemigas, pero Morsamor, deseoso de se?alarse por actos heroicos, propuso a sus compa?eros de navegaci¨®n y de armas dirigir el rumbo hacia Chaul y acudir en auxilio de la flota portuguesa que defend¨ªa all¨ª la construcci¨®n del castillo y que tal vez en aquellos momentos estaba sitiada y vigorosamente combatida. Posible era sucumbir all¨ª con gloria, pero si por dicha se venc¨ªa, Morsamor gozaba en imaginar la brillantez y la pompa de su entrada en Goa ya victorioso y llevando de presente a Don Duarte treinta o cuarenta caballos ¨¢rabes y persas r¨¢pidos en la carrera, de pura sangre y de hermos¨ªsima estampa. Habl¨® Morsamor con tanto fuego que logr¨® penetrar y encender con ¨¦l los corazones de su peque?o auditorio. El mismo Fray Juan de Santar¨¦n hubo de entusiasmarse y dijo que, dejando por lo pronto los medios de persuasi¨®n, hasta que aprendiese ¨¦l con facilidad alguna de las lenguas que por all¨ª se hablaban, empu?ar¨ªa un arcabuz y transmitir¨ªa as¨ª sus creencias a los infieles por medio de terribles lenguas de fuego. Hab¨ªa recelado Morsamor hallar oposici¨®n en el se?or Vandenpeereboom, pero se llev¨® agradable chasco. El se?or Vandenpeereboom siempre con la fr¨ªa suavidad y con la lentitud de sus palabras, dijo de esta suerte, cuando le lleg¨® el turno de hablar: --En los peligros grandes el temor es casi siempre mayor que el peligro. Mucho aventuramos, pero, ?qui¨¦n sabe? Acaso salgamos bien de la empresa, y harto se comprende el provecho y la gloria que de ello nos resultar¨ªan. Si somos vencidos, si las fustas de Aga Mahamud echan a pique nuestra nave ?qu¨¦ le hemos de hacer? Morir tenemos, como dicen los cartujos, y lo mismo es hoy que ma?ana. Yo aqu¨ª, como apoderado comercial de los se?ores Adorno y Salvago, s¨®lo debo mirar por sus intereses. Y para disipar escr¨²pulos dir¨¦ que aunque esta nave se hunda en la mar con toda la riqueza que contiene, si se hunde con gloria y con la conveniente y debida resonancia, los se?ores Adorno y Salvago saldr¨¢n ganando y no perdiendo. Esto lo calculamos muy bien antes de zarpar de Lisboa y por eso se dio el mando militar de la nave a tan atrevido sujeto como el se?or Miguel de Zuheros que est¨¢ presente. Si a nosotros nos hacen trizas y si descendemos al fondo del mar a que los peces nos devoren, los se?ores Adorno y Salvago se afligir¨¢n o supondr¨¢n que se afligen, pero ya tienen echadas sus cuentas y hechos sus c¨¢lculos y sabr¨¢n poner alto precio a nuestro hero¨ªsmo, impetrando de Su Alteza Fidel¨ªsima honores, mercedes y privilegios muy provechosos. Con que haga el se?or Miguel de Zuheros lo que mejor le convenga, y atr¨¦vase a todo, que por nosotros no ha de quedar. En vista de tan un¨¢nime concordancia de pareceres, Morsamor dispuso que se navegase hacia Chaul, y as¨ª lo hizo Fr¨¦itas, con todo el cauteloso esmero que conven¨ªa para esquivar el encuentro de superiores fuerzas contrarias y para acudir en la m¨¢s oportuna saz¨®n a dar a los amigos inesperado socorro. -XVII- Al amanecer de un d¨ªa del mes de Septiembre, la nave de Morsamor se hallaba a la vista de Chaul, muy cerca de la costa. Dens¨ªsima niebla quitaba su transparencia al aire y extendida sobre la superficie del mar, ofuscaba la vista. Morsamor y los suyos creyeron o¨ªr frecuentes estampidos como de disparos de bombardas, y hasta imaginaron columbrar el resplandor siniestro que a los estampidos preced¨ªa. Sin temor, no obstante, aunque s¨ª con extraordinarias precauciones, se fueron acercando hacia donde sonaban los disparos. No soplaba el viento muy en su favor, pero el piloto Fr¨¦itas y sus ¨¢giles marineros le dominaban y aprovechaban con diestras maniobras. A pesar de la niebla, descubrieron de repente un esquife que se recataba de ellos y procuraba huir. Echaron entonces al agua el de la nave, en el que izaron la bandera portuguesa, y a todo remo dieron caza y alcanzaron al que hu¨ªa. Los que le tripulaban, no bien distinguieron la bandera de Portugal, trocaron su recelo en alegr¨ªa y se pusieron al habla con los de la nave. Pronto el que mandaba el esquife fugitivo subi¨® a bordo de la nave y lleg¨® a la presencia de Morsamor. Interrogado por ¨¦l el del esquife fugitivo habl¨® de este modo: --Yo, que me llamo Antonio Vaz, y los que vienen conmigo, form¨¢bamos parte de la tripulaci¨®n de la galera que mandaba Diego Fern¨¢ndez y que hab¨ªa ido a ponerse a la entrada del estero para impedir que las fustas de Aga Mahamud penetrasen en ¨¦l y fuesen a combatir la fortaleza, ya desde el agua, disparando bombardas, arcabuces y flechas, ya desembarcando gente a fin de tomarla por asalto, con el auxilio de los hombres de armas que Hamet, gran enemigo de los portugueses y dominador hoy en Chaul, ha enviado contra nosotros. Atacada nuestra galera por cinco fustas de Aga Mahamud hab¨ªa perdido mucha gente. Apenas quedaba esperanza de salvaci¨®n. La chusma de forzados, moros y gentiles, que estaba al remo empez¨® a rebelarse, gritando en su lengua a los de las fustas que se acercasen sin temor, que ya poca resistencia hallar¨ªan y que ellos procurar¨ªan ayudarlos y salvarse. Entendi¨® el capit¨¢n Diego Fern¨¢ndez las palabras y el traidor prop¨®sito de los forzados y cayendo sobre ellos, porque el c¨®mitre hab¨ªa muerto atravesado por una flecha, mat¨® con su espada a cinco de los m¨¢s rebeldes y furiosos. Por desgracia una gruesa bala de bombarda vino a chocar contra el hierro del ancla que estaba all¨ª cerca suspendida, y saltando de rebote, dio tan tremendo golpe en la armadura de acero de Diego Fern¨¢ndez que se la hizo pedazos, hundi¨¦ndole en el pecho algunos de sus punzantes y afilados picos. Diego Fern¨¢ndez perdi¨® la vida en el acto. A reemplazarle en el mando acudi¨® oportunamente don Jorge de Meneses. Con ¨¦l hab¨ªan venido de refresco cerca de cuarenta soldados que estaban antes en otro nav¨ªo. Para que no desmayasen y se acobardasen a la vista del capit¨¢n muerto, don Jorge nos mand¨® que le envolvi¨¦semos en la manta de un forzado y que le escondi¨¦semos en el fondo del buque. As¨ª lo hicimos al punto. La fortaleza entre tanto nos pareci¨® asaltada por la gente de la ciudad que Hamet hab¨ªa enviado contra ella. Quiso entonces don Jorge dar a la fortaleza alg¨²n auxilio, me consider¨® m¨¢s capaz que nadie para tan arriesgada empresa, recib¨ª sus ¨®rdenes y lanc¨¦ al agua el esquife en que me hab¨¦is visto venir. Dos fustes y algunos peque?os bateles de Aga Mahamud me cerraron el paso y me impidieron saltar en tierra. No pude tampoco volver a la galera, porque se interpusieron persigui¨¦ndome. De ellos ven¨ªa huyendo cuando me hab¨¦is encontrado. O¨ªda esta relaci¨®n de Antonio Vaz, Morsamor le anim¨® y le tom¨® por gu¨ªa para que le llevase hacia donde estaban las dos fustas y los peque?os bateles que le hab¨ªan perseguido. Con gran rapidez, en silencio, arriada la bandera, y hasta cierto punto oculta por la neblina, la nave de Morsamor cay¨® de repente sobre las dos fustas, que se hab¨ªan apartado del grueso de la flota persiguiendo al peque?o esquife, y ech¨® a pique una de ellas con certeros tiros de su artiller¨ªa, que dirig¨ªa Tiburcio con tino verdaderamente diab¨®lico. Pasmados los de la otra fusta y aterrorizados del imprevisto ataque, no acertaron a huir ni a poner resistencia. La nave se acerc¨® a la fusta y la gente de Morsamor la entr¨® al abordaje, pasando a cuchillo a cuantos hab¨ªa en ella. Tiburcio tom¨® entonces el mando de la fusta apresada. Morsamor y Tiburcio se apresuraron luego a llegar donde combat¨ªan la galera de don Jorge y el grueso de la flota portuguesa contra las fustas de Aga Mahamud, en las cuales hizo Morsamor tremendo estrago con la artiller¨ªa y arcabucer¨ªa de su nave, cooperando eficazmente a la victoria una audaz estratagema de Tiburcio, porque desorden¨® las fustas de Aga Mahamud penetrando en sus filas como si su fusta fuese a¨²n una de ellas y no hubiese pasado a poder del enemigo. En suma, las fustas de Aga Mahamud tuvieren que retirarse todas con grand¨ªsima p¨¦rdida y quebranto, y don Jorge, a hora de medio d¨ªa hizo resonar las trompetas y clarines en se?al de victoria, si bien no se resolvi¨® a perseguir la armada de los infieles. La situaci¨®n en que estaba la fortaleza le atra¨ªa antes que todo. Era menester libertarla de los sitiadores que Hamet hab¨ªa mandado contra ella. Y como ya no hab¨ªa que hacer cara a las fustas de Aga Mahamud, los m¨¢s aptos y valerosos de los hombres que tripulaban la flota portuguesa desembarcaron no lejos del castillo, que s¨®lo defend¨ªan sesenta hombres, los cuales, de acuerdo con los desembarcados, a quienes desde las almenas y saet¨ªas vieron llegar, hicieron a tiempo una salida muy vigorosa, cayendo sobre los sitiadores a quienes los desembarcados atacaron por el flanco y por la espalda. Al frente de una tropa de m¨¢s de cuarenta, entre los que se distingu¨ªan Tiburcio dando cuchilladas y Fray Juan de Santar¨¦n animando a los combatientes con oraciones fervorosas, Morsamor hizo atroz carnicer¨ªa en los musulmanes y gentiles de Chaul, que pronto abandonaron el campo y huyeron despavoridos refugi¨¢ndose en la ciudad. Para aterrar a Hamet y a los que en la ciudad le obedec¨ªan, don Jorge de Meneses les envi¨® un presente horrible: cincuenta cabezas de los que hab¨ªan muerto atacando la fortaleza y rechazados por ¨¦l. Amilanado Hamet y temiendo el incendio y saco de la ciudad y muertes innumerables si era entrada por asalto, pidi¨® la paz, capitul¨®, y dej¨® entrar a los portugueses que de la ciudad se ense?orearon. Morsamor, cuyo inesperado auxilio hab¨ªa sido parte tan principal en la victoria, goz¨® del triunfo a par de don Jorge, siendo vitoreado y ensalzado por los de la hueste. El contento de los vencedores lleg¨® a su colmo cuando pudieron apoderarse, como tributo, de parte de las riquezas all¨ª reunidas y repart¨ªrselas entre todos. Morsamor, persistiendo en su prop¨®sito, no dej¨® de tomar veinte hermosos caballos ricamente enjaezados, para llev¨¢rselos de presente a don Duarte, cuando se presentase ante ¨¦l en Goa, como pensaba hacerlo, con la noticia de aquel triunfo. -XVIII- Pronto lleg¨® al puerto de Goa la nave de Morsamor: este y Tiburcio, muy orondos y satisfechos de la gloria militar que hab¨ªan adquirido; el piloto Fr¨¦itas no menos pagado del aumento de su cr¨¦dito como h¨¢bil navegante, y contento el se?or Vandenpeereboom de las compras y ventas que iba haciendo y que pensaba hacer, aprovech¨¢ndose de los triunfos y sin perder las buenas ocasiones. Don Duarte de Meneses recibi¨® con grande aprecio al aventurero castellano que tan bien le hab¨ªa servido y acept¨® gustoso el rico obsequio de los veinte hermosos caballos. Por aquellos d¨ªas todo era j¨²bilo en Goa, porque de Ormuz llegaron tambi¨¦n muy buenas nuevas. Amedrentado el rey rebelde, hab¨ªa entrado en tratos con los portugueses para entregarles la plaza, pero su visir, que era un _rum¨ª_, o griego renegado, se puso de acuerdo con la princesa hija del monarca que hab¨ªa reinado all¨ª en tiempo del grande Albuquerque. El _rum¨ª_ la tom¨® por mujer o por amiga y movido por la ambici¨®n y excitado por la princesa, asesin¨® al rey y se apoder¨® en lugar suyo de aquellos Estados. Los portugueses entonces lucharon contra el usurpador, lograron vencerle y entraron en Ormuz a saco, apoder¨¢ndose de un bot¨ªn espl¨¦ndido. Poco despu¨¦s de llegar a Goa la nueva de la victoria de Chaul, lleg¨® tambi¨¦n la nueva de esta victoria. Goa resplandec¨ªa entonces en su mayor auge como centro y capital del imperio lusitano en Oriente; imperio que se extend¨ªa desde Sofala a Malaca, por todas las costas del Oc¨¦ano ¨ªndico y del Golfo de Bengala, y dilat¨¢ndose adem¨¢s por muchas islas del mar del Sur, como Ceil¨¢n, Sumatra, Java y las Molucas, donde el rey de Portugal hab¨ªa levantado fortalezas e impon¨ªa tributos. A Goa acud¨ªan agentes o enviados de muchos soberanos a negociar alianzas y a mendigar el favor y el auxilio del virrey. Los rajaes de Cambaya y de Narsinga, el samori, los pr¨ªncipes y sultanes de Aracan, de Bengala y del Pegu, y hasta el propio shah de Persia, anhelaban la amistad de los portugueses, les enviaban presentes o les rend¨ªan parias. Los portugueses, sin embargo, no penetraban por punto alguno en lo interior de las tierras y s¨®lo de la mar eran se?ores. Carec¨ªan de fuerzas suficientes para hacer incursiones y conquistas en lo interior de aquellos dilatados pa¨ªses, que segu¨ªan para ellos, no s¨®lo independentes, sino casi desconocidos. Los pr¨ªncipes y se?ores orientales, cuando la victoria encumbraba a los portugueses, se postraban ante ellos y se les somet¨ªan medrosos; pero la sumisi¨®n era insegura y falsa. De aqu¨ª que el imperio portugu¨¦s en la India fuese m¨¢s brillante que s¨®lido. Era como ¨¢rbol frondoso, rico en flores y frutos, cuyas ra¨ªces no penetraban hondo en la tierra y que el ¨ªmpetu de los vientos pod¨ªa sacar f¨¢cilmente de cuajo. Era como la estatua simb¨®lica, que Nabucodonosor vio en sue?os, con la cabeza de oro y los pies de barro y que una piedrecilla, que de improviso rod¨® de la monta?a, desmenuz¨® y redujo a polvo. Morsamor aplicaba a veces al imperio portugu¨¦s la visi¨®n de este sue?o y algo de la interpretaci¨®n que el profeta Daniel le hab¨ªa dado. Los portugueses, con terrible hero¨ªsmo, hab¨ªan hecho y segu¨ªan haciendo _m¨¢s de lo que promet¨ªa fuerza humana_. Espl¨¦ndidas p¨¢ginas hab¨ªan de dar a¨²n para su historia virreyes tan ilustres como don Juan de Castro y don Luis de Ataide; pero la piedrecilla hab¨ªa de sobrevenir derribando por ¨²ltimo el coloso y engrandeci¨¦ndose luego como ingente monta?a que sobre firme y arraigado cimiento se erguir¨ªa sobre la tierra y la dominar¨ªa. Morsamor se desalentaba al pensar as¨ª, no ve¨ªa plan ni concierto en todas aquellas bizarr¨ªas, ni acertaba a traslucir que pudieran tener fin dichoso. S¨®lo ve¨ªa horrores, estragos y muertes, y volv¨ªa a arrepentirse de haberse remozado y de haber huido del convento. Imputaba luego aquel arrepentimiento suyo a cansancio y a flaqueza de ¨¢nimo. Y entonces renac¨ªa en ¨¦l el ansia de se?alarse y de probar su valor, volviendo a lanzarse en las m¨¢s peligrosas aventuras. Las buenas ocasiones no hab¨ªan de faltarle. La primera que se le ofreci¨® fue la de ir a la grande y hermosa isla, donde se cr¨ªan la canela y el clavo y abundan las perlas en el mar que la ci?e. Los antiguos griegos y romanos la llamaron Trapobana, Lanca los indios, los ¨¢rabes Serendib, y por ¨²ltimo se llam¨® Ceil¨¢n. En sus Costas hab¨ªan fundado los portugueses varios fuertes y factor¨ªas, desde donde procuraban dominar toda la isla. Reinaba en ella, sobre la raza ind¨®mita y guerrera de los singaleses, un rey tan valiente como astuto llamado Rayasinga. Lejos del alcance del poder portugu¨¦s estaba la capital y residencia de este rey a donde s¨®lo pod¨ªa llegarse salvando enriscadas monta?as a trav¨¦s de peligrosos desfiladeros. Imaginaban los portugueses que aquel reino hab¨ªa sido cristiano en lo antiguo, gracias a las predicaciones del ap¨®stol Santo Tom¨¢s que hasta ¨¦l hab¨ªa llegado, pero imaginaban tambi¨¦n que el cristianismo de los singaleses se hab¨ªa pervertido y maleado con el transcurso del tiempo, turbando la pureza de su doctrina mil absurdas supersticiones. La verdad era que lo que cre¨ªan los portugueses cristianismo viciado era la religi¨®n fundada por Sidarta, pr¨ªncipe de las sakias de Kapilabastu, y predicada en Ceil¨¢n algunos siglos antes de Cristo. La moral de esta religi¨®n no pod¨ªa ser m¨¢s santa ni m¨¢s hermosa, pero su metaf¨ªsica era err¨®nea y desconsoladora. En el amor y en la compasi¨®n por el infeliz linaje humano, sin distinci¨®n de castas ni de jerarqu¨ªas, estribaba aquella moral, pero no ten¨ªa un Dios misericordioso. Su Dios, si tal pod¨ªa llamarse, era el ser ¨²nico, infinito e indeterminado en quien todo cuanto es y en quien todo cuanto puede ser se contiene. El t¨¦rmino de la aspiraci¨®n, la suprema bienaventuranza de religi¨®n tan extra?a era romper el l¨ªmite que nos separa del todo, y perdiendo tal vez la conciencia individual, hundirnos en la inmensidad de la sustancia ¨²nica, acabada ya la serie de transmigraciones del alma y gozando de inefable reposo. A tales dogmas, sin embargo, el amor y la compasi¨®n prestaban como ya hemos dicho, una moral muy pura. Entre la teor¨ªa y la pr¨¢ctica hay a menudo gran contradicci¨®n y no era peque?a la del caso de que hablamos. El piadoso rey Rayasinga, con la aprobaci¨®n acaso o con la indulgencia al menos del gran sacerdote Sumangala, hab¨ªa destronado a un hermano suyo, que andaba forajido, y hab¨ªa envenenado a otro de sus hermanos, reinando as¨ª en lugar de los dos y dando unidad a su reino. Para darle tambi¨¦n completa independencia y gloria combat¨ªa con frecuencia a los portugueses. Estos combates, sangrientos y obstinados, eran est¨¦riles siempre. Ni Rayasinga lograba apoderarse de ning¨²n fuerte de los portugueses, ni estos, salvando las monta?as y atravesando los desfiladeros, llegaban a asediar la capital de Rayasinga. Poni¨¦ndose a las ¨®rdenes de Juan Silveira, que mandaba en Cananor, Miguel de Zuheros fue a Ceil¨¢n a combatir y a escarmentar al mencionado rey; en varios encuentros que tuvo con sus huestes alcanz¨® siempre la victoria y contribuy¨® no poco a que cansados de luchar por una y otra parte, se sentasen paces de nuevo. Morsamor pas¨® luego a Sumatra y tom¨® parte en otra expedici¨®n guerrera contra el monarca de Pacen, que los portugueses consideraban intruso y a quien destronaron dando su trono y reino a un sobrino suyo que hab¨ªa ganado el favor y auxilio de los portugueses declar¨¢ndose vasallo del rey don Manuel. Alentado con esta conquista del reino de Pacen, en la que tuvo no peque?a parte, Morsamor se puso a las ¨®rdenes de Jorge Brito y fue con ¨¦l a una expedici¨®n contra el rey de Achin, cuyos s¨²bditos, inquietos y belicosos, infestaban con sus pirater¨ªas aquellos mares. En balde reclam¨® Jorge Brito del rey Achin la entrega de mercanc¨ªas, de armas y hasta de portugueses cautivos, de que se hab¨ªa apoderado por sorpresa o aprovech¨¢ndose del naufragio de dos buques de Portugal en aquellas costas. Esto dio motivo o pretexto a Jorge Brito para romper las hostilidades, empe?¨¢ndose imprudentemente en empresa muy peligrosa. En dos fustas y con menos de trescientos hombres de desembarco naveg¨® contra la corriente del r¨ªo hacia la capital de los achineses. Casi a la mitad del camino ten¨ªan estos una fortaleza, donde hab¨ªa bastantes arcabuceros y algunas bombardas, cuyos disparos impidieron a las fustas seguir adelante y mataron a cuatro de los hombres que las tripulaban. Ansioso Jorge Brito de tomar venganza desembarc¨® con sus trescientos soldados, entre los cuales hab¨ªa no pocos ilustres y valerosos caballeros de la corte del rey don Manuel. Morsamor estaba entre ellos. Muy re?idos y sangrientos fueron el ataque y la defensa del fuerte de los achineses, los cuales hicieron vigorosas salidas. En una de ellas estuvieron a punto de desordenar y derrotar por completo la hueste lusitana, merced a una inesperada estratagema de que se valieron, lanzando contra los portugueses una manada de b¨²falos que ten¨ªan acorralados. Los portugueses, no obstante, iban ya triunfando de todo. Los sitiados, casi en fuga, se retiraban al fuerte, y ya Jorge Brito y Morsamor ten¨ªan la esperanza de tomarle por asalto cuando el propio rey de Achin lleg¨® en defensa del fuerte con m¨¢s de dos mil infantes, con algunos caballos y con seis elefantes poderosos adiestrados para la lucha, defendidos por muy firmes corazas y dirigidos por cornacas h¨¢biles y denodados. Los portugueses estaban todos a pie. Casi envueltos por tan superiores fuerzas enemigas, retrocedieron con espanto hacia la orilla del r¨ªo. S¨®lo reembarc¨¢ndose pod¨ªan lograr ya salvar las vidas, mas para reembarcarse era menester, no s¨®lo hacer cara al enemigo, sino tenerle a cierta distancia durante alg¨²n tiempo. Los valientes caballeros que de esto se encargaron hicieron prodigios apenas cre¨ªbles. En aquel trance murieron m¨¢s de cincuenta portugueses, no pocos de ilustre familia y entre ellos el mismo Jorge Brito capit¨¢n de la hueste, y los cinco m¨²sicos que siempre llevaban consigo, Porque gustaba en extremo de que le exaltasen y animasen en el combate cantando y tocando instrumentos sonoros. La muerte que amedrant¨® m¨¢s a los portugueses fue la de Gaspar Fern¨¢ndez. El elefante m¨¢s gigantesco le cogi¨® con la trompa, le tir¨® por el aire, y no bien cay¨® al suelo, le acab¨® de matar estruj¨¢ndole el pecho y rompi¨¦ndole el cr¨¢neo con sus gruesas patas delanteras. Morsamor quiso vengar a aquel compa?ero de armas, que tal vez era el que m¨¢s estimaba y quer¨ªa. Acometi¨® por un lado al elefante y logr¨® derribar a su cornac hiri¨¦ndole de una estocada. El elefante se revolvi¨® contra Morsamor y le asi¨® tambi¨¦n con la trompa. La espada se le cay¨® a Morsamor de la diestra; pero, con la rapidez del rayo, y sin dar tiempo a que el elefante le lanzase o le ahogase apretando, le agarr¨® con la mano izquierda de una oreja, y desenvainando con la otra mano el acicalado pu?al, que llevaba al cinto, le hundi¨® hasta el pu?o en la cerviz de aquella fiera, con tino tan eficaz que en el acto perdi¨® la vida, cayendo con estruendo por tierra su espantosa mole. Morsamor cay¨® tambi¨¦n, pero cauto y ligero, no cay¨® debajo sino encima de su v¨ªctima. Aunque Morsamor se levant¨® con rapidez, all¨ª hubiera muerto, circundado de muchos enemigos, si los de la hueste portuguesa, maravillados y reanimados al ver su haza?a, no hubieran acudido en su auxilio. Aquella haza?a de Morsamor contuvo el ¨ªmpetu de las gentes del rey de Achin y prest¨® br¨ªos y dio tiempo a los portugueses para que se reembarcasen, si bien con lamentable p¨¦rdida, no completamente derrotados. -XIX- De vuelta Morsamor a Goa para reposar sobre sus laureles, se complaci¨® en ver cundir su fama y crecer el n¨²mero de sus admiradores, convertidos muchos de ellos en parciales devotos. La emulaci¨®n y la envidia hac¨ªan que tambi¨¦n sus enemigos se aumentasen. Y a todo contribu¨ªa en gran manera Tiburcio de Simahonda que, menos retra¨ªdo y mucho m¨¢s expansivo que Morsamor, se mostraba por donde quiera y trataba toda clase de gente. Tiburcio, como en Lisboa, sab¨ªa ganar amigos en la India, pero su buena fortuna con las mujeres y en el juego le creaba muchos envidiosos. Menester era de toda la prudencia y tino de Morsamor, para evitar ri?as entre dichos envidiosos y los del bando que sin pretenderlo ¨¦l quer¨ªan seguirle y cuyo aparente adalid era Tiburcio. Los m¨¢s desalmados aventureros y los menos favorecidos de la suerte, acud¨ªan a Tiburcio, esperando por su medio ganarse la voluntad de Morsamor y embelesados por lo pronto por el alegre car¨¢cter, burlas y chistes de aquel doncel atrevido. Francisco Pereira Pestana, gobernador de Goa, recelaba de continuo que la rivalidad entre la gente que acaudillaba Tiburcio y los que le envidiaban y odiaban originase des¨®rdenes sangrientos. El m¨¢s vivo deseo del gobernador se cifraba en que Miguel de Zuheros y Tiburcio abandonasen la ciudad llevando consigo a los m¨¢s turbulentos aventureros y acometiendo alguna arriesgada empresa de la que tal vez ser¨ªa lo mejor que nunca volviesen. Aunque movido Morsamor de sentimientos contrarios, coincid¨ªa con el gobernador en hallar dif¨ªcil y enojosa su posici¨®n en Goa, ansiando salir de all¨ª en busca de aventuras, con toda independencia de Portugal y campando por su respeto. En tal situaci¨®n de ¨¢nimo y despu¨¦s de aconsejar a Tiburcio que fuese circunspecto y sufrido a fin de vivir en paz, Morsamor le manifest¨® el ansia que ten¨ªa de salir de Goa y de buscar honra y provecho por nuevos y no trillados caminos. Poco tiempo despu¨¦s de esta confidencia de Morsamor, Tiburcio, que al principio se hab¨ªa callado, hubo de hacerle el siguiente razonamiento: --He meditado sobre lo que te trae caviloso y que d¨ªas pasados me confiaste. He hecho m¨¢s: he gustado de tu prop¨®sito y he empezado a abrir el camino para que se logre. Para nosotros siempre ser¨¢ aqu¨ª el peligro mayor que la gloria. Debemos, pues, salir de aqu¨ª. Fuera de aqu¨ª el peligro podr¨¢ ser grand¨ªsimo, pero la gloria estar¨¢ en proporci¨®n y ser¨¢ tambi¨¦n grande. Para que me entiendas bien, te dir¨¦ el concepto que formo yo de la tierra en que ahora estamos y de la gente que la habita. Mi trato con ella y mi facilidad para entender su idioma, hacen que yo lo comprenda todo con m¨¢s claridad y exactitud que los portugueses. Lleno de curiosidad Morsamor, prest¨® grande atenci¨®n a Tiburcio que continu¨® diciendo: --Hay en la India muchas y muy diversas naciones, castas, lenguas y tribus, pero desde hace m¨¢s de tres mil a?os, existe en la India una casta predominante, que se ense?ore¨® de todo y que supo conservar el imperio por fuerza, por astucia y por sabidur¨ªa. Mucho antes de que floreciesen Atenas y Roma, mucho antes de que Salom¨®n e Hir¨¢n enviasen sus flotas a Ofir y de que los fenicios fundasen a C¨¢diz, baj¨® del monta?oso centro del Asia a las f¨¦rtiles llanuras que riegan el Indo y el Ganges, un pueblo nobil¨ªsimo e inteligente, valientes guerreros los m¨¢s y algunos de ellos inspirados y divinos poetas, que los guiaban y entusiasmaban. Este pueblo de superior condici¨®n redujo a su obediencia y mandado a los otros pueblos que en la India viv¨ªan. Y de all¨ª en adelante, los guerreros del pueblo conquistador fueron los reyes y los nobles de la India, y sus poetas o richis, convertidos en sacerdotes, sabios y fil¨®sofos, no s¨®lo prevalecieron sobre las naciones conquistadas, sino tambi¨¦n sobre los reyes y los nobles que las hab¨ªan sometido. La primitiva y sencilla religi¨®n que los richis hab¨ªan formulado en sus himnos vino a convertirse en complicad¨ªsimo sistema y en sutil teolog¨ªa, cuyos int¨¦rpretes y depositarios fueron los descendientes de los richis a quienes en el d¨ªa llamamos brahmanes. Estos han conservado su poder, sobreponi¨¦ndose durante siglos a interiores rebeld¨ªas y a conquistas e invasiones extra?as. Amenazado se halla hoy este poder por los portugueses, pero s¨®lo en el litoral. Los sectarios de Mahoma son quienes tierra adentro le combaten. ?Por qu¨¦ no hemos de ir nosotros tierra adentro a promover la rebeli¨®n de los brahmanes y a darles auxilio contra los muslimes? --?Qu¨¦ ganar¨ªa yo con eso, interpuso Morsamor, o para m¨ª, o para la naci¨®n a que pertenezco, o para la religi¨®n que sigo, aunque pecador y fraile escapado de su convento? --Ganar¨ªas mucho--replic¨® Tiburcio--. En primer lugar, combatir¨ªas el islamismo y quebrantar¨ªas por aqu¨ª el imperio de turcos y de moros, que han sido hasta ahora los mayores enemigos de nuestra cat¨®lica Espa?a. Y en segundo lugar, s¨®lo Dios sabe hasta qu¨¦ extremo de ventura, hasta qu¨¦ dichoso y espantable ¨¦xito pudieras llegar con tu audacia. Si consiguieses dar aliento y ayuda a los brahmanes, vencer con ellos el Islam y restablecer en toda su amplitud el influjo y el imperio de casta tan inteligente, no lo dudes, los brahmanes, agradecidos, te reconocer¨ªan por nuevo y resplandeciente avatar y har¨ªan que por tan alto car¨¢cter, todos los indios te reverenciasen y temiesen. As¨ª acaso podr¨ªas t¨² m¨¢s tarde, con habilidad y prudencia, convertir a la religi¨®n cristiana a los que fuesen s¨²bditos tuyos y crear el reino del Preste Juan, que tal vez no existi¨® nunca sino en la fantas¨ªa de los europeos, o renovarle con mayor esplendor y gloria, dado que existiese en el centro del Asia antes de que Temugin le destruyera, como sienten algunos autores. Setenta y dos reyes rend¨ªan homenaje, feudo, obediencia y tributo al antiguo Preste Juan, real o so?ado. ?Por qu¨¦ hab¨ªas t¨² de ser menos y no tener a tu servicio otros setenta y dos reyes? --Todo eso estar¨ªa muy bien--dijo Morsamor--. Aunque parezca fant¨¢stico e inasequible, yo me siento capaz de todo. Pero, ?d¨®nde est¨¢n los brahmanes que quieran sublevarse y sacudir el yugo del Islam? --A eso voy--contest¨® Tiburcio--. Lo dicho hasta aqu¨ª es mero pre¨¢mbulo antes de entrar en materia. Me han hecho proposiciones para ti y vengo a comunic¨¢rtelas. As¨ª como en Espa?a, cuando se hundi¨® el Califato de C¨®rdoba, surgi¨® de sus ruinas multitud de Estadillos, donde alzaron sus trenes no pocos r¨¦gulos, aqu¨ª tambi¨¦n se han formado reinos musulmanes diversos, que se sostienen a¨²n, a pesar de las sucesivas y pasajeras invasiones de los mongoles y a pesar de la malquerencia de los sectarios de Brahma que no han sabido sacudir el yugo extra?o. Ahora al cabo tienen el prop¨®sito de sacudirle. En la ciudad santa de la India, foco ardiente y luminoso de su religi¨®n y centro de su antiqu¨ªsima cultura, abrigan tan gran prop¨®sito. Conspiran para lograrle los brahmanes m¨¢s ilustres y algunos chatrias de generoso car¨¢cter y de regia extirpe. No cuentan bastante con el pueblo, ni conf¨ªan en ¨¦l consider¨¢ndole enervado por siglos de esclavitud y porque adem¨¢s el pueblo no combatir¨ªa para ser libre, sino para sacudir un yugo y someterse a otro yugo. Los brahmanes esperan con todo que el pueblo combata en favor de ellos, impulsado por el fanatismo religioso que procuran infundirle. Mas al principio y para dar el primer golpe, necesitan de un n¨²cleo, aunque peque?o muy firme, de varones esforzados, de h¨¦roes verdaderos, capaces de exponer la vida en los lances m¨¢s terribles y de realizar prodigios de sobrehumana osad¨ªa. El n¨²cleo de que hablo s¨®lo puedes formarle t¨² o por mejor decir, le tienes ya formado con m¨¢s de doscientos aventureros que hay en Goa dispuestos a seguirte a donde quiera que los gu¨ªes. La fama a llevado todo esto hasta la gran ciudad de Benar¨¦s. El jefe supremo de los brahmanes, el sublime y venerando Balar¨¢n, alma de la conjuraci¨®n, sabe lo que vales y solicita misteriosa y recatadamente tu auxilio. Para alcanzarle ha venido a Goa en tu busca el sabio brahm¨¢n Narada, confidente de Balar¨¢n, que ha hablado ya conmigo y que pide audiencia para hablarte. Narada, que sabe much¨ªsimas cosas, sabe tambi¨¦n las lenguas latina e italiana y podr¨¢ entenderse perfectamente contigo. ?Quieres o¨ªrle y tratar con ¨¦l de tan importante negocio? Exaltada la ambici¨®n de Morsamor con lo que Tiburcio acababa de revelarle, se prest¨® a recibir y a o¨ªr a Narada y le aguard¨® con impaciencia. Guiado por Tiburcio e introducido en la estancia de Morsamor, no tard¨® en aparecer ante sus ojos el sabio Narada bajo el desarrapado traje de fakir o penitente vagabundo, a trav¨¦s de cuyo desali?o y de cuyos miserables harapos, resplandec¨ªan la majestad del noble e inteligente anciano, la despejada tersura de su frente y la limpia nitidez de su blanca y luenga barba. Lo que dijo Narada a Morsamor merece cap¨ªtulo aparte. -XX- --El brillo de tu gloria--dijo Narada--ha llegado hasta nuestra santa ciudad y ha penetrado en nuestros corazones cual rayo de esperanza. Yo vengo a buscarte para que la esperanza se logre. No; t¨² no eres para nosotros un ser humano inferior y de distinta raza. Sin duda eres puro y leg¨ªtimo descendiente de egregios hermanos nuestros que, en edad remota, emigraron hasta las ¨²ltimas regiones de Occidente desde la verde falda del Paropamiso. Tu pensamiento y tu creencia coinciden en el fondo con lo que nosotros pensamos y creemos: son radicalmente iguales: flores de la misma planta, frutos del mismo ¨¢rbol. Ideas an¨¢logas nacidas en esp¨ªritus de id¨¦ntica condici¨®n y alta nobleza. No es nuestro Dios como el de los muslimes, d¨¦spota caprichoso y cruel, gobernando a los hombres, all¨¢ en su distante y cerrado cielo, como sult¨¢n que se esconde a los ojos de la vil muchedumbre de sus esclavos, y desde su encumbrado alc¨¢zar con vara de hierro los domina. Nuestro Dios est¨¢ con nosotros y en nosotros. Presente por dondequiera, lo llena y lo penetra todo y m¨¢s que todo nuestras almas. El alma enamorada que le busca, le halla y le goza en esta vida mortal. Para nosotros el hombre es divino, porque nuestro Dios es humano. No pocas veces ha tomado nuestro Dios ser y forma de hombre en el seno dichoso de una mujer escogida. Nuestros h¨¦roes son avatares o encarnaciones de Vishn¨². Crishna es el m¨¢s glorioso de ellos y al que m¨¢s devotamente adoramos. Libertador y redentor de las almas, las atrae, las enamora y con su hermosura las cautiva. Bello pastor apacienta su reba?o en la f¨¦rtil orilla de un r¨ªo de aguas limpias y claras y al melodioso son de su flauta danzan en torno suyo las gopies, las apsaras y hasta Sarasvati y las otras diosas inmortales, humanadas y convertidas por ¨¦l en lindas zagalas. Tal es Crishna en la tierra, como genio de paz y de amor, pero el acento blando de su flauta se trueca en el medroso resonar del clar¨ªn guerrero cuando su paciencia se agota, se despierta en su coraz¨®n la ira y se resuelve a librarnos del tirano Cansia. Terror de muerte invade y hiela entonces el ¨¢nimo de sus enemigos. As¨ª es Crishna en la tierra, como hombre y viviendo vida mortal. En su ilimitada y superior existencia, dominador Crishna de los tres mundos, dirige al son de su m¨²sica el eterno giro de las esferas celestes que en arrebatada consonancia producen el perpetuo cambio de luz y tinieblas, en d¨ªa y en noche, de alternadas estaciones durante el a?o, y en ingentes per¨ªodos de siglos desde el renacer del universo hasta su ca¨ªda, extinci¨®n y reposo en el seno de Brahma. Crishna nos protege, Crishna nos anuncia venturoso ¨¦xito, nos declara que la ocasi¨®n es propicia, y nos manda que acudamos a ti e impetremos tu auxilio para sacudir el yugo de los muslimes. Dos a?os ha, Babur, emperador de los mongoles, se apoder¨® de Lahor desde donde amenazaba conquistar con rapidez toda la India; pero Babur ha tenido que abandonar a Lahor para vencer a los rebeldes que pugnan por desbaratar todo su imperio. Bactra, Kiva, Bokara, y hasta su misma capital Samarcanda se han levantado contra ¨¦l. Sus enemigos se conjuran en su da?o por todas las fronteras de sus extensos dominios: los chinos por el Oriente y por el Occidente los turcos, poderos¨ªsimos en el d¨ªa y contra los cuales luchan con corta eficacia las naciones europeas, enflaquecidas por constantes rivalidades y empe?adas hoy en largas guerras religiosas y pol¨ªticas. As¨ª el turco, aliviado del temor que esas naciones debieran inspirarle, puede hacer cara a Babur y a sus mongoles. Contra ellos se levantan los persas y los pueblos guerreros del C¨¢ucaso, las gentes de Georgia, de Circasia y de Armenia, y m¨¢s al Norte, otro pueblo belicoso reci¨¦n salido de la barbarie, que vive en las regiones boreales, l¨ªmites entre Asia y Europa, y que despu¨¦s de vencer y de humillar la Horda de oro penetra en Asia anhelando predominios y conquistas. La ocasi¨®n como he dicho es hoy m¨¢s propicia que nunca. Para no perderla anhelamos tu auxilio. ?Nos le concedes? --Dime cu¨¢l es vuestro plan--respondi¨® Morsamor. --En Benar¨¦s--replic¨® Narada--reina hoy el tirano musulm¨¢n Abdul ben Hixen. Si le destronamos y si logramos ense?orearnos de aquella ciudad, centro de la cultura y de la religi¨®n brahm¨¢nicas, no ser¨¢ dif¨ªcil promover la sublevaci¨®n contra los dem¨¢s pr¨ªncipes muslimes y crear un Estado independiente y ¨²nico, en que prevalezcan e imperen los adoradores de Vishn¨² y de Crishna, desde los lagos de Cachemira y las nevadas cumbres del Himalaya hasta el Kersoneso de oro y hasta el enriscado promontorio donde se levanta el templo de la diosa virgen Kumari. As¨ª tal vez podamos fortalecernos y oponer eficaz resistencia a Babur, si por desgracia reconstituye su imperio y vuelve sobre la India para conquistarla y asolarla como hace m¨¢s de un siglo hizo su espantoso antecesor Tamerl¨¢n o Timur. --Tu proyecto me parece excelente--dijo Morsamor--, pero su realizaci¨®n harto dif¨ªcil. Narada entr¨® luego en pormenores a fin de exponer y de explicar los medios con que contaba y las probabilidades de buen ¨¦xito. El ambicioso Morsamor se dej¨® convencer al cabo. Narada y otros importantes personajes que hab¨ªan venido con ¨¦l disfrazados de fakires, deb¨ªan servir de gu¨ªa a Morsamor y a su hueste, compuesta de 300 aguerridos y audaces aventureros. Ir¨ªan estos en la expedici¨®n, no s¨®lo impulsados por la esperanza de bot¨ªn riqu¨ªsimo, sino con grandes pagas, de que hab¨ªan de cobrar por adelantado las de seis meses. Para esto, para otros gastos de la expedici¨®n y para excitar tambi¨¦n la codicia y el celo de Morsamor, Narada entreg¨® a este no corta cantidad de rupias de oro y adem¨¢s, en un peque?o saco de cuero, diamantes de Golconda y perlas rub¨ªes de Ceil¨¢n, por cualquiera de los cuales hab¨ªa en Goa joyeros que dar¨ªan considerables sumas. Tiburcio, bajo la inspecci¨®n y direcci¨®n de Morsamor eligi¨® a la gente de leva, hizo el ajuste y enganche y con el mayor secreto lo dispuso todo para la partida. -XXI- Goa era en aquella edad la S¨ªbaris del Oriente, centro de lujo, regalo y lascivia, donde los vencedores de Adamastor y de todos los genios del Mar Tenebroso recib¨ªan el galard¨®n de sus estupendas victorias. En Goa, sin duda, hubo m¨¢s tarde de inspirarse Camoens para imaginar aquella deliciosa y encantada isla que Venus hizo surgir del fondo del Oc¨¦ano, cubri¨¦ndola de amenos jardines, de fragantes selvas y de limpios y tranquilos lagos y pobl¨¢ndola de hermos¨ªsimas ninfas que, heridas todas por las ardientes flechas de un ej¨¦rcito de Amores, brindasen mil deleites a los felices h¨¦roes de su poema y se rindiesen a su talante y deseo. La riqueza y el esplendor de Goa hab¨ªan atra¨ªdo a su seno alegres y lindas mujeres de diversos y distintos pa¨ªses: almeas de Egipto; cortesanas de B¨¦tica, Italia y Grecia; odaliscas de Georgia, Armenia y Persia, y bayaderas y devadasis de toda la India. Sus variados y ex¨®ticos cantares alegraban los o¨ªdos. Sus l¨¢nguidos y livianos bailes y la m¨®rbida esbeltez de sus formas eran encanto de los ojos y dulce lazo en que los corazones quedaban cautivos. En medio de tanto deleite, Morsamor se hab¨ªa mostrado impasible, silencioso y t¨¦trico. Ninguna mujer hab¨ªa logrado prenderle, ni aun con las ligeras y fr¨¢giles cadenas en que donna Olimpia le hab¨ªa prendido. Al contrario, Morsamor hab¨ªa esquivado cuantos placeres Goa brindaba, y hab¨ªa mostrado singular repugnancia y disgusto hacia todas aquellas cantoras y bailarinas, como si recobrasen fuerza sus votos y renaciese en su esp¨ªritu la desatendida severidad del claustro. Las bayaderas de la India, sobre todo, le inspiraban horror. No s¨®lo para alcanzar los triunfos que se promet¨ªa, sino tambi¨¦n para dejar de ver a las bayaderas, Morsamor anhelaba impaciente salir de Goa. Muy pronto se cumpli¨® su anhelo; pero antes, movido por sentimientos que llenaban su esp¨ªritu, que le atormentaban y que acabaron por desbordarse, hizo a Tiburcio, que sobre todo le interrogaba, confidencias que jam¨¢s a nadie hab¨ªa hecho y que en cifra declararemos aqu¨ª. --Un recuerdo penos¨ªsimo--dijo Morsamor--se despierta en m¨ª al ver la danza de las bayaderas y evoca un espectro que dorm¨ªa desde hace medio siglo en los abismos de mi memoria, espectro que aparece ante mi conciencia, afligi¨¦ndola y atorment¨¢ndola. Fue en mi primera juventud, en la magn¨ªfica feria de Medina del Campo. All¨ª vi y conoc¨ª a Beatriz: a la ¨²nica mujer que de veras me ha amado. Tiburcio quiso contradecir a Morsamor en este punto, suponiendo que le hab¨ªa amado tambi¨¦n donna Olimpia, y hasta que do?a Sol hab¨ªa estado a punto de amarle y tal vez le hubiera amado a insistir ¨¦l con firmeza en sus pretensiones. Morsamor no acept¨® la lisonja. Harto probaban que lo era el fr¨ªo desd¨¦n con que le despidi¨® do?a Sol y la traidora fuga de la italiana. --S¨ª--prosigui¨® Miguel de Zuheros--, Beatriz es la ¨²nica mujer que me ha amado. No era como do?a Sol ninguna ilustre y orgullosa dama, ni siquiera, como donna Olimpia c¨¦lebre daifa de alto precio; era una humilde muchacha, nacida y criada entre gente abyecta, sin patria y sin hogar; hija de una raza maldita y vagabunda, que no hac¨ªa muchos a?os se hab¨ªa difundido por toda Europa y al fin penetrado en Espa?a. Ignor¨¢banse su origen y su procedencia. Ahora, cuando contemplo a las bayaderas, me explico de d¨®nde aquella raza procede. Fue de seguro un pueblo de la India que, huyendo de los estragos que caus¨® Timur, y aguijoneado por el miedo, lleg¨® hasta los confines occidentales de Europa. A una tribu de este pueblo, a un errante aduar de gitanos, pertenec¨ªa Beatriz. Era como flor que brota en el cieno. Era como perla que se esconde en un muladar. Ella me am¨® con el fervor y la ternura que hubiera yo querido hallar para m¨ª en el coraz¨®n de alguna gran se?ora o de alguna princesa. Y yo goc¨¦ mal de aquel amor sin llegar a comprenderle, y le despreci¨¦ y me hart¨¦ de ¨¦l despu¨¦s de haberle gozado. La plebeya ruindad de mi enamorada troc¨® mi afecto y mi gratitud en verg¨¹enza. Abandonada Beatriz por m¨ª, muri¨® a poco tr¨¢gica y misteriosamente. No falt¨¦ yo a ninguna promesa, porque nada hab¨ªa prometido. Fueron, no obstante, enormes mi pena y mi remordimiento. Y m¨¢s a¨²n, cuando, poco tiempo despu¨¦s, tuve un raro encuentro en Sevilla. Pasando un d¨ªa entre la Catedral y el Alc¨¢zar se me acerc¨® una vieja y desarrapada gitana y se empe?¨® tan obstinadamente en decirme la buenaventura que no supe negarme a su ruego y le entregu¨¦ mi mano para que la examinase. La vieja gitana me dijo: --En buena hora naciste, gallardo y gentil caballero, si la ambici¨®n satisfecha basta para hacerte dichoso. Las rayas de tu mano me revelan que ha de favorecerte la fortuna, que has de sobrenadar como el aceite, que has de llevarte a la gente de calle, y que has de dominar en el mundo. Pero tu amor se trocar¨¢ en ponzo?a y muerte. Tus amorosas miradas seguir¨¢n aojando y marchitando los corazones como (y aqu¨ª baj¨® la voz la vieja gitana haci¨¦ndola casi imperceptible), como aojaron y marchitaron el de la pobre Beatricica, que buen poso haya. Perd¨®nete Dios la desesperaci¨®n que le ocasionaste y a ella perdone el mal fin que tuvo. --?D¨¦jame en paz, maldita bruja!--exclam¨¦ yo entonces, retirando mi mano de entre sus manos. --La bruja fue Beatricica, y no yo--replic¨® la vieja--. En sus ¨²ltimos d¨ªas se sospecha que fue al aquelarre, donde la mat¨® el diablo, no sin prometerle que t¨² volver¨ªas a amarla y a ser suyo, sin ingratitud ni mudanza. T¨² nada has prometido, pero Satan¨¢s ha prometido por ti y cumplir¨¢ su promesa. Dicho esto solt¨® la vieja una carcajada nerviosa y se alej¨® precipitadamente de mi lado. Desde entonces tom¨¦ yo el extra?o apodo o sobrenombre de Morsamor. En balde procur¨® Tiburcio serenar el ¨¢nimo y disipar las melanc¨®licas aprensiones de su amigo. --No tienes t¨² la culpa--le dijo--de que el diablo tentase a Beatricica, y de que ella se diese al diablo. --Pero ?crees t¨²--dijo Morsamor, en un arranque de escepticismo, porque era muy esc¨¦ptico para su ¨¦poca--, crees t¨² que ande tan suelto el diablo y que Dios permita que nos tiente y seduzca? --?Y vaya si lo creo!--contest¨® el doncel sutil--. En nada se opone eso a la bondad divina y a la persistencia del humano libre albedr¨ªo. Contra toda instigaci¨®n diab¨®lica el cielo presta al hombre fuerza suficiente o por naturaleza o por gracia. --?Qu¨¦ vale ni qu¨¦ importa entonces el oficio del diablo?--interpuso Morsamor con desde?osa sonrisa. --Vale e importa--dijo Tiburcio--para que el diablo, aunque no tuerza la voluntad del hombre ni destruya la responsabilidad de sus actos, encamine estos actos hacia un fin y seg¨²n un plan predeterminado, al cual obedece el diablo muy a pesar suyo y sin el cual no consentir¨ªa Dios que tentase a nadie. Tal, a mi ver, es la utilidad del oficio diab¨®lico. De donde se infiere que hasta el diablo es ¨²til y dista mucho de estar de sobra. A pesar de sus melancol¨ªas, Morsamor no pudo menos de re¨ªrse de las extravagantes opiniones de su doncel. Algo menos preocupado por sus tristes memorias, renovadas en su esp¨ªritu con tanto br¨ªo, Morsamor acab¨® por prepararlo todo, y al fin sali¨® recatadamente de Goa, acompa?ado de su tropa y sirvi¨¦ndole de gu¨ªa los fingidos fakires por las m¨¢s solitarias veredas. -XXII- Despu¨¦s de largo y penoso viaje, de noche, desperdigados a fin de no infundir sospechas y con recato esmerad¨ªsimo, fueron penetrando todos en hipogeo enorme. Era un dilatado y obscuro laberinto, excavado en la tierra y a trechos en dur¨ªsimas rocas: admirable labor de la tenacidad, de la paciencia y del humano esfuerzo: obra cuya antig¨¹edad se contaba por millares de a?os. Por medio de estrechos pasadizos se comunicaban las diversas y numerosas estancias que all¨ª hab¨ªa. Unas eran c¨¢maras sepulcrales, otras, viviendas de las personas consagradas al culto y a la custodia de aquellos sitios; y otras, m¨¢s rec¨®nditas y de m¨¢s dif¨ªcil acceso, escondido dep¨®sito y tesoro de preciosos exvotos y de amontonadas ofrendas. Ensanchado a veces el subterr¨¢neo y elev¨¢ndose su techo a mayor altura formaba amplias salas, donde se parec¨ªa, esculpida en piedra, la imagen simb¨®lica de alguna de las m¨¢s veneradas deidades del pante¨®n brahm¨¢nico. La mayor de estas salas era la del hijo de Dasarata, la de Rama el virtuoso, fiel consorte y vengador de Sita, vencedor de Ravana y conquistador de Lanka. Pero en medio de aquellas salas y en el centro de aquel intrincado laberinto, se ergu¨ªa el grandioso templo erigido en honor de Crishna. En multitud de gruesos pilares, cuyas cuadradas bases ten¨ªan por pedestal sendas tortugas, se alzaban monstruosos elefantes, sosteniendo en sus lomos robustos el arquitrabe y el amplio friso sobre el cual se extend¨ªa la plana y s¨®lida techumbre. En el friso, representados en alto relieve, tosco aunque rico de inspiraci¨®n y de car¨¢cter, se ve¨ªan los principales sucesos de la vida heroica y bienhechora del avatar. Not¨¢banse all¨ª sus amores con innumerable caterva de diosas, ninfas, princesas y zagalas, a cada una de las cuales se entreg¨® y se uni¨® todo el Dios, desdobl¨¢ndose y multiplic¨¢ndose en id¨¦ntica forma y substancia y sin dejar de ser nunca uno y el mismo, porque toda alma piadosa, encendida en amor divino, posee a Crishna por completo, como si Crishna y ella fuesen solos o absorbiesen en su uni¨®n cuanto es y cuanto puede ser en los tres mundos. En el centro de aquel templo fant¨¢stico, iluminado por l¨¢mparas de plata, resplandec¨ªa la estatua colosal del hijo de Devaki. Morsamor, conducido por Narada, hab¨ªa admirado todo aquello. La tropa de aventureros que le hab¨ªa seguido, prest¨¢ndole omn¨ªmoda confianza, sin saber sino confusamente los peligros que tendr¨ªa que arrostrar y los obst¨¢culos que tendr¨ªa que vencer, para el buen ¨¦xito de la empresa, cuyo fin apenas presum¨ªa, se hallaba acuartelada en dos amplios salones del subterr¨¢neo y aguardaba impaciente la hora oportuna para la acci¨®n que deb¨ªa empe?arse cumpliendo las ¨®rdenes de sus adalides Morsamor y Tiburcio. Aunque se hallaban bajo tierra, sin que disipase la obscuridad m¨¢s luz que la de algunas l¨¢mparas, harto bien med¨ªan todos el tiempo y calculaban que era m¨¢s de media noche. Ning¨²n ruido exterior penetraba en el oculto lugar donde todos estaban congregados, lugar en que se o¨ªan sus animadas conversaciones, porque nadie les hab¨ªa exigido que callasen ni que hablasen en voz baja, y donde resonaban, al andar y al moverse ellos, el ludir y el chocar de las armas que no hab¨ªan depuesto y que pronto deb¨ªan emplear aunque sin saber ni prever el instante mismo. Entre tanto, en la santa ciudad de Benar¨¦s, cerca de cuyos muros se hallaba el hipogeo, se celebraba, aquella noche, espl¨¦ndida, alegre y ruidosa velada: la fiesta m¨¢s solemne del culto de Crishna. No era la conmemoraci¨®n de sus triunfos guerreros, cuando daba muerte a tiranos y a monstruos, a endriagos y serpientes. Crishna, vencedor y libertador ya, aparec¨ªa precedido de Kureva y de Lakshmi, n¨²menes de la opulencia, y de Karnala y Smara, n¨²menes del amor. Sobre su pecho resplandec¨ªa el conquistado Samantaka, talism¨¢n de todas las venturas. Y Crishna iba difundi¨¦ndolas a su paso por donde quiera; y no hab¨ªa coraz¨®n de mujer, mortal o diosa, que al contemplarle no ardiese en amoroso fuego. Los Gandarvas descend¨ªan del Baikounta o para¨ªso de Vishn¨² para cantar sus alabanzas y las Apsaras para tejer danzas en torno suyo. Esta serenata y este baile famosos, apellidados la rasa, se representaban aquella noche. En anchas plazas bailaban lindas bayaderas. La circunstante y bulliciosa muchedumbre gozaba en mirar y aplaud¨ªa con locura. En la alucinaci¨®n del entusiasmo, tal vez imaginaba que todos los seres inmortales acud¨ªan a ver la velada y a honrarla con su presencia. Desde el fondo del Oc¨¦ano, desde el ardiente centro de la tierra, desde las crestas nevadas del Himalaya y desde las serenas profundidades del ¨¦ter luminoso, acud¨ªan Varuna, Agni, cuantas son las inteligencias que mueven las esferas celestes y gu¨ªan a los astros en su curso, y el propio Indra, cabalgando en el p¨¢jaro Garuda, y no ya con rayos en la diestra, sino con alj¨®fares y flores, que as¨ª ¨¦l como las otras divinidades derramaban a manos llenas sobre la muchedumbre devota. En la conjuraci¨®n se hab¨ªa guardado profundo secreto. Nada sospechaba Abdul ben Hixen. La mayor¨ªa de su gente de armas, aunque era de muslimes, discurr¨ªa por la ciudad, sin cautela ni reparo y se divert¨ªa en la fiesta, requebrando a las mozas y retozando tambi¨¦n con ellas. El sult¨¢n, no obstante, se hallaba encastillado en la fortaleza, en cuyo centro se levantaba el regio alc¨¢zar. All¨ª vigilaba siempre por su autoridad y su dominio lo m¨¢s aguerrido y selecto de sus guerreros. Su guardia se compon¨ªa de m¨¢s de mil veteranos fieles, diestros en el manejo de las armas. Dos horas antes de que amaneciese, Morsamor y Tiburcio se pusieron al frente de los aventureros que hab¨ªan tra¨ªdo, los sacaron de aquel a modo de encierro en que se hallaban, y guiados por dos j¨®venes brahmanes, caminaron largo rato por un extenso pasadizo del subterr¨¢neo hasta llegar a un punto donde hab¨ªa una fort¨ªsima compuerta de madera y de hierro, horizontalmente colocada en la techumbre, hasta la cual se sub¨ªa por una escalera de piedra. Al empuje de algunos hombres forzudos se levant¨® la compuerta, a pesar de la tierra y las hierbas que la cubr¨ªan y ocultaban, y se dej¨® ver el cielo sin luna y s¨®lo d¨¦bilmente iluminado por el p¨¢lido fulgor de las estrellas que a trechos entre obscuras nubes luc¨ªan. En hondo silencio y procurando no hacer ruido, los aventureros todos fueron saliendo del subterr¨¢neo, encontr¨¢ndose en un parque espacioso, dentro de los muros de la misma fortaleza y contiguo al alc¨¢zar donde el sult¨¢n habitaba. La hueste de Morsamor busc¨® la mayor obscuridad, bajo las copas de algunos corpulentos ¨¢rboles, para recatarse de los que pudieran estar vigilando y no ser vista ni sentida hasta que a una se?al, que aguardaba con impaciencia, pudiese caer sobre los enemigos descuidados. No llevaba la hueste de Morsamor armas de fuego, poco usadas y nada port¨¢tiles todav¨ªa. Los aventureros vest¨ªan coraza o cota de malla e iban armados, de espada todos, y unos de flechas, y otros de picas y venablos. A pesar de que en la fortaleza se ignoraba el oculto camino por donde en ella se pod¨ªa penetrar y a pesar del descuido de la guarnici¨®n, la empresa de Morsamor estuvo a punto de malograrse. Un viejo jardinero que andaba en vela y que ten¨ªa ojos de lince, vio con asombro que se abr¨ªa el seno de la tierra y que surg¨ªa gente armada por la abertura. Al pronto acudi¨® a dar aviso al capit¨¢n de una parte de la guarnici¨®n que se abrigaba en ancha sala de armas del piso bajo del alc¨¢zar. En seguida los muslimes se apercibieron a resistir y a acometer a los intrusos. El jardinero indic¨® d¨®nde estaban, y con no menor sorpresa y asombro los vieron los muslimes, a pesar de la obscura frondosidad en que ellos se encubr¨ªan. Sonaron entonces los clarines y cundi¨® la alarma por todo el parque y el alc¨¢zar. A la entrada de este y en algunas de sus ventanas, hab¨ªa mosquetes, puestos sobre firmes horquillas y previamente cargados. Los mosqueteros encendieron las mechas vali¨¦ndose del eslab¨®n y el pedernal que en los esqueros llevaban. Abdul ben Hixen se alz¨® con sobresalto de su lecho, se visti¨®, se arm¨® y se dispuso al combate. Por dicha para Morsamor, casi en el mismo punto se oy¨® la se?al que esperaba: era el sonido de las trompetas, avisando la sublevaci¨®n de la ciudad, donde la plebe amotinada combat¨ªa ya e iba venciendo a los musulmanes. La se?al inspir¨® a Morsamor ¨¢nimo y confianza, pero era indispensable vencer en la fortaleza para obtener el triunfo. Si el sult¨¢n venc¨ªa y ca¨ªa con su tropa sobre el pueblo, todo estaba perdido. Las bombardas y falconetes que guarnec¨ªan la muralla, aunque puestos sobre rudos encabalgamientos o cure?as, y nada aprop¨®sito para que la punter¨ªa fuese certera, pod¨ªan barrer la turba de amotinados que se arrojase al asalto de la fortaleza, circundada de foso profundo. El sult¨¢n hubiera podido tambi¨¦n lanzar contra la ciudad la caballer¨ªa selecta de los guardias de su persona, que eran cerca de doscientos, y ocho terribles elefantes para la pelea y dirigidos por h¨¢biles cornacas negros. Esto fue lo primero que logr¨® evitarse merced a un dichoso golpe de mano. A las ¨®rdenes de Tiburcio, Morsamor destac¨® cien hombres de los m¨¢s audaces, que con astucia diab¨®lica lograron penetrar en el apartado edificio donde se guarec¨ªan caballos, elefantes, cornacas y guardias. Ning¨²n aviso hab¨ªa llegado hasta all¨ª. Sin sospecha ni recelo, dorm¨ªan todos. Y si bien acudieron a las armas y procuraron defenderse, fue con tal aturdimiento y desorden, que les vali¨® de poco. Con escasa p¨¦rdida de la gente que Tiburcio capitaneaba, muchos de los guardias fueron muertos. Otros se rindieron, depusieron las armas y se dejaron encerrar. Los caballos y los elefantes cayeron tambi¨¦n en poder de la gente de Morsamor y quedaron custodiados en los establos, cobertizos y anchos corrales en que estaban. Todo esto, no obstante, no le consigui¨® sin prolongada lucha. Tiburcio y su gente no pudieron, pues, acudir en auxilio de Morsamor, empe?ado en no menos ardua empresa, que las circunstancias hicieron harto m¨¢s dif¨ªcil. Aunque eran pocos los mosquetes, que pod¨ªan dirigirse para dentro del parque, por donde no se preve¨ªa ataque alguno, y aunque estaban manejados por mosqueteros torpes, sin conocimiento pr¨¢ctico de aquellas armas, todav¨ªa hicieron algunos disparos sobre los guerreros de Morsamor, caus¨¢ndole cerca de treinta bajas entre muertos y heridos. Lejos de arredrarse con esto, el denuedo de Morsamor y de los suyos creci¨® con la c¨®lera y con el deseo de venganza. En una salida que el sult¨¢n hizo del alc¨¢zar con la gente que ten¨ªa cerca de s¨ª, el sult¨¢n fue rechazado y tuvo que hacer cerrar r¨¢pidamente la puerta para que los enemigos no penetrasen en pos de ¨¦l dentro del alc¨¢zar. Aprovech¨® Morsamor aquella retirada y el desaliento que hab¨ªa infundido en la guarnici¨®n que estaba fuera defendiendo el parque, para caer con todos los suyos, en buen orden y con embestida furiosa, sobre la gente que defend¨ªa la puerta de la fortaleza que daba a la ciudad y en la que hab¨ªa alzado un firme y ancho puente levadizo que hac¨ªa practicable el hondo foso. Por fortuna, la plebe amotinada de la ciudad, fanatizada por los brahmanes y provista de armas, hab¨ªa vencido a los m¨¢s resistentes de la exterior guarnici¨®n, mientras que otros, codiciosos y traidores, se hab¨ªan dejado comprar por dinero suministrado por los brahmanes y por mercaderes ricos. Parte pues, de la sublevaci¨®n triunfante, se hab¨ªa adelantado hasta el borde del foso en tumultuosa muchedumbre. Sus gritos de j¨²bilo llegaban claros a los o¨ªdos de Miguel de Zuheros, alentaban su valor y corroboraban su confianza. As¨ª, a pesar de la obstinada resistencia de los que defend¨ªan la puerta, Morsamor y los suyos, no sin sacrificar all¨ª muchas vidas, se apoderaron de la puerta al cabo, la abrieron y dejaron caer sobre el foso el puente levadizo. La noche en esto hab¨ªa pasado ya. La obscuridad se hab¨ªa, disipado. La penumbra del crep¨²sculo matutino se hab¨ªa trocado con r¨¢pida transici¨®n en claridad luminosa, apag¨¢ndose las estrellas en el ¨¦ter, matiz¨¢ndose las nubes de carm¨ªn y de oro y transmiti¨¦ndose por el ambiente despejado y limpio el movimiento, los colores y las formas de los distintos seres. Los de la guarnici¨®n interior, aturdidos y empe?ados en luchar con los que estaban dentro, s¨®lo hab¨ªan hecho cinco disparos de lombardas, causando apenas da?o en la muchedumbre, aunque s¨ª alg¨²n miedo y mucha ira. Al abrirse la puerta y caer el puente levadizo, la plebe retrocedi¨® con espanto, temiendo que iban a salir el sult¨¢n, y su caballer¨ªa y sus elefantes, y a cargar sobre ella. Pero los dos j¨®venes brahmanes, que acompa?aban a Morsamor y que eran muy decididos, pasaron desde la fortaleza al otro lado del foso, y gritando en medio de la turba, le quitaron el miedo y la persuadieron de que eran aliados y amigos los que abr¨ªan el paso y los que reclamaban su apoyo para terminar aquella grande obra. La plebe entonces, como desbordado torrente que rompe el dique que le retiene y en violentas oleadas lo inunda todo, se precipit¨® por la puerta y llen¨® en un instante el parque que se extend¨ªa en torno del alc¨¢zar dentro del recinto murado. -XXIII- El rey, seg¨²n hemos dicho ya, tuvo que replegarse y encerrarse de nuevo en el alc¨¢zar despu¨¦s de su vigorosa salida. La causa principal de la retirada hab¨ªa quedado oculta. El rey procur¨® y logr¨® que se ocultase para que su gente no desmayara. Un dardo enemigo hab¨ªa atravesado su muslo derecho. De la honda herida manaba mucha sangre, y el rey apenas pod¨ªa tenerse en pie. Encerrado en la ancha c¨¢mara, donde estaba el ¨²nico acceso para penetrar en el har¨¦n, y asistido s¨®lo por su m¨¦dico, por su viejo confidente y valido el jefe de los eunucos, y por cuatro de sus m¨¢s fieles e ¨ªntimos servidores, el rey sigui¨® dando ¨®rdenes y excitando a la resistencia. Joven y robusto a¨²n, era adem¨¢s fiero y orgulloso, aunque debilitado su br¨ªo por la vida muelle y deleitosa que hab¨ªa vivido, en paz con los extra?os y en lo interior hasta entonces, sin rebeliones ni motines. Cuando vio a las claras que sus soldados hab¨ªan sido vencidos, que la plebe triunfante hab¨ªa invadido la fortaleza y que ya se dispon¨ªa a romper las puertas y a entrar en el alc¨¢zar, su desesperaci¨®n fue completa y horrible. Abdul ben Hixen se jactaba de su nobil¨ªsima estirpe. Pretend¨ªa descender, por una ilustre serie de monarcas guerreros, del propio Mohamud de Gazna el Grande. Alt¨ªsimo era el concepto en que ten¨ªa ¨¦l la sagrada dignidad de su persona. ?C¨®mo sufrir, pues, el oprobio de caer vivo entre las manos inmundas de aquel vil populacho? Inevitable era la muerte y conven¨ªa aceptarla con valor y recibirla cuanto antes. Los clamores de la turba, que o¨ªa cerca de s¨ª, se dir¨ªa que le excitaban a tomar la tremenda resoluci¨®n. No pod¨ªa ya morir peleando y matando, pero pod¨ªa y deb¨ªa morir en seguida antes de caer en infamante cautiverio. Abdul ben Hixen ya pidi¨® con ruegos, ya orden¨® con furia que le matasen a los cuatro soldados fieles que estaban cerca de ¨¦l, al m¨¦dico impasible y al jefe de los eunucos que le miraba lleno de asombro y temblaba como un azogado. El profundo respeto que el rey infund¨ªa no consinti¨® que ninguno de sus cuatro guardias cumpliese sus ¨®rdenes ni accediese a sus ruegos. --Carec¨¦is de valor--dijo entonces--para ser misericordiosos conmigo. Yo suplir¨¦ el valor que os falta. As¨ª os dar¨¦ ejemplo para que os mostr¨¦is dignos de m¨ª, para que impid¨¢is que caigan vivas mis mujeres en poder de esa canalla infame, para que no insulten mi cad¨¢ver y para que todo, si es posible, sea presa de las llamas. Sin o¨ªr ni aguardar contestaci¨®n alguna, Abdul ben Hixen desenvain¨® con rapidez el acicalado yatag¨¢n de doble filo que de rico talabarte le pend¨ªa, fij¨® en el suelo la costosa empu?adura, cuajada de diamantes y esmeraldas, y poni¨¦ndose en el pecho la agud¨ªsima punta, se arroj¨® encima con tal ¨ªmpetu que se traspas¨® y destroz¨® las entra?as con la ancha hoja, quedando muerto en el acto. El astuto m¨¦dico, con previsora serenidad y sin ninguna gana de acabar tambi¨¦n tr¨¢gicamente, desapareci¨® como por ensalmo, y¨¦ndose por el lado opuesto al har¨¦n y escondi¨¦ndose donde pudo. Oportun¨ªsima fue la fuga. El entusiasmo heroico y destructor de los cuatro eunucos ray¨® en delirio y no tuvo l¨ªmites al ver muerto y en medio de una charca de sangre a su querido y augusto amo. Se creyeron en la obligaci¨®n de matar y de incendiar y era menester cumplir con ella. El jefe de los eunucos la facilit¨® por lo que a ¨¦l tocaba. El espanto le sobrecogi¨® de tal suerte, que, desfigurado su rugoso y p¨¢lido rostro por horrible mueca, torcida y muy abierta la boca como para exhalar a escape el ¨²ltimo aliento, desencajados los ojos y dilatadas las pupilas, se desplom¨® sin vida en el suelo. Los eunucos hacinaron telas, papeles, muebles, cuantos objetos consideraron m¨¢s combustibles, alz¨¢ndolos en mont¨®n contra la pared de la espl¨¦ndida sala, cubierta de sedas del Catay y de chales y tapices de Cachemira, y cuya artesonada techumbre era de n¨¢car, concha, s¨¢ndalo, cedro y otras preciosas maderas que en delicados embutidos y en linda taracea se combinaban. Con destiladas quintas esencias, con ung¨¹entos y aceites arom¨¢ticos, con cuanto pudieron hallar a mano a prop¨®sito para que prendiese el fuego y se propagase, rociaron los eunucos el mont¨®n de objetos, la tapicer¨ªa de la pared y hasta el mismo techo. Encendieron fuego en seguida, le aplicaron a papeles y a trapos que hab¨ªa en la base del mont¨®n, y muy pronto con feroz alegr¨ªa vieron surgir el humo y las llamas. Luego penetraron en el har¨¦n dispuestos a destruirlo todo y a dar muerte a las mujeres para que no fuesen profanadas y ultrajadas por el vulgo. Entre tanto, los guardias que custodiaban el alc¨¢zar, con el intento de vender caras sus vidas, abrieron la ancha puerta y se lanzaron de nuevo al combate desesperadamente. La plebe, api?ada delante de la puerta, tuvo que lamentar no pocas v¨ªctimas de aquel primer ¨ªmpetu. En esto, Morsamor, as¨ª como Tiburcio que, vencedor de la caballer¨ªa, estaba ya a su lado, vieron en el extremo del palacio, hacia donde estaba el har¨¦n y en una gran ventana que acababa de abrirse, una extra?a figura que los llen¨® de pasmo. Nunca mujer m¨¢s bella, elegante y majestuosa, hab¨ªa concebido Morsamor en su fantas¨ªa de poeta, ni hab¨ªa aparecido en sus m¨¢s radiantes y amorosos ensue?os. Brillaban sus negros ojos, por entre las largas y sedosas pesta?as, como la luz del sol que arreboladas nubes mitigan. Era su tez como de leche y rosas. Esbelto su talle: elevada su estatura. A pesar de las flotantes y blancas ropas que velaban su cuerpo, se present¨ªa y se adivinaba que era todo ¨¦l maravilloso y arm¨®nico conjunto de perfecciones casi divinas. Aunque no cuadraba a la dignidad aristocr¨¢tica de aquella mujer ni mostrar angustia y terror en el semblante, ni pedir socorro a gritos, Morsamor, a la vez que sinti¨® en el alma una jam¨¢s sentida y amorosa admiraci¨®n y un irresistible impulso que hacia aquella mujer le llevaba, sinti¨® tambi¨¦n o m¨¢s bien comprendi¨®, como si un genio o esp¨ªritu invisible le hablase al o¨ªdo, que aquella mujer se hallaba en el peligro m¨¢s espantoso, y que ¨¦l deb¨ªa a toda costa libertarla y salvarla. Alrededor suyo, entretanto, se alzaban centenares de voces diciendo: --?Urb¨¢si! ?Urb¨¢si! ?Es ella! ?Es ella!--la que el tirano hab¨ªa robado. Sin m¨¢s reflexionar, y sin ponerse con nadie de acuerdo, Morsamor espada en mano corri¨® hacia la puerta del alc¨¢zar, se abri¨® paso por entre cuantos all¨ª peleaban, quedando milagrosamente ileso, y pronto subi¨® a saltos la grande escalera que al piso principal conduc¨ªa. Sinti¨® pasos detr¨¢s de ¨¦l, volvi¨® la cara, vio a Tiburcio que le segu¨ªa dispuesto a ayudarle, y con mirada expresiva se lo agradeci¨® sin pronunciar palabra. No era menester que la pronunciase; Tiburcio lo hab¨ªa adivinado todo y se puso delante de Morsamor, como para servirle de gu¨ªa. As¨ª llegaron a la c¨¢mara, donde yac¨ªa muerto Abdul ben Hixen. El humo era sofocante. Las llamas hab¨ªan subido ya por la pared y hab¨ªan empezado a cebarse en la techumbre que cruj¨ªa y amenazaba desprenderse a pedazos. Tiburcio pas¨® imp¨¢vido por la c¨¢mara. En pos de ¨¦l pas¨® Miguel de Zuheros. Ambos iban con precipitaci¨®n, aunque no sin cuidado, para no resbalar en la sangre que humedec¨ªa y manchaba el pavimento, para no tropezar en seres humanos muertos o moribundos y para no ser sorprendidos por los vivos a¨²n armados y furiosos que sin duda por aquellos sitios vagaban. Con certero instinto y con tan ligeros y sordos pasos, que no levantaban rumor, como si los que marchaban fuesen sombras, llegaron al extremo del palacio, donde estaba la estancia en que Urb¨¢si se guarec¨ªa. Cerrada la firme puerta, resist¨ªa a¨²n a los reiterados y furibundos golpes que sacud¨ªan en ella los cuatro eunucos, ansiosos de derribarla. Algo de siniestramente sobrehumano parec¨ªa traslucirse entonces en el gracioso rostro de Tiburcio, casi sin bozo, como de gentil adolescente. Acalorada la imaginaci¨®n de Morsamor, crey¨® ver que la espada que Tiburcio llevaba en la diestra no era inerte acero, sino serpiente viva que se hund¨ªa en el pecho de los contrarios y mord¨ªa y destrozaba los corazones. S¨²bitamente, antes de que le viesen y le hiciesen cara, Tiburcio hizo caer por tierra mortalmente heridos a dos de los cuatro eunucos. No fue larga la lucha con los otros dos. Morsamor pele¨® contra el uno, Tiburcio pele¨® contra el otro, y ambos perecieron tambi¨¦n. Sin un leve instante de reposo, Tiburcio toc¨® en la puerta con el pomo de su espada y grit¨® alto para que le oyese quien estaba dentro: --?Urb¨¢si! ?Urb¨¢si! Abre. Ten confianza en nosotros. Venimos a salvarte. La puerta se abri¨® enseguida y Urb¨¢si se mostr¨® bajo el dintel, serenamente hermosa, como una aparici¨®n del cielo. Desalumbrado, ext¨¢tico qued¨® Morsamor al contemplar de cerca tanta hermosura. Luego se repuso haciendo un esfuerzo, y con la mano izquierda, desnuda de la manopla que en la escarcela guardaba, asi¨® a Urb¨¢si de la diestra, y guiado siempre por Tiburcio, busc¨® por donde hab¨ªa venido la ¨²nica salida del har¨¦n. Al llegar al sal¨®n, donde el rey yac¨ªa muerto, Morsamor retrocedi¨® horrorizado. En torno del sal¨®n no hab¨ªa cundido el incendio porque eran los muros de s¨®lida mamposter¨ªa, revestida de m¨¢rmoles, que sin arder se calcinaban; pero lo interior del sal¨®n parec¨ªa un infierno: medroso torbellino de humo y de llamas. Inevitable era pasar por all¨ª. Tiburcio dio el ejemplo. Se dir¨ªa que a su paso se apartaban las llamas y el humo como si le conociesen y respetasen. Verg¨¹enza tuvo Morsamor de quedarse atr¨¢s, pero tem¨ªa que, si Urb¨¢si segu¨ªa andando, prendiese el fuego en su larga y flotante vestidura, cuya fimbria tocaba y se extend¨ªa sobre el pavimento. Morsamor, entonces, tom¨® a Urb¨¢si en sus brazos, recogi¨¦ndole cuidadosamente la falda; atraves¨® con rapidez y valent¨ªa por el sal¨®n incendiado; y, precedido de Tiburcio lleg¨® sano y salvo hasta el arranque de la grande escalera. Hechizado y orgulloso de su dulce carga, nada le fatigaba su peso, y Morsamor no la hubiera soltado a no exigir ella descender la escalera por su pie. R¨¢pidamente la bajaron, asidos de nuevo de la mano Morsamor y Urb¨¢si. Con cari?oso afecto estrech¨® Morsamor la mano de Urb¨¢si, blanca, suave y admirablemente formada. Al llegar al ¨²ltimo tramo, ella estrech¨® tambi¨¦n la mano de Morsamor; y de su fresca boca, que a ¨¦l pareci¨® c¨¢liz de perlas y rub¨ªes, colmado del aroma y del n¨¦ctar que aspiran y beben los inmortales, salieron en voz baja y suave estas dulces palabras: --Me has salvado la vida. T¨®mala si lo deseas. Eres su due?o. Absorto en su alegr¨ªa, nada acertaba a contestar Morsamor, cuando se vio cercado de multitud de gente, as¨ª del pueblo como de los mismos aventureros que militaban bajo sus ¨®rdenes. Entusiasmados todos por sus haza?as, le aclamaban por h¨¦roe, casi le adoraban como a un semidi¨®s y le levantaban en hombros para llevarle en triunfo. En aquel bullicio y alborozo Urb¨¢si y Morsamor se separaron. Y ¨¦l estuvo largo rato desesperado e inquieto, en medio del aplauso popular y de la multitud que le vitoreaba, hasta que vio por dicha que a no mucha distancia, Urb¨¢si en compa?¨ªa del viejo brahm¨¢n Narada, sub¨ªa en un palanqu¨ªn e iba a salir fuera del recinto murado. Antes de salir, ella, que ten¨ªa en ¨¦l la vista fija, le mir¨® con amor e hizo ondear en su mano un blanco cendal, como despidi¨¦ndose. Su larga mirada fue elocuent¨ªsima y dec¨ªa con toda claridad: hasta que pronto, muy pronto volvamos a vernos. -XXIV- En un extremo de la ciudad y en espacioso edificio, Morsamor con toda su gente estaba acuartelado. No llegaban a ciento ochenta, porque m¨¢s de ciento hab¨ªan perecido en la batalla. Cargados de riqu¨ªsimo bot¨ªn, consol¨¢banse los vivos de la muerte de sus compa?eros de armas. Limitado el incendio a la gran c¨¢mara, el alc¨¢zar dio extraordinarias riquezas a los que, despu¨¦s de Morsamor, le entraron a saco. Los caballos y los elefantes, de que Tiburcio y los suyos se hab¨ªan apoderado, cedidos luego o vendidos a Balar¨¢n, pr¨ªncipe de los brahmanes, produjeron cuantiosa suma de rupias. La rebeli¨®n triunfante, hab¨ªa entronizado a Balar¨¢n, invisti¨¦ndole de omn¨ªmodos poderes; concedi¨¦ndole lo que en Europa llamamos la dictadura. Era Balar¨¢n de nobil¨ªsima prosapia, de majestuosa presencia y de bello rostro resplandeciente en juventud lozana; era celebrado por su profundo conocimiento de los Vedas, de las Leyes de Man¨², de los Puranas y dem¨¢s libros sagrados, y de todos los sistemas filos¨®ficos-ortodoxos y heterodoxos de la India; y era venerado adem¨¢s por su energ¨ªa, por su fe inquebrantable en los altos destinos de su religi¨®n y de su casta, y por otras raras virtudes aparentes o verdaderas. Gozaba, por ¨²ltimo, de ping¨¹e y casi regio patrimonio, parte del cual hab¨ªa consumido, comprometi¨¦ndole todo en la conjura. Fundamento ten¨ªa su prop¨®sito de que fuese seguido el ejemplo que acababa de dar; de que la rebeli¨®n se propagase a otros Estados y de que se extirpase de la India el predominio del Islam. As¨ª quedar¨ªa su ambici¨®n plenamente satisfecha; llevar¨ªa ¨¦l con justo t¨ªtulo el nombre de Balar¨¢n; el mismo nombre del pasmoso hermano de Crishna. Y as¨ª lograr¨ªa ¨¦l ser Brahmatma o jefe supremo de su casta, de su secta y del imperio que en ella se fundase. Repugnaba Morsamor ser mero y d¨®cil instrumento del brahm¨¢n ambicioso. Harto conoc¨ªa que era delirio aspirar a m¨¢s. Lo razonable, pues, era retirarse con sus aventureros, volviendo todos a Goa victoriosos y opulentos como nababos. S¨®lo un inter¨¦s personal¨ªsimo reten¨ªa a Morsamor en Benar¨¦s. La bella Urb¨¢si hab¨ªa cautivado su alma. Necesitaba volver a verla, declararle su amor y pedirle el cumplimiento de lo prometido en aquellas dulces palabras que ella pronunci¨®, dej¨¢ndolas grabadas en el centro de su coraz¨®n: _Me has salvado la vida. T¨®mala si lo deseas. Eres su due?o_. Harto present¨ªa Morsamor lo aventurado y peligroso de su nueva empresa. No quiso comprometer en ella sino a los que le fuesen completamente adictos y estuviesen resueltos a arrostrar el enojo de Balar¨¢n y a resistir el poder que ellos hab¨ªan contribuido a poner en sus manos. Morsamor convoc¨®, pues, a su gente, expuso su determinaci¨®n de permanecer en Benar¨¦s con algunos pocos aventureros que quisiesen acompa?arle y reconociendo que todos hab¨ªan cumplido ya con el compromiso y la obligaci¨®n que contrajeron, los dej¨® en libertad de volver a Goa, conducidos por buenos gu¨ªas y con el espl¨¦ndido bot¨ªn que hab¨ªan conquistado. Deplorando o aparentando deplorar la separaci¨®n, ciento veinte abandonaron a Miguel de Zuheros. Con ¨¦l s¨®lo quedaron sesenta valientes de los m¨¢s devotos a su persona. No hay que decir que el fiel Tiburcio qued¨® tambi¨¦n con ¨¦l. Despu¨¦s de esto, de noche y con misterioso recato, el anciano Narada vino a visitar a Morsamor. Previos muy corteses saludos y sin otro pre¨¢mbulo, Narada, dijo lo siguiente: --La verdad, sin jactancia, es que yo he fomentado y estimulado la ambici¨®n de Balar¨¢n desde mucho tiempo ha, infundiendo en su alma mi ardiente deseo de sacudir el yugo de los muslimes. Nada a pesar de mi empe?o hubi¨¦ramos hecho todav¨ªa, si un imprevisto suceso no hubiera reanimado el esp¨ªritu reacio de Balar¨¢n, atizando su ambici¨®n con la ira y los celos y prest¨¢ndole actividad y arrojo. La bella Urb¨¢si, a quien Balar¨¢n pretend¨ªa y adoraba rendido, desapareci¨® de su magn¨ªfica vivienda; fue v¨ªctima de misterioso rapto. No bast¨® la habilidad de los raptores y no bast¨® el secreto con que la ejercieron, para que Balar¨¢n dejase de presumir y aun de tener por seguro que el tirano Abdul ben Hixen, ardiendo por Urb¨¢si en lascivos amores, era quien la hab¨ªa robado y quien en su har¨¦n la guardaba cautiva. Entonces Balar¨¢n no vacil¨® un instante. Forj¨® su plan y lo realiz¨® con presteza de acuerdo conmigo. La fama de tus bizarr¨ªas hab¨ªa llegado hasta nosotros. Consideramos ¨²til tu auxilio y yo fui a buscarte. Harto bien sabes lo dem¨¢s por haber sido tan principal actor en todo. Lo que t¨² ignoras es que Urb¨¢si se halla de nuevo en grave peligro. Ha desde?ado al rey muslime y se le ha resistido, pero no desde?a menos a Balar¨¢n, el cual la adora y est¨¢ resuelto a hacerla suya de grado o por fuerza. --No ser¨¢, no ser¨¢ mientras yo viva--interrumpi¨® Morsamor con ¨ªmpetu apasionado--. Yo libert¨¦ y salv¨¦ a Urb¨¢si, y Urb¨¢si ser¨¢ m¨ªa o perecer¨¦ en la demanda. --No s¨¦ c¨®mo ponderarte--dijo Narada--la alegr¨ªa y la confianza que tus nobles palabras infunden en mi pecho. Bien puedo ya declar¨¢rtelo todo sin recelo alguno. Urb¨¢si, nobil¨ªsima doncella, hu¨¦rfana de padre y madre, es venerada por m¨ª como una deidad y amada como el m¨¢s tierno de los padres puede amar a la mejor de sus hijas en quien se mira como en un espejo y en quien contempla el limpio dechado de todas las excelencias y perfecciones. Por sus venas azules corre la et¨¦rea y pur¨ªsima sangre de nuestros antiqu¨ªsimos richis, h¨¦roes y monarcas, celebrados en leyendas divinas y en inmortales epopeyas. La naturaleza, pr¨®diga con Urb¨¢si, la adorn¨® de todos sus primores y prest¨® a su alma y a su cuerpo gentileza tal que bien pudiera creerse que cuantos son los n¨²menes que pueblan y dirigen los tres mundos, acudieron en la hora del nacimiento de ella otorg¨¢ndole cada uno el don m¨¢s precioso y la m¨¢s alta virtud de que dispone. Ilustrada luego la mente de Urb¨¢si por superior inteligencia, ha concebido el ideal completo de la mujer. Y Urb¨¢si con voluntad firme y constante, ha logrado realizarle en s¨ª misma, tanto en lo ¨ªntimo del esp¨ªritu como en la visible y terrenal apariencia. Sabe, sin hacer le ello alarde, las ciencias reveladas y ocultas de los brahmanes. Y sin ignorar el conjunto de las sesenta y cuatro artes de amor y deleite, que constituyen la padmini o hembra humana de m¨¦rito supremo, es casta, inocente e inmaculada virgen, as¨ª en el sentir y en el pensar como de hecho. No; el claro y abundante manantial de amorosas venturas, el tesoro de hechizos, el c¨¢liz colmado de licor de celestial bienandanza, que con el auxilio de los dioses ella ha creado y en s¨ª tiene, no puede ni debe tocar a labios impuros, apagando su sed, ni puede ser entregado para que le goce y profane a quien no sobresalga entre el vulgo de los mortales con eminencia desmedida. --?Es posible--interpuso Morsamor, con cierto despecho--que ella, en cuyas encarecidas alabanzas te quedas corto, se complazca tanto en su propio valer, le tome por objeto de culto y se haga incapaz de amar a otro ser humano? Yo que la amo, yo que la adoro, ?he de perder la esperanza de ser correspondido? --Urge que lo sepas todo--replic¨® Narada--. No hay vagar para rodeos ni disimulos. Urb¨¢si, desde que lleg¨® a ser n¨²bil, se sinti¨® atormentada por amor sin objeto; pero no sin objeto, sino por objeto a su ver imaginario, que columbraba su mente en la vaga penumbra de confusos recuerdos, en las casi borradas impresiones que anteriores existencias acaso han dejado en el alma. El ser que Urb¨¢si fing¨ªa, recordaba o creaba, (?por qu¨¦ no confes¨¢rtelo, si ella lo confiesa?) se parec¨ªa a ti ?oh venturoso Miguel de Zuheros! Antes de que te viese, Urb¨¢si te amaba. Te vio, y t¨² fuiste su salvador. En el d¨ªa, Urb¨¢si te idolatra. Ella cree que los cisnes de alas de oro, fat¨ªdicos nuncios del destino, vinieron a pronosticar su amor por ti y tu amor por ella, como pronosticaron a Damayanti que Nal deb¨ªa ser su enamorado esposo. Y Urb¨¢si, no menos enamorada que Damayanti, desde?ar¨ªa por ti, no s¨®lo a Balar¨¢n, sino a Indra, a Varuna y a los dem¨¢s dioses, que desde el Baikounta bajasen a pretenderla. Por ti se siente Urb¨¢si capaz de los mayores sacrificios. Por seguirte lo abandonar¨ªa todo, e imitando a Savitri fiel consorte de Satyavat, acosar¨ªa sin temor a Yama, dios de la muerte, para sacarte de entre sus manos, como t¨² la sacaste a ella, y estrecharte luego apasionadamente en sus hermosos brazos. Al o¨ªr a Narada, el coraz¨®n de Morsamor lat¨ªa y saltaba agitad¨ªsimo por j¨²bilo inefable. Morsamor se ech¨® a los pies de Narada para mostrar su gratitud bes¨¢ndolos. Narada le alz¨®, le abraz¨® y se despidi¨® de ¨¦l, designando el momento en que volver¨ªa para llevarle donde Urb¨¢si estaba. -XXV- En una quinta, a corta distancia de la ciudad, secretamente estaba todo dispuesto para la boda que hab¨ªa de ser clandestina, sin fest¨ªn para los convidados, sin baile y sin m¨²sica. No por eso dejaba de estar revestido de costosos tapices y de otros raros adornos, el sal¨®n donde se elevaba el pandal, estrado o sitio consagrado a la ceremonia. En compa?¨ªa de Narada, Morsamor entr¨® all¨ª primero. Llevaba el viejo brahm¨¢n vestimenta lit¨²rgica de escarlata, sobre cuyo fondo carmes¨ª se destacaba la barba blanqu¨ªsima y luenga. Morsamor, ataviado con esmero y elegancia, parec¨ªa m¨¢s joven y m¨¢s gentil que nunca. De su cinto, bordado de oro, pend¨ªan la espada, la daga y la primorosa escarcela; coleto de fin¨ªsimo ante, lleno de prolijas labores, cubr¨ªa su pecho y sus espaldas. Las mangas acuchilladas, as¨ª como los greg¨¹escos eran de blanco raso. La calza muy ce?ida, de el¨¢stico punto de seda, hac¨ªa que luciesen las bien modeladas formas de sus ¨¢giles piernas musculosas a par que enjutas. Muy lindo gab¨¢n colgaba airosamente de sus hombros. Ten¨ªa la mano derecha libre y desnuda, y en la izquierda los guantes de ¨¢mbar y la graciosa gorra de Mil¨¢n con air¨®n de blancas y rizadas plumas, prendido a la gorra por una piocha de esmeraldas y rub¨ªes. Narada, al contemplar a Morsamor a la luz de las muchas l¨¢mparas que en el estrado hab¨ªa, no pudo menos de decirle que compet¨ªa con el divino Hari, cuando se cas¨® Rukmini en el magn¨ªfico palacio de Duarika. No tard¨® la bella Urb¨¢si en aparecer sobre el estrado. La acompa?aban cuatro matronas casadas y la segu¨ªan sus siervas, y los pocos convidados, amigos ¨ªntimos o parientes de su familia. La presencia de Urb¨¢si, deslumbradora de hermosura, excit¨® la admiraci¨®n de todos. En el alma de Morsamor se aviv¨® con violencia el amoroso fuego. El andar de Urb¨¢si m¨¢s parec¨ªa de deidad que de criatura humana. Sin oprimir su esbelto talle, le ce?¨ªa amplia zona de p¨²rpura recamada de perlas, sosteniendo las flotantes ropas talares de c¨¢ndido lino, que descend¨ªan en art¨ªsticos pliegues y dejaban adivinar la armoniosa correcci¨®n del delicado cuerpo. La doble redondez del firme pecho, sin compresi¨®n ni arrimo, se estremec¨ªa suavemente, al moverse la hermosa, entrevi¨¦ndose por la transparencia de la tela su puro color de rosa y nieve. Recogidas con gracia en alto las abundantes crenchas de sus negros cabellos, dejaban ver el cuello despejado y cuan bien puesta se ergu¨ªa sobre ¨¦l la noble cabeza. Verde-obscuras y hondas como la mar, eran las pupilas de sus ojos; su brillo como el del sol; y la sonrisa de su fresca boca, como presentimiento del Para¨ªso. Seg¨²n el rito, la novia deb¨ªa acabar de adornarse en el pandal, en presencia de todos, y las cuatro matronas casadas procedieron a hacerlo. De diamantes y perlas eran las joyas con que la adornaron. Pusieron una diadema sobre su frente; en sus peque?as orejas, a guisa de zarcillos, dos gruesos solitarios asidos a sendos y sutiles aretes; junto a los hombros y en las finas mu?ecas de los desnudos brazo y en las gargantas de los pies ligeros, brazaletes y ajorcas; y varios anillos en los afilados dedos de las manos y tambi¨¦n en los dos dedos gruesos de ambos pies, cuyo admirable dibujo no estrag¨® jam¨¢s rudo calzado de cuero, y cuya desnudez dejaba ver la n¨ªtida blancura de la piel sonrosada y el limpio n¨¢car de las pulidas u?as, sobre las elegantes sandalias. En la cabeza de Urb¨¢si las cuatro matronas echaron por ¨²ltimo un rojo y transparente velo. Recitando himnos con entonada melopeya, Narada invoc¨® a los lares y a los manes, genios protectores del hogar y esp¨ªritus de los antepasados. Dos purohitas o brahmanes que oficiaban asistiendo a Narada, pusieron en la mano derecha de Morsamor algunos hilos de azafr¨¢n, enlazados por larga cinta a otros hilos de azafr¨¢n que pusieron en la mano izquierda de Urb¨¢si. Narada asi¨® despu¨¦s la diestra de Morsamor y la uni¨® a la diestra de Urb¨¢si. Sobre ambas manos juntas fueron todos los asistentes vertiendo algunas gotas de agua lustral perfumada. Morsamor enseguida dio a Urb¨¢si algunas hojas de betel picante. Entonces se renov¨® la invocaci¨®n, dirigi¨¦ndola Narada a los m¨¢s egregios seres divinos, a la propia Trimurti con el complemento femenino de Sarasvati, esposa de Brahma; de Laksmi, esposa de Vishn¨², y de Uma, esposa de Siva. En amplio canastillo de flexibles entretejidos juncos, de pie y abraz¨¢ndose se colocaron los novios; y cuantos all¨ª asist¨ªan derramaron sobre sus cabezas pu?ados de arroz que tomaban de otros canastillos menores. Morsamor asi¨® luego el _t¨¢li_, largo cord¨®n de seda y oro en cuyos extremos resplandec¨ªan dos esmeraldas. Morsamor enred¨® el _t¨¢li_ a la garganta de Urb¨¢si, d¨¢ndole tres vueltas y sujet¨¢ndole con triple lazada. La novia miraba hacia el Oriente mientras que el novio as¨ª la prend¨ªa. Sentados ambos despu¨¦s en blandos cojines, comieron juntos, sobre anchas hojas de pl¨¢tano, butiro fresco extendido en leves y esponjadas tortas de flor de harina, y miel de azahar a la postre: manjares simb¨®licos de iniciaci¨®n en los misterios orientales, para aprender a reprobar lo malo y a elegir lo bueno. En el centro del pandal se levantaba el ara, donde hab¨ªa algunas brasas. Los purohitas echaron sobre las brasas canela, s¨¢ndalo, espliego y otras plantas y yerbas secas y fragantes. Se levant¨® llama y Narada la aviv¨® m¨¢s con libaciones de soma divino. Narada entonces habl¨® as¨ª con Agni, dios del fuego, devorador de la ofrecida hostia, conductor alado del holocausto: --?Oh, t¨² que te ocultas en el seno de los seres todos, que sin ti no ser¨ªan, esc¨²chame, Agni, t¨² que animas el universo. Concede a Urb¨¢si la lealtad y la firmeza que Satchi consagr¨® a su marido cuando ¨¦l la abandon¨®, y lleno de remordimientos, huy¨® a empeque?ecerse y a esconderse en el tallo hueco de una de las flores de loto que cubr¨ªan el lago donde t¨² le hallaste, m¨¢s all¨¢ de los montes de Himabat, en los ¨²ltimos t¨¦rminos de la tierra. Movido t¨² por las s¨²plicas de Satchi y de acuerdo con los dioses, corriste por la tierra, volaste con tus alas de llamas por el aire y el ¨¦ter, y hasta penetraste en el agua, tu temida madre, para encontrar a Satacr¨¢tu en su penitente y escondido refugio! El pecado de Satacr¨¢tu vino a recaer entonces y a diluirse en todas las criaturas, y recobrando ¨¦l sus br¨ªos, las hizo dichosas, venci¨® al tirano Nahucha y volvi¨® a reinar en los tres mundos. ?Oh, Agni, haz que Urb¨¢si sea para Morsamor tan regeneradora y purificante como Dara Satacr¨¢tu fue Satchi! Oye tambi¨¦n y s¨¦ testigo, ?oh Agni, del solemne juramento de amor y de fidelidad, que van a pronunciar ambos esposos! Morsamor y Urb¨¢si, en efecto, extendidas las manos sobre el ara y cerca del fuego prestaron el juramento debido. As¨ª termin¨® el acto religioso. En aquella misma noche, sin demora ni reposo, a fin de sustraerse a la celosa furia, a la venganza y al poder de Balar¨¢n, Morsamor y Urb¨¢si, depuestas las galas y en traje de camino emprendieron un largo viaje. -XXVI- Muchos d¨ªas, fugitivo de Balar¨¢n, camin¨® Morsamor con su dulce compa?era. Dej¨¢ndose persuadir por Narada, hab¨ªa cre¨ªdo en el levantamiento general de toda la India, en favor del predominio brahm¨¢nico, y no juzg¨® prudente ni seguro tratar de volver a Goa, ni dirigirse a otro lugar que no estuviese fuera de los l¨ªmites de la India. En grandes barcas que de antemano contrat¨® Narada, Morsamor hab¨ªa pasado el Ganges, y hab¨ªa ido hacia el nordeste, esquivando los sitios poblados. Con ¨¦l iban, todos a caballo, Tiburcio y los sesenta valientes devotos a su persona. En ligero palanqu¨ªn que veinte robustos negros sosten¨ªan y llevaban turnando, iba la bella Urb¨¢si, asistida s¨®lo por su sierva favorita Rohini. Completaban la caravana treinta poderosas mulas, alquiladas a dos ricos banianes en quienes Narada fiaba mucho y que se hab¨ªan comprometido a ir a donde se les mandase, cuidando y guiando las mulas con el auxilio de cinco h¨¢biles naires. Las mulas llevaban a lomo el espl¨¦ndido equipaje de Urb¨¢si, abundancia de v¨ªveres, cuanto se requiere para desplegar tiendas en el campo y otros objetos ¨²tiles a la comodidad y regalo de los ilustres viajeros y al alivio de sus fatigas. Harto present¨ªa Morsamor que el Brahmatma, con gran golpe de gente de guerra, hab¨ªa salido a perseguirle, aunque no hab¨ªa podido hasta entonces darle alcance por la mucha delantera que Morsamor y los suyos hab¨ªan tomado. Sin tropiezo vi encuentro alguno desagradable, llegaron los que hu¨ªan a una vast¨ªsima e intrincada selva, resplandeciente de lozana pompa y florida verdura. La frondosidad era tan densa por algunos puntos, que era menester abrirse paso rompiendo y destrozando con la segur los enormes bejucos y dem¨¢s plantas enredaderas que, formando festones y guirnaldas, pend¨ªan y se entrelazaban de unos ¨¢rboles en otros. Las alima?as esquivas y feroces hu¨ªan a la aproximaci¨®n de la hueste, pero no faltaban seres animados, m¨¢s mansos y menos recelosos del hombre, que apenas se apartaban al sentirle llegar, y hasta que se adelantaban y mostraban como si acudiesen a darle la bienvenida. A veces, con alegre desentono, graznaban los pavos reales, desplegando la brillante rueda de sus pintadas plumas. Zumbaban las abejas que en los huecos de a?osos ¨¢rboles labraban sus panales. Las lib¨¦lulas y las mariposas de los m¨¢s n¨ªtidos colores y variados matices poblaban y esmaltaban el ambiente. La abundancia de hojas en lo m¨¢s alto de las plantas formaba verde toldo, por el cual se filtraba tamizada y tenue la lumbre solar, mitigando sus ardores y formando caprichosos cambiantes de refulgente claridad y de sombra apacible. El kokila y otras aves cantoras entonaban sus trinos y gorjeos. Un vientecillo suave que apenas mov¨ªa los m¨¢s tiernos tallos y renuevos, esparc¨ªa con sus alas el grato aroma de las flores, trasladaba a larga distancia las aladas semillas y llevaba de unos c¨¢lices a otros el polen fecundante. Arroyuelos de agua cristalina corr¨ªan serpenteando y murmurando por el somero cauce que naturalmente hab¨ªan abierto, y en cuyas m¨¢rgenes crec¨ªan violetas, rosas silvestres y mil hierbas de olor. No bien empezaba a anochecer discurr¨ªan por el aire en multitud sin cuento las luci¨¦rnagas, como brillantes joyas con que bordaba all¨ª su manto la primavera. Tan amenos eran aquellos lugares que, embelesados Morsamor y los suyos, olvidaban casi el peligro que corr¨ªan. Continuaban, no obstante, su peregrinaci¨®n, aunque a la aventura y sin saber a punto fijo en d¨®nde podr¨ªan refugiarse para escapar o para defenderse de sus perseguidores. La selva parec¨ªa interminable y desierta. Los fugitivos no hallaron en ella criatura humana. Al cabo llegaron a un ancho espacio, casi despejado de ¨¢rboles, y en cuyo centro se alzaba un grande edificio de extra?a arquitectura, palacio, fortaleza o tal vez abandonado asilo de anacoretas penitentes. Los peregrinos le visitaron y reconocieron, hallando que en ¨¦l no viv¨ªa nadie. Morsamor resolvi¨® parar all¨ª, reposar y hacerse fuerte, si por acaso le descubr¨ªan y sorprend¨ªan sus enemigos en aquel misterioso retiro. S¨®lo Tiburcio de Simahonda, con cuatro soldados que le escoltasen, todos en buenos y ligeros caballos, deb¨ªa seguir adelante, como explorador, para ver si hallaba no muy largo y seguro camino por donde todos pudiesen ir a la corte del gran monarca de los mongoles, Babur, si este hab¨ªa apaciguado ya sus dominios, si se hallaba en alguna ciudad menos distante que la remota Samarcanda, y si conced¨ªa su favor y la esperanza de una recepci¨®n amistosa. La gente de Morsamor estaba cansad¨ªsima. Y Urb¨¢si, rendida por la fatiga y emociones violentas, necesitaba para reponerse tranquilidad y reposo. En el desierto edificio hab¨ªa muchas estancias separadas y capaces, pero muy pocos y antiguos muebles, rotos o desvencijados. Por dicha, las mulas tra¨ªan de repuesto cuanto era conveniente para hacer agradable aquella vivienda. En el patio del edificio manaba agua abundante y clara de una hermosa fuente. Y cerca de ella hab¨ªa en amplio s¨®tano una alberca para ba?arse. En el edificio no hab¨ªa provisiones de boca, pero la caravana distaba mucho de haber consumido las que sac¨® de Benar¨¦s, y en la selva adem¨¢s abundaban los cocoteros, los pl¨¢tanos, los mangos, las palmeras, los naranjos, los limoneros y otros ¨¢rboles cargados de fruta. Y todos aquellos contornos convidaban con f¨¢cil y riqu¨ªsimo ¨¦xito a la caza y a la pesca. Alabando, pues, al cielo, que por lo pronto tan buen refugio le ofrec¨ªa, Morsamor se instal¨® con su gente en el abandonado edificio que se alzaba en el centro de la intrincada y vast¨ªsima selva. -XXVII- El edificio estaba casi al pie de muy altos montes. La ingente cordillera del Himalaya se ergu¨ªa cerca de ¨¦l, extendi¨¦ndose a un lado y a otro. Las cumbres, que se alzaban en el aire a millares de codos, estaban cubiertas de hielo perpetuo y de c¨¢ndida nieve, que heridos por los rayos del sol, vert¨ªan destellos radiantes y hac¨ªan m¨¢s bella la templada y apacible llanura en que se hallaba el palacio, ba?¨¢ndolo todo, a la hora del crep¨²sculo, en m¨¢gicos reflejos. Morsamor hab¨ªa enviado esculcas y puesto atalayas, que deb¨ªan renovarse con frecuencia y vigilar de continuo para avisar la llegada de cualquier enemigo y evitar una sorpresa. El terreno quebrado y ¨¢spero y los intrincados y revueltos desfiladeros estaban tan pr¨®ximos, que era f¨¢cil, previo aviso de que llegaban fuerzas muy superiores, escapar a toda persecuci¨®n, refugi¨¢ndose en las entra?as de la serran¨ªa. Confiado en esto, Morsamor hac¨ªa en el palacio larga parada, aguardando la vuelta de Tiburcio. Era alta noche. Morsamor reposaba al lado de Urb¨¢si en la repuesta alcoba. La tenue luz de una l¨¢mpara, que ard¨ªa en vaso de di¨¢fana porcelana, iluminaba suavemente el hermoso rostro y las gallardas y juveniles formas de la mujer dormida. Morsamor se despert¨® y se puso a contemplarla extasiado. No acertando a reprimir su admiraci¨®n amorosa, se acerc¨® con lentitud y cuidado, para que ella no despertase e imprimi¨® dos tiernos besos sobre los p¨¢rpados y largas pesta?as de sus cerrados ojos. Aunque el toque de los labios de Morsamor fue delicad¨ªsimo, sacudida Urb¨¢si como por una conmoci¨®n el¨¦ctrica, volvi¨® en su acuerdo, abri¨® los ojos, llenos de dulzura, mir¨® a su amante esposo y le estrech¨® afectuosamente en sus desnudos y blancos brazos. La felicidad y la vehemencia del amor de ambos, no hubo palabra articulada con que pudiera expresarse en aquel punto. Despu¨¦s, sostenida en el brazo derecho de Morsamor y reclinada en su hombro, tras no breve pausa de silencio y reposo, Urb¨¢si con l¨¢nguida y entrecortada voz, dijo a Morsamor casi al o¨ªdo: --No; este amor invencible, fuerte, gigante, inmenso, no ha podido nacer en m¨ª, ni ha nacido de s¨²bito. Antes de conocerte yo te present¨ªa y te amaba. Al verte por vez primera, record¨¦ tu rostro y columbr¨¦ su semejanza en la nebulosa lejan¨ªa de tiempos pasados. Reminiscencias confusas de una vida anterior se despertaron en mi alma. En tierras muy remotas, nacida yo en humilde, en casi vil condici¨®n, te hab¨ªa amado y hab¨ªa sido tuya. ?T¨² te avergonzabas de m¨ª, cruel! T¨² me abandonaste. Morir fue mi sino, pero no quise morir desesperada. Entregu¨¦ mi alma a Smara, dios del amor, y ¨¦l me hizo en pago la promesa de poseerte de nuevo: de hacerme renacer, rica, noble y venerada para que no te avergonzases de m¨ª y mil veces m¨¢s hermosa para que me amases mil veces m¨¢s que hasta entonces me hab¨ªas amado. Dime, Morsamor, ?no es cierto que Smara ha cumplido su promesa? Al o¨ªr Morsamor las palabras de Urb¨¢si, retrajo a su memoria la imagen de Beatricica y pens¨® tenerla all¨ª presente y que ella le encadenaba entre sus brazos y le besaba y le acariciaba. Como si hiriesen otra vez sus o¨ªdos, percibi¨® las palabras de la vieja gitana que le dijo en Sevilla la buenaventura. Los cabellos de Morsamor se erizaron de espanto. A pesar del contacto ¨ªntimo y delicioso de su prenda querida, a pesar del tibio y grato mador de aquella piel, cuya tersura, suavidad y fragancia envidiar¨ªan los p¨¦talos de la magnolia y de la flor del loto, Morsamor sinti¨® el fr¨ªo de la calentura y se santigu¨® maquinalmente. Entonces record¨® con horror que era cat¨®lico cristiano, aunque ap¨®stata y r¨¦probo. En aquel momento sonaron fuera de la alcoba voces, precipitados pasos, ruido de armas y rechinar de puertas. Aquella sensaci¨®n, que avisaba a Miguel de Zuheros un peligro presente y real, disip¨® de su esp¨ªritu las sombr¨ªas imaginaciones, que sin duda una muy natural coincidencia hab¨ªa creado. Natural era que Urb¨¢si, bajo el influjo de las creencias religiosas, propias de su naci¨®n y de su casta, se diese a entender que hab¨ªa transmigrado su alma, que en otras vidas hab¨ªa amado a Morsamor, y que m¨¢s tarde hab¨ªa renacido para volver a amarle. Miguel de Zuheros desech¨®, pues, aquellos vanos pensamientos, se seren¨®, recobr¨® su br¨ªo indomable, se arroj¨® del lecho y se revisti¨® a escape las armas. Tom¨¢s Cardoso, teniendo de la peque?a hueste por ausencia de Tiburcio, acudi¨® a llamarle desde la puerta de la alcoba. Armado ya Morsamor, sali¨® a juntarse con Tom¨¢s Cardoso. Numerosa hueste enemiga hab¨ªa sorprendido y muerto a los descuidados y dormidos atalayas, hab¨ªa invadido la selva y hab¨ªa cercado por todas partes el edificio. A la luz del alba naciente, mir¨® Morsamor por las ventanas en varias direcciones, y por donde quiera vio guerreros indios capitaneados sin duda por Balar¨¢n, el Brahmatma. No hab¨ªa medio de huir. Era inevitable combatir hasta la muerte o hasta lograr milagrosa victoria. Los sitiadores dieron sin tardanza un furioso asalto por la fachada de la quinta, pugnando por derribar la puerta. Morsamor y los suyos se defend¨ªan con valor y con tino, causando en los sitiadores grande estrago y haciendo repetidas veces que retrocedieran, pose¨ªdos de terror. La puerta resist¨ªa a¨²n al embate del enemigo; pero, en la previsi¨®n de que pronto la derribase, Morsamor no vacilaba en defender sin reparo la entrada abierta. A este fin, iba ya a descender al piso bajo del edificio, cuando oy¨®, en el piso principal, angustiosos gritos y clamores. El enemigo hab¨ªa entrado por una peque?a puerta, a espaldas del palacio, le hab¨ªa invadido, y llenaba ya el piso en que Morsamor se hallaba. Entonces acudi¨® Morsamor a la defensa de Urb¨¢si, pero ya fue tarde. El mismo Balar¨¢n, rodeado de sus m¨¢s audaces sat¨¦lites, hab¨ªa llegado donde ella estaba, la hab¨ªa asido de un brazo e intentaba apartarla de aquel sitio para acabar luego con Morsamor y los suyos sin que ella padeciese ni peligrase. No como d¨¦bil mujer, sino como fiera leona, se resisti¨® Urb¨¢si al prop¨®sito de Balar¨¢n, lanzando contra ¨¦l en¨¦rgicas palabras de odio y desprecio. En aquel punto apareci¨® Morsamor donde Urb¨¢si pugnaba por que Balar¨¢n no se la llevase consigo. --?S¨¢lvame, Morsamor!--dijo al verle--. ?Amor m¨ªo, lib¨¦rtame de este aborrecido tirano! El coraz¨®n del Brahmatma ardi¨® en celosa ira, al ver a su rival y al o¨ªr las amorosas palabras con que Urb¨¢si le llamaba. En su ciego arrebato, desnud¨® Balar¨¢n la daga que llevaba en el cinto y se la hundi¨® a Urb¨¢si en el seno, caus¨¢ndole instant¨¢nea muerte. At¨®nitos, estupefactos quedaron los de uno y otro bando, al ver caer a Urb¨¢si desplomada en el suelo. Con ¨ªmpetu irresistible se lanz¨® Morsamor contra Balar¨¢n, yendo a su lado Tom¨¢s Cardoso y otros ocho valientes, que arrollaban o derribaban cuanto obst¨¢culo se les opon¨ªa. As¨ª lleg¨® Morsamor hasta donde se alzaba Balar¨¢n con la sangrienta daga en la diestra y tom¨® r¨¢pida venganza, atraves¨¢ndole el cuerpo con su espada. La gente de Morsamor le defend¨ªa a un lado y a otro, rechazando a los indios. Morsamor pudo entonces asir de la barba al muerto Brahmatma y arrastrarle hasta la ventana principal del edificio. La abri¨®, sin temer el diluvio de flechas que le dispararon; alz¨® a Balar¨¢n en sus brazos para que los de su bando le vieran, y en seguida, con tit¨¢nica fuerza, arrojo por el aire el cuerpo inerte, que dio tremendo golpe en el despejado o en el claro abierto por la gente de guerra al apartarse horrorizada. En los primeros instantes que a la venganza de Morsamor se siguieron, parec¨ªa que Morsamor iba a triunfar por raro prodigio de su feroz valent¨ªa. Los que hab¨ªan entrado en el edificio con Balar¨¢n huyeron al verle muerto. Volvi¨® a cerrarse la puerta por donde hab¨ªan entrado. La posici¨®n de Morsamor y de los suyos parec¨ªa inexpugnable, merced a su desesperada resistencia y a la consternaci¨®n de unos contrarios sin caudillo. Pronto, no obstante, se rehicieron estos, fiados en su muchedumbre y aguijoneados por la verg¨¹enza y por el deseo de que la muerte de Balar¨¢n no quedase impune. No era como el alc¨¢zar de Benar¨¦s el edificio en que Morsamor se refugiaba. Apenas se hab¨ªa empleado la piedra para construirle, sino la madera, tan abundante en la selva que en torno se extend¨ªa. All¨ª era f¨¢cil de conseguir el incendio, y el incendio era el medio m¨¢s seguro de vencer sin sacrificar muchas vidas. Gran n¨²mero de sitiadores, con actividad diligente, sol¨ªcita, casi fren¨¦tica, alleg¨® y trajo le?a y hojas secas, y, formando con ellas enormes montones y altos rimeros, las arrim¨® a las puertas y a las paredes. Los sitiadores m¨¢s decididos prendieron fuego por varios puntos, y, favorable el viento a su intenci¨®n, estimul¨® el fuego soplando. Rojas llamas se levantaron lamiendo y escalando los muros. Negra y espesa humareda envolvi¨® el edificio como en velo enlutado de f¨²nebres crespones. Nada hab¨ªa advertido Morsamor. Satisfecha en Balar¨¢n su venganza, daba rienda suelta a su pena, abrazado al cuerpo inerte de Urb¨¢si, cubri¨¦ndole de besos y de l¨¢grimas y anhelando hacerle revivir con su aliento. Tom¨¢s Cardoso y los dem¨¢s aventureros tuvieron que apartarle de all¨ª, baj¨¢ndole casi en volandas hasta la puerta principal del edificio. Era menester salir fuera, abrirse paso o morir hiriendo y matando, si no quer¨ªan todos perecer ahogados por el humo o devorados por las llamas. Morsamor se repuso de su doloroso desfallecimiento, hizo abrir la puerta, que ya empezaba a arder, y con heroica furia se abalanz¨® contra los sitiadores. -XXVIII- Aunque Morsamor parec¨ªa invulnerable y aunque los cincuenta hombres que permanec¨ªan vivos bajo su mando eran diestros y prodigiosamente valerosos, todos sin duda iban a perecer all¨ª peleando contra un ej¨¦rcito. No peleaban por la victoria. No peleaban por la salvaci¨®n en la fuga. Peleaban s¨®lo para vender caras sus vidas. Caras las vend¨ªan, en efecto, pero Morsamor notaba con angustia compasiva que sus fieles y devotos amigos iban cayendo tambi¨¦n. De s¨²bito el ronco clangor de retorcidas y b¨¢rbaras trompetas estremeci¨® el ambiente. Mil y mil gritos salieron de las bocas de los indios, medrosos y aterrados. Morsamor y los suyos vieron con sorpresa que sus contrarios, en confuso desorden, hu¨ªan a la desbandada, tiraban las armas para correr con mayor ligereza y buscaban refugio y escondite en lo m¨¢s intrincado del bosque, ya que no en las entra?as de la tierra. ?Qu¨¦ poder misterioso acud¨ªa en auxilio de Morsamor? No tardaron en aparecer los imprevistos auxiliares. Ven¨ªan en ligeros caballos. Eran guerreros, de fea y terrible catadura, armados de largas lanzas, de agudas flechas y de flexibles arcos. En sus rostros, casi imberbes, aunque varoniles y fieros, resplandec¨ªa, sobre el amarillo obscuro de la tez curtida, la exultaci¨®n alegre del triunfo. Sus p¨®mulos eran salientes, gruesos sus labios y la nariz aplastada, oblicuos y peque?os sus ojos, y negras las ralas cerdas del largo bigote, y negros los cabellos que pend¨ªan lacios sin ondas ni rizos. Cubr¨ªan sus cabezas gorras de hirsutas pieles, envolviendo capacetes de cobre, y sostenidas por barbuquejos de lana cuyas extremidades flotaban sobre el pecho. Extraordinaria fue la sorpresa de Morsamor cuando vio en medio de esta tropa, que parec¨ªa fant¨¢stica legi¨®n de demonios, a su doncel sutil Tiburcio, que ven¨ªa como gui¨¢ndola y capitane¨¢ndola, m¨¢s gallardo y gentil que nunca. Fugados o muertos los indios, Tiburcio lleg¨® donde estaba Morsamor y le estrech¨® en sus brazos. Algunos de los al parecer m¨¢s importantes soldados de su extra?a tropa desmontaron de los caballos, lanzaron aullidos, en se?al de alabanza, admiraci¨®n y j¨²bilo, alzaron a Morsamor en hombros, y se apartaron del palacio que el voraz incendio ya consum¨ªa. Hicieron luego que Morsamor y los suyos montasen todos a caballo, y con profundo acatamiento y pompa triunfal se pusieron en marcha. Tiburcio cabalgaba al lado de Morsamor y se lo explic¨® todo. Aquellos hombres eran los mongoles. Babur, su monarca, apaciguados ya sus vastos dominios, hab¨ªa ca¨ªdo como el rayo sobre la India. Acababa de reconquistar a Lahor y se hab¨ªa apoderado luego de Delh¨ª y de Benar¨¦s, la ciudad santa, donde le hab¨ªan dicho que Balar¨¢n se hab¨ªa declarado Brahmatma. No encontr¨® all¨ª a Balar¨¢n y sali¨® en su busca, a fin de vencerle y de vencer su ej¨¦rcito. Internado Balar¨¢n en la selva, Babur hubiera tardado en encontrarle o no le hubiera encontrado, si Tiburcio, acertando a presentarse ante ¨¦l, no se hubiera ofrecido a servirle y no le hubiera servido de gu¨ªa. Muerto Balar¨¢n, y sabiendo ya Babur por sus esculcas las apenas cre¨ªbles haza?as de Miguel de Zuheros, iba, seg¨²n anunciaba Tiburcio, a recibirle con palmas y laureles. Cualquiera otro h¨¦roe, no atormentado del dolor m¨¢s acerbo, hubiera tenido por altamente dichoso el ¨¦xito de aquella jornada y se hubiera enorgullecido de las distinciones honrosas de que colm¨® Babur a Miguel de Zuheros cuando este lleg¨® a su presencia. Babur quiso tomarle a su servicio, pero Morsamor se excus¨® cort¨¦smente, alegando su honda melancol¨ªa y afirmando que su destino le llamaba por muy distinta senda y que ¨¦l no pod¨ªa menos de acudir a su misteriosa vocaci¨®n y de cumplir las ¨®rdenes del destino. Tiburcio de Simahonda, Tom¨¢s Cardoso y cuarenta aventureros portugueses, que sobrevivieron a la batalla, acompa?aron a Morsamor, y cargados de presentes y riquezas se separaron de Babur y de sus mongoles. Babur dio a Miguel de Zuheros una ¨¢urea l¨¢mina, como la que Kubilai-Kan hab¨ªa dado a Marco Polo, para que le sirviese de salvoconducto o pasaporte por donde quiera que fuese. En el oro de la l¨¢mina estaban grabadas, en caracteres mong¨®licos, las m¨¢s encarecidas recomendaciones, autorizado todo ello por la firma de Babur y por su regia marca. Como curioso accidente, que no debe omitirse aqu¨ª, haremos constar que la tropa de Morsamor parti¨® reforzada por seis mongoles que se resolvieron a seguirle, movidos de afecto a Espa?a y de vivo deseo de ver aquella tierra distante. No parecer¨¢ el caso inveros¨ªmil si decimos que dos de los mongoles se apellidaban P¨¦rez, dos Fern¨¢ndez y Jim¨¦nez otros dos. Aunque confusa y enmara?adamente, los seis presum¨ªan de buenos cristianos, y todos eran tataranietos de tres elegantes y lindos escuderos de Castilla, que hab¨ªan acompa?ado a Ruy Gonz¨¢lez de Clavijo cuando visit¨® a Tamerl¨¢n como Embajador de Enrique III. Tres se?oronas de la corte de Samarcanda, tan encopetadas como antojadizas, se hab¨ªan prendado de los escuderos susodichos, se hab¨ªan casado con ellos, reteni¨¦ndolos en el centro del Asia, y de tales enlaces proced¨ªan los P¨¦rez, los Fern¨¢ndez y los Jim¨¦nez, de cuyo patri¨®tico atavismo aqu¨ª damos cuenta. -XXIX- Transida el alma de dolor por el tr¨¢gico fin de Urb¨¢si y por la mort¨ªfera lucha que hab¨ªa sostenido, Morsamor huy¨® de la India, como para librarse de los malos esp¨ªritus que le acosaban y le atormentaban. Como Orestes, perseguido por las Furias, caminaba Morsamor sin saber casi hacia d¨®nde caminaba. Confiado en ¨¦l y en su ventura, le segu¨ªa su valiente tropa. Tiburcio sol¨ªa cabalgar junto a ¨¦l y procuraba consolarle y entretenerle con pl¨¢ticas amenas y con juiciosas reflexiones. --El mal y el bien--dijo una vez--, la pr¨®spera o la adversa fortuna carecen a menudo de ser real y dependen de nuestro modo de entender las cosas. De aqu¨ª que yo pueda afirmar razonablemente que t¨² no debes quejarte de tu suerte, sino tenerla por pr¨®spera. El problema m¨¢s dif¨ªcil que hay que resolver, la suerte te le dio resuelto desde el principio. En la m¨¢s penosa e ingrata tarea en que los hombres tienen que emplearse no te has empleado t¨², pudiendo elevarte as¨ª sin estorbo hasta una posici¨®n donde tanto la felicidad como la infelicidad tienen superior magnitud a las del vulgo de los mortales. --Cada d¨ªa me convenzo m¨¢s--interrumpi¨® Morsamor--del fundamento y de la justicia, con que te llamo doncel sutil. Tales son en este momento tus sutilezas, que no las entiendo. --Pues pr¨¦stame atenci¨®n y ¨®yeme--replic¨® Tiburcio--y ya ver¨¢s, cu¨¢n bien me entiendes y cu¨¢n claro me explico. Por la generosidad primero y por la alquimia del Padre Ambrosio, y m¨¢s tarde por lo mucho que hemos garbeado en guerras, saqueos y batallas, no somos pobres, sino ricos. A lomo de unas cuantas mulas traes contigo un tesoro de despojos; oculta en bolsa de cuero, bajo el sayo y pegada a tu carne, llevas gran cantidad de piedras preciosas, de tal valor algunas que podr¨ªas, vendi¨¦ndolas, adquirir con su precio la mitad de Castilla, o restaurar en todo su esplendor a Medina del Campo, que el ej¨¦rcito fiel a nuestro monarca Carlos de Gante, rob¨® y asol¨® casi en los mismos d¨ªas en que nos escapamos nosotros del convento en busca de aventuras. Te hallas, pues, y te has hallado desde que te escapaste en posici¨®n muy ventajosa. La mayor¨ªa de los hombres consumen la vida en ganarse la vida, y, como se la ganan perdi¨¦ndola y gast¨¢ndola, no les queda vida de sobra ni para amar, ni para deleitarse, ni para trazar heroicos planes y realizarlos luego, ni para otros mil asuntos que debemos calificar de lujo y de poes¨ªa. La gente humilde y trabajadora, los ganapanes y destripaterrones, que sudan y se afanan para procurarse el sustento, son como las orugas y como los m¨ªseros gusanos, que se arrastran con lentitud, que se esconden entre el follaje, y que no pueden ejercer otra funci¨®n sino la de nutrirse, mientras que t¨² y otros como t¨², siempre bien nutridos y exentos de tan ruin cuidado y de menester tan vil, sois como las mariposas, que despleg¨¢is a la luz del sol los n¨ªtidos colores de vuestras alas, que vol¨¢is entre las flores, que lib¨¢is el n¨¦ctar de sus c¨¢lices y que goz¨¢is de amor y de gloria. --Algo de verdad hay en lo que afirmas--dijo Morsamor--. No carezco de riquezas. Adem¨¢s de las que llevo conmigo, tengo confiadas no pocas al fiel y cauto Gast¨®n Vandenpeereboom. Puedo con desahogo aventurarme en las m¨¢s altas empresas. Y sin embargo, me considero tan infeliz que preferir¨ªa volver a ser un pobre fraile, despreciado, viejo y enfermizo, o ser un ruin y hambriento pordiosero. Ingeniosamente impugn¨® Tiburcio estas razones, manifestando que el pordiosero y el fraile, sobre ser desvalidos y menesterosos, lo cual no es chica pena, pueden padecer adem¨¢s tormentos insufribles. --?Has olvidado, acaso--concluy¨® Tiburcio--, cu¨¢nto te atormentabas en el claustro? No me parec¨ªas all¨ª virtuoso penitente, ministro del Alt¨ªsimo, sino energ¨²meno o criatura pose¨ªda de un enjambre de demonios. As¨ª cuidaba Tiburcio de consolar a Morsamor, no probando que era dichoso, sino tratando de probar que otros hab¨ªan sido m¨¢s desdichados. Poco a poco, y aunque algo a la ventura, con el prop¨®sito de llegar al grande imperio del Catay, nuestros viajeros se internaron por tortuosas y revueltas ca?adas, que a cada instante se tornaban m¨¢s ¨¢speras y solitarias. Por donde quiera bre?as, matorrales y riscos, y con frecuencia despe?aderos medrosos, en cuyo borde resbaladizo se desenvolv¨ªa la apenas trazada senda que iba hollando. El horror y la esquividad del paisaje crec¨ªan a cada paso. Hasta los m¨¢s audaces se asustaban y anhelaban volver atr¨¢s. La terca persistencia de Morsamor y el respeto que Morsamor infund¨ªa los forzaba a seguir adelante. Con prudente cautela, y como por milagro, lograban que no tropezasen los caballos y las mulas en aquellos vericuetos y que no cayesen rodando en hondo precipicio con el jinete o con la carga que llevaban. M¨¢s propios de cabras monteses que de hombres eran aquellos sitios. Podr¨ªa asegurarse que jam¨¢s se hab¨ªa estampado en ellos la planta humana. Era terreno desconocido, por donde, si lograban atravesarle, llegar¨ªan sin duda a no menos desconocida e inexplorada comarca. La vereda daba innumerables rodeos. A veces iba en muy pendiente cuesta abajo, pero m¨¢s a menudo se elevaba en cuesta no menos pendiente. Los cerros, a un lado y a otro, parec¨ªan ir creciendo. En sus enhiestos picos reluc¨ªa el hielo perpetuo. La amontonada nieve bajaba hasta no muy lejos del camino, si era camino el desfiladero, cada vez m¨¢s angosto, por donde marchaban. Lo terrible de aquella peregrinaci¨®n estaba por cima de todo encarecimiento cuando la noche envolv¨ªa en sus tinieblas a los viajeros. Una noche, por ¨²ltimo, fue indescriptible la angustia de todos. A pesar de la densa y casi impenetrable obscuridad, sintieron que se hallaban en una grande altura; que los cerros, por medio de los cuales hab¨ªan caminado, quedaban atr¨¢s; que a un lado y a otro se les abr¨ªa despejado, extenso horizonte; y que, delante de ellos, o descend¨ªa la senda, con inclinaci¨®n que la hac¨ªa intransitable para hombres y para bestias de carga, o se convert¨ªa en despe?adero o abismo. All¨ª se pararon aguardando ansiosos el d¨ªa y acurrucados bajo algunas tiendas de campa?a que un viento fr¨ªo e impetuoso amenazaba derribar y que los amedrentaba con siniestros silbidos. Larga como un siglo se les antoj¨® aquella noche, pero el alba perezosa vino al cabo a disipar las sombras, a dorar las nubes, a te?ir el cielo de azul y de p¨²rpura y a impregnar el aire en claridad luminosa. Extraordinarias fueron la sorpresa y la alegr¨ªa de los peregrinos cuando vieron extenderse a sus pies, desde la elevaci¨®n en que se hallaban, la m¨¢s amena, f¨¦rtil y bien cultivada llanura que imaginarse puede. La vega deleitosa estaba regada por dos r¨ªos y por muchos arroyos y acequias de agua cristalina. Se ve¨ªan huertos, sembrados, y muy elegantes jardines. Bien cuidadas sendas iban de un lugar a otro, entre dos hileras de ¨¢rboles copudos y umbr¨ªos. Los frutales m¨¢s preciosos se ostentaban en las huertas. Se distingu¨ªan bien los muros, palacios, templos y monumentos de una muy hermosa ciudad; y m¨¢s cerca, casi al pie de la sierra, un edificio ampl¨ªsimo, a modo de suntuoso monasterio, tal por su esplendor y grandeza, que nada en la mente de los viajeros se le igualaba en Espa?a ni en Portugal, ni en la propia Samarcanda, aunque ellos magnificasen con el afectuoso recuerdo la esplendidez de lo que cada cual hab¨ªa visto y admirado en su patria. La cuesti¨®n ahora era bajar hasta la vega desde la enriscada cumbre o viso en que estaban. Harto se afanaron por conseguirlo, pero lo consiguieron al fin dando muchas vueltas y describiendo muchas eses, para no despe?arse por los tajos de aquella agria ladera. Ya casi en lo llano, se hallaron en un verde soto, en medio de frondosos y gigantescos ¨¢rboles, y por cuyo centro se precipitaba caudaloso arroyo, dando saltos y formando copos de rizada y c¨¢ndida espuma sobre el haz de sus agitados cristales. Muchas aves hab¨ªa por all¨ª que ya trinaban alegres, ya volaban de rama en rama, sin el menor recelo de los hombres. Francolines de vistosas plumas corr¨ªan en bandadas. Tom¨¢s Cardoso, que era gran cazador, no pudo resistir a su deseo de matar el que le pareci¨® m¨¢s grueso y m¨¢s cercano. Dispar¨® una flecha, y el p¨¢jaro cay¨® herido a poca distancia. Entonces sali¨® de la espesura un viejo, algo encorvado por la edad, que parec¨ªa llegar a cien a?os, y con airado acento censur¨® la cruel conducta de Tom¨¢s Cardoso y hasta le amenaz¨® con un castigo. Con burla y desprecio respondi¨® el portugu¨¦s al pobre anciano y dirigi¨® sobre ¨¦l el caballo para asustarle. Mas, ?oh raro prodigio!, el viejezuelo alz¨® en el aire el b¨¢culo en que se apoyaba y dirigi¨® la contera hacia el caballo que sobre ¨¦l ven¨ªa. El caballo dobl¨® al punto las rodillas y baj¨® la cabeza hasta el suelo, como para besarle con humildad. Aquellos movimientos fueron tan r¨¢pidos, y fue tanto el descuido de Tom¨¢s Cardoso, por no preverlos, que el caballo le bot¨® de la silla y le ape¨® por las orejas, excitando el ca¨ªdo la risa de sus compa?eros a pesar del asombro que el sobrehumano poder del viejo les hab¨ªa causado. Se adelant¨® entonces Tiburcio, y, sirviendo de int¨¦rprete, en vulgar dialecto indostan¨ª, pregunt¨® al viejo qui¨¦n era ¨¦l y en qu¨¦ pa¨ªs se hallaban ellos. El viejo contest¨® al punto en un idioma de cuyos vocablos no sab¨ªan uno siquiera ni Tiburcio, ni Morsamor, ni ninguno de los que iban acompa?¨¢ndolos. Pero esto fue lo m¨¢s raro y maravilloso. Ni Tiburcio, ni Morsamor, ni el m¨¢s rudo de los all¨ª presentes dej¨® de entender lo que el viejo dec¨ªa, como si a cada uno en su patria lengua le hablase. El viejo les dijo: --Os hago saber que yo soy ayuda de c¨¢mara, secretario o f¨¢mulo del muy egregio se?or Sankarach¨¢ria. Gracias a ¨¦l, y comunicados por ¨¦l, poseo varios importantes dones. Es uno de ellos el de adivinar los pensamientos ajenos, y es otro el de sugestionar o infundir los pensamientos propios en las ajenas mentes sin valerme del auxilio de la palabra y del intermedio de los sentidos corporales. Os he escuchado y os he hablado por costumbre y rutina y para no faltar al uso corriente, pero sin hablar entiendo y me hago entender y as¨ª continuaremos nuestra conversaci¨®n. Os digo con franqueza que no comprendo c¨®mo hab¨¦is podido llegar hasta aqu¨ª. Mi amo me lo explicar¨¢ todo, porque todo lo sabe. Ahora conviene que os lleve a su presencia. Es cort¨¦s y benigno; perdonar¨¢ vuestra audacia y os recibir¨¢ amistosamente. Seguidme y os servir¨¦ de gu¨ªa. Dicho esto, volvi¨® la espalda, empez¨® a andar y todos le siguieron. -XXX- No tardaron mucho en hallarse a la vista de un edificio tan suntuoso, grande y de tan florido estilo, que en su comparaci¨®n, parec¨ªa miserable choza, la casa m¨¢s capaz y elegante de Padres Jesuitas, sin exceptuar la que tienen en Loyola. Sobre la puerta principal hab¨ªa una inscripci¨®n en gruesas letras de oro. Como ya estaban todos sugestionados por el f¨¢mulo, aunque la inscripci¨®n estaba en s¨¢nscrito, la leyeron y entendieron, como si estuviese en portugu¨¦s o en castellano. La inscripci¨®n dec¨ªa: _Cenobio de la jubilaci¨®n varonil_. El f¨¢mulo aclar¨® el concepto de esta suerte: --Los se?ores que aqu¨ª viven, son los se?ores m¨¢s sabios que hay en el mundo. Con su exquisito r¨¦gimen higi¨¦nico, con su dieta herb¨ªvora, y con su prudente y morigerada conducta, prolongan mucho la vida. Aqu¨ª no contamos por decenas sino por docenas. El t¨¦rmino natural y ordinario de la existencia, es aqu¨ª de una gruesa de a?os o d¨ªgase de ciento cuarenta y cuatro. Cuando alguien por accidente muere antes, decimos que se malogra. Siete son los principios o elementos que en armonioso conjunto constituyen el ser humano. El n¨²mero siete es simb¨®lico y posee no pocas virtudes. Seg¨²n nuestra Constituci¨®n social y pol¨ªtica, hist¨®rica y filos¨®fica, interna y externa, la vida de acci¨®n acaba en cada individuo cuando este cumple siete docenas de a?os. El d¨ªa en que los cumple, es el d¨ªa de su jubilaci¨®n y ¨¦l se retira a este Cenobio y pasa de la vida activa a la vida contemplativa. As¨ª, el f¨¢mulo iba enterando de todo a Morsamor y a su tropa. Y gracias a la sugesti¨®n, no s¨®lo les daba noticias, sino que tambi¨¦n les inspira sanos, juiciosos y vehementes deseos. El de ba?arse, fregarse y escamondarse, fue el primero que les inspir¨®, y para que le lograsen, como le lograron, los introdujo en unas maravillosas termas, donde brochas y suaves cepillos autom¨¢ticos los ungieron con arom¨¢tico y espumoso jab¨®n y les dieron gratas y purificantes fricciones. Recibieron luego duchas de agua perfumada, se secaron con fin¨ªsimas s¨¢banas de lino y quedaron como nuevos de puro lustrosos. Todos parec¨ªan m¨¢s guapos y m¨¢s j¨®venes que antes. Al revestirse, notaron con agradable pasmo que la ropa interior hab¨ªa sido lavada y planchada, (perm¨ªtaseme lo familiar de la expresi¨®n) en un periquete, y que asimismo ol¨ªa muy bien, gracias a un exquisito sahumerio. Los coletos, los greg¨¹escos, las calzas y dem¨¢s ropilla exterior todo se hab¨ªa limpiado, quedando muy decente y desapareciendo las manchas sin el empleo de la bencina ni de otras sustancias apestosas. El f¨¢mulo les dijo que era muy conveniente que ellos se presentasen de un modo decoroso ante el se?or Sankarach¨¢ria. Los llev¨® enseguida a un bonito y capaz refectorio, donde almorzaron sutiles extractos, que paladeaban y saboreaban con raro deleite y que eran tan nutritivos y tan poco groseros, que bastaba para alimentar y satisfacer a un jay¨¢n, lo que cabe en una j¨ªcara de chocolate. A todo esto, Morsamor y los suyos notaban con extra?eza que no aparec¨ªa nadie y que el Cenobio estaba como desierto. Adivin¨® el f¨¢mulo lo que pensaban y aclar¨® el caso de este modo: --No quiero que and¨¦is maravillados y suspensos al ver esta mansi¨®n desierta. En ella no hay en este momento sino otros pocos f¨¢mulos como yo, retirados sin duda, cada uno en su celda. Los se?ores han salido todos. No volver¨¢n hasta tres horas despu¨¦s de mediod¨ªa, porque hoy tienen Recordatorio galante. Impaciente Morsamor por averiguar lo que aquello significaba, interrumpi¨® al viejo pregunt¨¢ndole: --?Y qu¨¦ recordatorio es ese? --El _Recordatorio galante_--contest¨® el viejo--consiste en la costumbre que tienen los se?ores de ir una vez por semana al cercano _Cenobio de la jubilaci¨®n femenina_, donde las se?oras ancianas, dulces compa?eras de su mocedad, los reciben de visita, los agasajan con un delicado banquete, recuerdan con ellos los juveniles gozos y hasta cantan y bailan y huelgan y se entretienen, si bien con la majestad, el entono y el sereno juicio que importan en la edad madura. Paseando por los alrededores del Cenobio y admirando los vergeles que le circundaban, estuvieron Morsamor y su gente hasta que pasaron las horas del Recordatorio y volvieron al Cenobio los se?ores ancianos. Cosa de encanto les pareci¨® el verlos venir. Con pausa solemne ven¨ªan en dos hileras, como dos centenares de venerables viejos, vestidos de largas, flotantes y c¨¢ndidas vestiduras. Todav¨ªa eran m¨¢s c¨¢ndidos y relucientes sus cabellos levemente rizados y sus luengas y bien peinadas barbas. Al andar, se apoyaban algunos en dorados b¨¢culos. Otros tra¨ªan y tocaban arpas, violines y salterios. Guirnaldas de verdura y de flores ce?¨ªan las sienes de todos aquellos ancianos. El f¨¢mulo, que para verlos pasar se hab¨ªa echado a un lado con los forasteros, dijo a estos cuando lleg¨® frente de donde estaban el viejo tal vez de mayor estatura y de m¨¢s gravedad y belleza de rostro. --Ese es mi amo, el se?or Sankarach¨¢ria. Trae, como veis, una guirnalda de hiedra y de violetas, con que le ha coronado hoy su esposa, para simbolizar el p¨²dico, modesto y apretado lazo con que siempre la tuvo ce?ida y prendida. Al son de los instrumentos m¨²sicos, ven¨ªan todos cantando, con deliciosa melod¨ªa, un himno del _Rig-Veda_, del que Morsamor comprendi¨® milagrosamente y conserv¨® en la memoria, no sabemos si con entera fidelidad, las siguientes estrofas: ?¨¢ureo germen de luz apareciste al principio. Soberano del mundo llenaste la tierra y el cielo. ?Eres t¨² el Dios a quien debemos ofrecer holocausto??. ?T¨² das la vida y la fuerza. Los otros dioses anhelan que los bendigas. La inmortalidad y la muerte son tu sombra. ?Eres t¨² el Dios a quien debemos ofrecer holocausto??. ?Las monta?as cubiertas de nieve y las agitadas olas del mar anuncian tu poder¨ªo. Tus brazos abarcan la extensi¨®n de los cielos. ?Eres t¨² el Dios a quien debemos ofrecer holocausto??. ?T¨² iluminas el ¨¦ter. T¨² afirmas la tierra y difundes la claridad por entre las nubes. Cielo y tierra te miran temblando a ti que los criaste. De tu radiante cabeza nace la aurora. Sobre las aguas que engendraron la luz primera y que se precipitan en el abismo, tiendes t¨² la serena mirada. Sobre todos los n¨²menes te elevas cual Dios ¨²nico. ?Oh custodia y faro de la verdad! ?Eres t¨² el Dios a quien debemos ofrecer holocausto??. -XXXI- Como los sabios ancianos ven¨ªan algo fatigados de la inocente huelga que hab¨ªan tenido, el f¨¢mulo dej¨® que reposasen y durmiesen la siesta un par de horas, y luego llev¨® a Morsamor y a los suyos a la presencia del se?or Sankarach¨¢ria, quien los recibi¨® con distinguida afabilidad y extremada finura. Ya sab¨ªa Morsamor por el f¨¢mulo que el se?or Sankarach¨¢ria era el escritor m¨¢s notable que hab¨ªa entonces en el Cenobio y en toda aquella Rep¨²blica. Los libros que hab¨ªa compuesto y que compon¨ªa, eran ep¨ªtomes o brev¨ªsimos compendios, en estilo llano, para poner al alcance del vulgo los m¨¢s ¨²tiles conocimientos. Por el m¨¦todo, orden y nitidez de la exposici¨®n, ensalzaba el f¨¢mulo, entre dichos libros, los que se titulan _Tattva Bodha, Conocimiento de la existencia; Atma Bodha, Conocimiento de yo (Dios)_; y _Viveka Chudamani, El Paladi¨®n de la sabidur¨ªa_. --Aunque estos libros--a?ad¨ªa el f¨¢mulo--son s¨®lo rudimentos y preparativos para iniciaci¨®n m¨¢s alta, nadie consiente por ac¨¢ que se comuniquen a los europeos, cuya inteligencia carece de la s¨®lida madurez que para comprenderlos se requiere. S¨®lo dentro de tres siglos y pico, podr¨¢n ser y ser¨¢n traducidos, le¨ªdos y semi-comprendidos en Europa por algunas pocas almas excepcionalmente superiores. Ya conjeturar¨¢ el lector de la singular historia que vamos escribiendo, el mar de confusiones en que un esp¨ªritu tan esc¨¦ptico y tan cr¨ªtico, como el de Morsamor, hubo de engolfarse y hasta de anegarse al ver y al o¨ªr tan estupendas cosas. --?Qu¨¦ diantres de personajes ser¨¢n estos viejos?--se preguntaba ¨¦l cavilando--. ?Ser¨¢n en realidad profundamente sabios, estar¨¢n de buena fe, llenos de vanidad y de soberbia por la comodidad y el regalo con que viven, gracias a sus envidiables inventos o habr¨¢ en ellos algo de embaucadores y de farsantes? As¨ª discurr¨ªa Miguel de Zuheros, pero se callaba y ni al doncel sutil confiaba su discurso. De todos modos, Miguel de Zuheros sent¨ªa muy picada su curiosidad y anhelaba investigar y averiguar m¨¢s de lo que ya sab¨ªa por el f¨¢mulo. Y como el se?or Sankarach¨¢ria era muy conversable y muy fino, procur¨® charlar con ¨¦l, lo consigui¨® f¨¢cilmente y le interrog¨® sobre diversos puntos. De las contestaciones que obtuvo el sabio viejo, hemos podido recoger aquella parte que por ser menos profunda est¨¢ m¨¢s a nuestro alcance y vamos a ver si acertamos a transcribirla clara y fielmente. --El _ocultismo_--dijo Morsamor--no acaba de justificarse a mis ojos. ?Por qu¨¦ escond¨¦is avara y ego¨ªstamente vuestra ciencia, si vuestra ciencia es buena y puede hacer a los hombres, mejores y m¨¢s dichosos? --No transmitimos nuestra ciencia--respondi¨® el sabio viejo--porque lo esencial de ella es intransmisible. Cada ser humano la crea en s¨ª y para s¨ª, sumergi¨¦ndose en el abismo de su propia alma, con intuici¨®n s¨®lo eficaz cuando el alma est¨¢ ya purificada y educada, exenta de ego¨ªsmo, libre de pasiones, apetitos y concupiscencias vulgares y apta para entrar en el santuario ¨ªntimo de la conciencia suprema, donde todo es uno, el conocer, el que conoce y lo conocido. Para adquirir esta indispensable previa aptitud, jam¨¢s basta una sola vida. S¨®lo puede conseguirse despu¨¦s de muchas reincarnaciones. --?Sabes t¨²--pregunt¨® Morsamor--por cu¨¢ntas has pasado ya? --Mi clarividencia, en este punto, no es completa todav¨ªa--replic¨® el anciano--; pero entreveo y percibo en la penumbra confusa de mis recuerdos ultranatales que he muerto y renacido ya treinta veces en esta mansi¨®n terrenal. Y todav¨ªa s¨¦ poco y todav¨ªa para seguir estudiando tendr¨¦ que morir y que renacer dos o tres veces m¨¢s antes de alcanzar el nirvana. --?Y qu¨¦ es el _nirvana_?--dijo Morsamor. Decl¨¢rartelo bien--contest¨® el viejo--implicar¨ªa dos cosas tan dif¨ªciles que rayan en lo imposible. Es la primera que si lo supiese yo, yo estar¨ªa ya en el nirvana y ser¨ªa omnicio o digase conocedor de cuanto ha sido, es y ser¨¢; del sujeto, del objeto y de la s¨ªntesis en que se enlazan e identifican, siendo todo y uno y disip¨¢ndose las aparentes ilusiones que distinguen, individualizan y separan. Y es la segunda que, aun poseyendo yo tan alta bienaventuranza, no hallar¨ªa para transmitirte su concepto medio alguno de expresi¨®n en lenguaje humano, ni tampoco en la sugesti¨®n directa y pura. Por ahora, reprime tu curiosidad y agu¨¢ntate sin saber lo que es el nirvana. Acaso, dentro de algunos siglos, cuando subas a vida m¨¢s alta, trasluzcas o columbres lo que es. Morsamor se resign¨® porque no hab¨ªa otro remedio; mas para consolarse hizo preguntas menos trascendentes. --Aunque lo m¨¢s substancial y elevado de vuestra ciencia sea intrasmisible, todav¨ªa no me explico y deploro que viv¨¢is tan aislados en este esquivo rinc¨®n del mundo, sin influir en las andanzas del humano linaje, y sin ense?ar a alguien que no sea de los vuestros, ya que no lo m¨¢s elemental de vuestra ciencia, el m¨¦todo o camino que a ella conduce. --Tu suposici¨®n es infundada--dijo el anciano--. Nosotros distamos mucho de vivir aislados. Desde hace miles de a?os estamos en comunicaci¨®n y tenemos trato con no pocos esp¨ªritus selectos, aun de los que han vivido y viven m¨¢s lejos de aqu¨ª. Nosotros les hemos comunicado generosamente algo de lo que sabemos y podemos comunicar. Sobre todo, hemos sido dadivosos, espl¨¦ndidos, con aquellos que han logrado penetrar hasta aqu¨ª y hacernos una visita. Uno de los primeros que vino a vernos desde Europa fue Pit¨¢goras de Samos, y a nosotros se nos debe no peque?a parte de su sistema filos¨®fico. A despecho de nuestra prudencia y de nuestra ancianidad, he de confesarte que pecamos por un exceso de galanter¨ªa, y siempre que aparece en nuestra tierra alguna dama extranjera de distinci¨®n y aficionada a saber, la recibimos con fin¨ªsimas atenciones y hacemos cuanto est¨¢ a nuestro alcance para ilustrarla. Valgan como ejemplo la famosa Sibila Eritrea y m¨¢s aun la linda hija de un honrado lucumon etrusco que vino acompa?¨¢ndola. Ella cautiv¨® de tal suerte con su gentil presencia y con su mucha discreci¨®n a nuestros antepasados, que consigui¨® la dotasen de pasmosa sabidur¨ªa. Cuando volvi¨® a Italia con su se?or padre, se prend¨® de cierto reyezuelo de un peque?o Estado, tuvo con ¨¦l frecuentes coloquios y le dio tan sanos consejos y le inspir¨® tan admirables leyes, que su ciudad, ¨²nica en la historia, se ense?ore¨® de lo mejor del mundo y fund¨® hasta hoy el m¨¢s persistente de los imperios. Ya comprender¨¢s que hablo de Egeria, la ninfa inspiradora de Numa. Otros peregrinos se han presentado por aqu¨ª, que se han aprovechado muy mal de nuestras generosas lecciones, movi¨¦ndonos a arrepentirnos de hab¨¦rselas dado. No se han servido de ellas con el desinter¨¦s y la abnegaci¨®n indispensables para que den buen fruto, sino con malvado ego¨ªsmo, para enga?ar al pr¨®jimo y seducirle. Cuando esto ocurre, la magia blanca o rajah yoga que nosotros aprendemos y transmitimos, se malea y se tuerce, y convertida en hatha yoga o magia negra, suele hacer mil estragos como si fuese obra de los n¨²menes infernales. Entre estos peregrinos que nos han dado chasco, te citar¨¦ a Sim¨®n el Mago, a Apolonio de Tiana, a M¨¢ximo de Efeso, consejero de Juliano el Ap¨®stata, y por ¨²ltimo, al encantador Merl¨ªn, a quien consideran en Europa como hijo del diablo, lo cual no hay para qu¨¦ decir que es absurda mentira. --?Pero es menester--pregunt¨® Morsamor--llegar a estos sitios para participar de vuestra sabidur¨ªa? --En manera alguna--dijo Sankarach¨¢ria--. Los m¨¢s aprovechados e iluminados de entre nosotros, poseemos la facultad de entendernos, si queremos, con las personas que est¨¢n m¨¢s distantes. Nuestro cuerpo material y pesado es como la creaci¨®n de nuestro cuerpo et¨¦reo y plasmante, cuya ligereza raya casi en ubicuidad. Nosotros podemos desprender del cuerpo material y pesado dicha forma et¨¦rea, mal llamada cuerpo, recorrer con ella inmensas distancias, filtrarnos o colarnos por cualquier resquicio en la m¨¢s severa clausura y conversar a todo nuestro sabor con nuestros amigos y adeptos. As¨ª nos comunicamos y entendimos, hace ya sobre poco m¨¢s o menos veintid¨®s siglos, con el pr¨ªncipe Sidarta, entrando en el hermoso palacio de Kapilavastu, donde su padre Sudhodan, rey de los sakias, le ten¨ªan encerrado. Con nuestras amonestaciones y consejos fomentamos su vocaci¨®n e ilustramos su nobil¨ªsimo esp¨ªritu. Bien podemos, pues, jactarnos de haber influido en que se fundase una religi¨®n que en el d¨ªa profesan m¨¢s de cuatrocientos millones de seres humanos. --?Y hab¨¦is tratado y segu¨ªs tratando de la misma suerte a algunos sabios europeos, yendo vosotros de visita donde ellos residen? --?Y c¨®mo no?--contest¨® Sankarach¨¢ria--. Yo tengo y visito as¨ª a varios amigos de Europa. Uno de ellos, suizo de naci¨®n, m¨¦dico excelente y fil¨®sofo de raro y agud¨ªsimo ingenio, est¨¢ avecindado en Basilea, y es generalmente conocido con el nombre de Paracelso; otro, no menos singular, se llama Cornelio Agripa, natural de Colonia, en las orillas del Rhin; otro, que tiene m¨¢s fama de brujo que los dem¨¢s, y dicen que va siempre acompa?ado de un diablo en figura de paje, lo cual ya comprender¨¢s que es una patra?a, se llama el doctor Juan Fausto; y otro, por ¨²ltimo, con quien estoy yo en m¨¢s frecuentes y cordiales relaciones, vive ahora junto a Sevilla, en un convento en la margen del Guadalquivir, y se llama el Reverendo Padre Fray Ambrosio de Utrera. Suspenso y como turulato se qued¨® Morsamor al o¨ªr en boca de Sankarach¨¢ria el nombre de su ben¨¦fico amigo. --Entonces--exclam¨®--sabr¨¢s qui¨¦n soy yo. El Padre Ambrosio te lo habr¨¢ contado todo. --Y vaya si me lo ha contado. Yo sab¨ªa qui¨¦n t¨² eras, he influido en que vengas por aqu¨ª; puedo asegurar que invisiblemente te he guiado para llegar adonde no llega nadie sin nuestra venia, y encargando a mi f¨¢mulo el disimulo, le orden¨¦ que te aguardase en el soto, como, en efecto, lo hizo. -XXXII- No fue una sola vez, sino varias, las que tuvo Morsamor di¨¢logos por el estilo con el sabio viejo. As¨ª aclar¨® o crey¨® aclarar muchas dudas y formar idea, aproximada ya que no exacta, del pa¨ªs a que hab¨ªa llegado y de la gente que en ¨¦l viv¨ªa. Pondremos aqu¨ª, en resumen, el resultado de sus investigaciones o d¨ªgase lo que ¨¦l acert¨® a comprender y lo que nosotros podemos expresar sin trabucarlo ni alterarlo. Era aquel pa¨ªs el de los llamados mahatmas, rodeado de monta?as tan intransitables, que los profanos no pod¨ªan llegar a ¨¦l. Era como unas Batuecas, no groseras y r¨²sticas, sino cultas, elegantes y felices. Cuatro mil a?os, sobre poco m¨¢s o menos, hac¨ªa ya que los habitantes de aquel pa¨ªs viv¨ªan apartados de la mayor¨ªa del humano linaje, formando una Rep¨²blica pac¨ªfica y pr¨®spera, cuyo ¨²nico gobierno era el consejo de los se?ores del Cenobio o sea de los mahatmas. Sankarach¨¢ria explicaba de modo harto singular el origen de aquella Rep¨²blica. Lo que ¨¦l contaba dista mucho de parecer verdadero; antes bien, lo consideramos como f¨¢bula imp¨ªa y absurda, pero nos parece tan curiosa que no podemos resistir a la tentaci¨®n de ponerla aqu¨ª, en breves palabras, remitiendo a los lectores que quieran saber m¨¢s sobre ello a un libro escrito no hace mucho tiempo y cuyo t¨ªtulo es Dios y su tocayo. Prescindamos de la mayor o menor antig¨¹edad de la especie humana. Dejemos a la prehistoria, ya fundada en la geolog¨ªa, ya vali¨¦ndose del estudio comparativo de los idiomas y de otros primitivos documentos, conceder muchos miles o pocos miles de a?os a la existencia del hombre en nuestro planeta. Tengamos s¨®lo por cierto, para no disputar con el se?or Sankarach¨¢ria, que, antes de que apareciese la raza blanca, hubo otras razas que progresaron y se elevaron a no pocos grados de civilizaci¨®n. As¨ª la raza negra, la amarilla y la raza de piel roja, cuyos individuos se llamaron atlantes y se esparcieron por el mundo cuando la Atl¨¢ntida se hundi¨®. No hablemos aqu¨ª de los proto-scitas o hiperb¨®reos, colonia de los atlantes que se estableci¨® m¨¢s all¨¢ de las Monta?as Rifeas y que fue muy culta y floreciente. A nuestro prop¨®sito basta saber que m¨¢s de dos mil y cuatrocientos a?os antes de la era vulgar, hab¨ªa dos poderosos y civilizados imperios: uno en Egipto, de atlantes y de negros mezclados, y otro en China, no menos adelantado o quiz¨¢ m¨¢s adelantado que el de los egipcios. En China reinaba en aquella ¨¦poca un Emperador llamado Iao, y hac¨ªa muy poco que, por evoluci¨®n y selecci¨®n, hab¨ªa aparecido sobre el haz de la tierra la raza blanca, que es la m¨¢s perfecta de todas. Ciertos esp¨ªritus, muy pulidos y desbastados ya, despu¨¦s de pasar por bastantes reincarnaciones, no se avinieron a reincarnarse en chino, ni en negro, ni en mulato. Con la fuerza plasmante que ten¨ªan en su forma et¨¦rea se condimentaron o confeccionaron cuerpos s¨®lidos m¨¢s perfectos, y de esta suerte cre¨ªa el sabio viejo, cuyas ideas extractamos, que apareci¨® la raza blanca en el mundo. En una f¨¦rtil y bonita comarca del Tibet, vivi¨® y se propag¨®, bajo la dependencia del ya citado Emperador de la China, a quien sus s¨²bditos llamaban Iao y Padre Celeste. Este soberano empez¨® a temer que aquellos nuevos hombres se instruyesen demasiado, se ensoberbeciesen y se rebelasen. Procur¨®, pues, conservarlos en la ignorancia, pero ellos desobedecieron sus mandatos y aprendieron muchas cosas buenas y malas. Iao entonces envi¨® un ej¨¦rcito contra ellos, que los expuls¨® del para¨ªso en que viv¨ªan. Y ellos, expulsados ya, fueron poco a poco emigrando por diversas regiones y dominando y acogotando a las razas inferiores donde quiera que llegaban. Algo, no obstante, se pervirtieron, malearon y bastardearon con el trato y convivencia de las tales razas, harto inferiores, como ya queda dicho. S¨®lo una escasa minor¨ªa de la raza blanca se conserv¨® pura y sin mezcla y subi¨® como la espuma en virtud y en saber. Para ello, en el momento de la expulsi¨®n ordenada por Iao, tuvo la cautela de escabullirse en aquel valle rec¨®ndito, circundado de alt¨ªsimos montes y de casi impenetrables desfiladeros. Tal fue el origen de la Rep¨²blica de los mahatmas, seg¨²n ellos mismos lo entend¨ªan y declaraban. --?Y cu¨¢ndo saldr¨¦is de vuestro retraimiento?--pregunt¨® Morsamor a Sankarach¨¢ria. Y Sankarach¨¢ria contest¨®: --Cuando la Humanidad sea capaz de comprendernos. Cuando nazca a la vida colectiva. --Pues qu¨¦, ?no ha nacido a¨²n? --A¨²n dista mucho de nacer. Est¨¢ en germen ca¨®tico: en incubaci¨®n. No nacer¨¢ a la vida colectiva hasta dentro de quince mil a?os. --?Y c¨®mo no hac¨¦is nada para que la incubaci¨®n se apresure? --Hacemos lo que se puede--dijo Sankarach¨¢ria--. Ya te he citado a no pocas personas que recibieron antiguamente nuestra inspiraci¨®n y a algunas que la reciben hoy en Europa, ¨¢vida de saber y con la curiosidad cient¨ªfica muy despierta. As¨ª los mencionados Paracelso, Cornelio Agripa, Fausto y tu valedor, Fray Ambrosio de Utrera. Pero quien m¨¢s ha de influir en que la incubaci¨®n siga prepar¨¢ndose sin que salga huero lo que se incuba, ha de ser una mujer privilegiada, semi-tudesca, semi-moscovita, que el cielo no subcitar¨¢ en Europa hasta dentro de unos tres siglos. Pronosticado est¨¢ que esta mujer vendr¨¢ a visitarnos, nos encantusar¨¢, se apoderar¨¢ de muchos de nuestros secretos, los divulgar¨¢ en luminosos tratados y ense?ar¨¢ una ciencia que poco modestamente apellidar¨¢ teosof¨ªa. No ser¨¢ lo que ense?e sino los proleg¨®menos de nuestra ciencia verdadera; pero, aun as¨ª, se pasmar¨¢ el mundo de o¨ªrla y de leerla y se crear¨¢n escuelas teos¨®ficas en todas las naciones. Ya suponemos que el p¨ªo lector habr¨¢ adivinado que Sankarach¨¢ria, aunque no la nombra, alude a la se?ora Blavatski. Todav¨ªa Morsamor, no satisfecho con las primeras nociones de aquella ciencia nueva, imit¨® prof¨¦ticamente lo que hacen los periodistas del d¨ªa en las interviews y sigui¨® preguntando. Para abreviar, sin que nada de lo m¨¢s importante quede obscuro, prescindiremos de consignar las preguntas y s¨®lo pondremos aqu¨ª tres o cuatro de las m¨¢s notables contestaciones que Morsamor obtuvo. Por ellas empezar¨¢ a comprender las doctrinas teos¨®ficas quien esto lea y a sentir el prurito de estudiarlas a fondo en la multitud de libros que sobre el particular han escrito y publicado recientemente la citada se?ora Blavatski, el coronel Olcott, Annie Besant, Francisco Hartmann, Sinnett y otros autores, espa?oles algunos de ellos. Enti¨¦ndase, con todo, que esta ciencia de la teosof¨ªa no debe con propiedad llamarse nueva en Europa. Debe llamarse renovada. Sus adeptos de hoy le dan ya antiqu¨ªsimo origen entre nosotros o sea fuera de la India. Hermes Trimegisto fue te¨®sofo, y, bastantes siglos despu¨¦s, cultiv¨® y propag¨® la teosof¨ªa entre griegos y latinos el ilustre Ammonio Sacas, fundador de la escuela de Alejandr¨ªa. Pero no divaguemos y vamos a las contestaciones que dio Sankarach¨¢ria y que no conviene queden en el tintero. El caudal de experiencias y de merecimientos con que el ser humano se va afirmando en sus diferentes vidas y haci¨¦ndose digno de m¨¢s altas reincarnaciones se llama Karma. El principio que persiste, que no muere y que se reincarna, es el tercero de los siete que componen nuestro ser, se llama Manas, y es como la ra¨ªz imperecedera de nuestro individuo. Por cima de Manas no hay m¨¢s que Budhi y Atma. Atma es el m¨¢s alto principio de vida, el alma del Universo, y Budhi el lazo que a Atma nos une. Por bajo de Manas hay otros cuatro principios: el del amor, del odio y dem¨¢s afectos, la fuerza vital, el cuerpo et¨¦reo, y, por ¨²ltimo, el cuerpo s¨®lido, visible y tangible. Sankarach¨¢ria ense?¨® adem¨¢s a Morsamor que hab¨ªa dos m¨¦todos cient¨ªficos: uno, por lo com¨²n empleado en Europa, que, vali¨¦ndose de los sentidos corporales e inform¨¢ndose de lo que se ve, se oye o se palpa, investiga las leyes de todo y procura elevarse a la causa primera; y otro, que es el indiano o teos¨®fico, que se funda en la introinspecci¨®n y por medio de Budhi logra que Manas se encarame y se enlace con Atma, y entonces no hay cosa que el hombre no sepa, y apenas hay cosa que el hombre no pueda. De aqu¨ª la verdadera magia blanca, que, seg¨²n queda dicho, se llama _rajah-yoga_, aunque alguien la designa tambi¨¦n con el nombre de lokothra o ciencia y poder nacidos de nuestro interior desenvolvimiento, en oposici¨®n a laukika, magia blanca tambi¨¦n, pero vulgar y rastrera, que se funda en conocimientos experimentales y exteriores y en el empleo de drogas, hierbas y otros ingredientes. -XXXIII- Morsamor hablaba a menudo con Tiburcio, que andaba retra¨ªdo, y le comunicaba cuanto iba aprendiendo. Tiburcio le o¨ªa, no daba cr¨¦dito a nada y se re¨ªa de todo. --Pero no me negar¨¢s--le dec¨ªa Morsamor--que Sankarach¨¢ria sabe y puede mucho. --Yo no te lo niego--contest¨® Tiburcio--. Lo que te niego, es que su saber y su poder se funden en lo que ¨¦l dice. Y Tiburcio no pasaba nunca m¨¢s adelante, ni aclaraba mejor su pensamiento. Por sus reticencias, con todo, presum¨ªa Morsamor que Tiburcio atribula las artes y las ciencias de los mahatmas a la intervenci¨®n del diablo. --?Crees t¨²--le dec¨ªa Morsamor--que el diablo interviene en esto? Tiburcio no contestaba s¨ª, ni no. Se re¨ªa y se callaba. Entretanto, ni Morsamor, ni Tiburcio, ninguno de la peque?a hueste, pod¨ªa ir a la ciudad de los mahatmas j¨®venes o no jubilados, ni mucho menos ver a las mujeres. Sin duda era ley inquebrantable aquel retraimiento, mil veces m¨¢s severo que el que hubo m¨¢s tarde en el Paraguay, para evitar que las ciudadanas y los ciudadanos fuesen perturbados y contaminados por extra?as visitas. Todos los forasteros, por consiguiente, aunque estaban muy agasajados en el Cenobio y tratados a qu¨¦ quieres boca, se aburr¨ªan de muerte y ansiaban salir de all¨ª para gozar de plena libertad aunque tuviesen que sufrir trabajos. El mismo Morsamor empezaba a cansarse. Dispuso su partida, pero antes de despedirse de Sankarach¨¢ria, le hizo una ¨²ltima pregunta y le pidi¨® un favor. --Yo estoy harto--dijo Miguel de Zuheros--de guerras y de amores. En extremo me afligen los estragos y las muertes que preceden o suceden a cada victoria y a cada triunfo. A¨²n ans¨ªo laureles, pero han de ser incruentos y pac¨ªficos. ?Y qu¨¦ m¨¢s pac¨ªficos laureles que los que yo alcanzar¨ªa, si me embarcase de nuevo, y por mar, navegando siempre hacia oriente, volviese a mi patria? Dime si esto es posible. --Ya sabes--contest¨® el anciano _mahatma_--que mi ciencia es m¨¢s de lo interior que de lo exterior. Todo eso y m¨¢s sabr¨¦ yo cuando llegue a enlazarme con Atma. Por ahora, ni lo s¨¦, ni me importa saberlo, ni te lo dir¨ªa aunque lo supiese. Y la raz¨®n es obvia. Si te dijera que es imposible, te quitar¨ªa la esperanza, te retraer¨ªa de la empresa y te despojar¨ªa del m¨¦rito de haberla acometido. Y si te dijera que es posible, a¨²n te despojar¨ªa m¨¢s del m¨¦rito y de la gloria, porque con la seguridad de alcanzar fin tan alto, ?qui¨¦n, a no ser muy cobarde no pone los medios? No extra?es, pues, que me calle y dame gracias por mi silencio. En el favor que pidi¨® Miguel de Zuheros fue m¨¢s dichoso que en la consulta. Sankarach¨¢ria se le otorg¨® a medias. Morsamor quiso ver y hablar al Padre Ambrosio. Y el mahatma, si bien se excus¨® de ponerle al habla con el Padre para que el Padre no averiguase que ¨¦l hab¨ªa revelado sus ocultas relaciones y tratos, todav¨ªa le prometi¨® hacer que le viese, y en efecto, cumpli¨® la promesa. Para ello, exigiendo primero a Morsamor, que no hab¨ªa de chistar, ni alborotar, ni moverse, viera lo que viera, le condujo a un obscur¨ªsimo s¨®tano y le sent¨® en una silla, donde hab¨ªa de quedar, y qued¨® como clavado. De repente brot¨® un punto luminoso en el seno de las tinieblas. El punto se desenvolvi¨® luego en multitud de rayos que trazaron un c¨ªrculo lleno de claridad. Morsamor percibi¨® en ¨¦l con asombro el camaranch¨®n donde el Padre Ambrosio ten¨ªa su laboratorio. El Padre estaba de pie, delante del atril donde le¨ªa un libro de magia. La l¨¢mpara que ard¨ªa sobre el atril, colgada del techo, parec¨ªa ser el punto o foco de luz, por cuya dilataci¨®n el c¨ªrculo se hab¨ªa formado. Otro fraile estaba al lado del Padre Ambrosio con la capucha calada y volviendo a Morsamor las espaldas. Inesperadamente cambi¨® este fraile de postura y mostr¨® a Morsamor la cara. El pasmo de este ray¨® entonces en delirio. Crey¨® ver su propio rostro como en un espejo, pero no joven y gallardo, sino marchito, lleno de arrugas y con la barba blanca como la nieve. Su terror casi fue m¨¢s intenso cuando not¨® que aquel rostro, que se le hab¨ªa aparecido, ca¨ªa como una m¨¢scara o se disipaba como vapor muy tenue dejando en la capucha un hueco. La capucha y todo el h¨¢bito se dir¨ªa que no encerraban ya sino aire vano: una ilusi¨®n, un espectro. El sayal vac¨ªo continuaba erguido, no obstante, y hasta se mov¨ªa y marchaba, como si le llenase y le animase un esp¨ªritu. Vio despu¨¦s Morsamor que el f¨¦retro donde le hab¨ªan encerrado se hallaba en el mismo lugar; que el Padre Ambrosio levant¨® la tapa, y que dentro hab¨ªa un cuerpo humano tendido e inm¨®vil. No descubri¨® qui¨¦n era. Un lienzo velaba su cara. El Padre Ambrosio alz¨® un pico del lienzo, hasta descubrir la boca del que all¨ª reposaba, e introduciendo en aquella boca el agudo extremo de un peque?o embudo, verti¨® por ¨¦l algunas gotas del l¨ªquido contenido en un pomo que llevaba en la mano. La visi¨®n se disip¨® enseguida, como las figuras de una linterna m¨¢gica o de un cinemat¨®grafo. No acert¨® Morsamor a explicarse bien todo aquello por ning¨²n estilo, pero pens¨® en su propio ser, se toc¨® y se reconoci¨® materialmente, y tanto en lo exterior como en lo ¨ªntimo se declar¨® a s¨ª mismo que el verdadero Morsamor era ¨¦l y no otro. Encomend¨® a todos los diablos a Sankarach¨¢ria, a los dem¨¢s mahatmas y al Cenobio de la jubilaci¨®n varonil, y no bien despunt¨® la pr¨®xima aurora se escap¨® de all¨ª con Tiburcio y los dem¨¢s de su hueste. -XXXIV- Los diversos apuntes manuscritos de los que hemos ido extractando y compaginando esta historia hasta ahora clar¨ªsima, presentan aqu¨ª contradicciones que conviene resolver y obscuridades que conviene disipar por medio de hip¨®tesis. ?C¨®mo pudo Morsamor salir del misterioso y fant¨¢stico pa¨ªs de los mahatmas y hallarse de nuevo en terreno de ser y realidad m¨¢s reconocidos? Sin el poderoso auxilio de Sankarach¨¢ria, jam¨¢s acaso hubiera logrado tal cosa. Nunca Morsamor hubiera salido de all¨ª ni hubiera vuelto al mundo real, como volvi¨® el doctor Fausto desde el pa¨ªs de las quimeras. All¨ª se hubiera quedado, no durante a?os, como se qued¨® Bompland en el Paraguay, sino para siempre: hasta la consumaci¨®n de los siglos. Morsamor, pues, y su hueste salieron, seg¨²n unos, en una barca encantada, que se hallaron junto a la orilla de un lago, y que, arrastrada por la corriente, los lanz¨® en un r¨ªo, por donde el lago se desaguaba, y cuyas ondas por rapid¨ªsimo declive se abr¨ªan cauce en la estrecha y tortuosa garganta que formaban tajados pe?ascos de empinad¨ªsimos cerros. Aseguran otros que Morsamor y su hueste se fueron por el aire, en una m¨¢quina o ingenioso artificio que les suministr¨® Sankarach¨¢ria y que sin ser juguete de las corrientes atmosf¨¦ricas como los globos aerost¨¢ticos de ahora, se mov¨ªa en la deseada y prescrita direcci¨®n, atra¨ªdo por la fuerza ps¨ªquica o magn¨¦tico-espiritual de un gran sabio, amigo de Sankarach¨¢ria, que viv¨ªa en la ciudad de Lasa y era nada menos que el Secretario de Estado o ministro principal del Dalai-Lama. Si es l¨ªcito comparar lo falso con lo verdadero y la mala copia o remedo con el original, este Secretario de Estado era, respecto al Dalai-Lama, lo que fue Pedro Bembo respecto a Le¨®n X. Como quiera que sea, lo cierto es, que Morsamor y su hueste se hallaron en Lasa como por encanto. La l¨¢mina de oro o salvoconducto de Babur les vali¨® de mucho. ?C¨®mo no hab¨ªan de respetar en el Tibet, las encarecidas recomendaciones del sucesor de Tamerl¨¢n y de Kubilai-Kan, pr¨ªncipe que hab¨ªa conquistado la China, que hab¨ªa reinado ben¨¦fica y gloriosamente en ella, y que por los consejos e insinuaciones de su privado Marco Polo, hab¨ªa fundado el poder temporal del Dalai-Lama como Constantino y Carlo Magno el de los pont¨ªfices de Roma? El aviso adem¨¢s, que al Secretario de Estado dio Sankarach¨¢ria por los medios m¨¢gicos de que dispon¨ªa, y que dicho Secretario trasmiti¨® a varios adeptos de los muchos que entonces ten¨ªan los mahatmas en el Tibet y en China, facilit¨® el largo y peligroso tr¨¢nsito de Morsamor por todos aquellos pa¨ªses, inexplorados hasta entonces por los europeos. Taciturno y afligido Morsamor, hab¨ªa hecho voto de no enamorar ya a mujer alguna, de no re?ir con ning¨²n hombre y de no tomar parte en ninguna contienda armada. Y como merced a las recomendaciones de Babur por un lado y a las del mahatma por otro, se le facilitaron todos los medios de comodidad y de transporte, no se ha de extra?ar, que Morsamor, por sus pasos contados, con la mayor premura posible, y sin que nada memorable le sucediera, llegase a Canton felizmente. De lo que vio y observ¨® en la China, bien pudi¨¦ramos poner aqu¨ª bastante, ya que en los archivos de Sevilla, privados y p¨²blicos, se conservan curios¨ªsimas notas de Morsamor y de Tiburcio. Pero nosotros juzgamos conveniente pasar por alto todo esto. Nuestros ilustres viandantes s¨®lo figuran como meros observadores y las noticias que dan no difieren mucho de las consignadas en las relaciones de viajes del Reverendo Padre Agustino Fray Juan Gonz¨¢lez de Mendoza, del nunca bien ponderado Fern¨¢n M¨¦ndez Pinto, del Padre Maestro Fray Domingo Fern¨¢ndez Navarrete, de la orden de predicadores, y de otros sin¨®logos, espa?oles y portugueses no pocos de ellos, sin excluir a don Sinibaldo de M¨¢s, nuestro antiguo amigo. Lo que aqu¨ª nos importa saber es que Morsamor se fue enseguida desde Cant¨®n a Macao, peque?a colonia reci¨¦n fundada por los portugueses. En la rada de la nueva ciudad, Morsamor hall¨® lo que deseaba y esperaba, seg¨²n lo hab¨ªa concertado con el piloto Lorenzo Fr¨¦itas. Su nave, hac¨ªa dos o tres semanas que estaba all¨ª aguard¨¢ndole, lo cual no pesaba al se?or Vandenpeereboom que hab¨ªa traficado con los chinos y hecho muy buenos negocios, ni pesaba tampoco a Fray Juan de Santar¨¦n, que predicaba con gran fruto, aunque vali¨¦ndose de int¨¦rpretes, y que bautizaba chinos a centenares, hallando sus ne¨®fitos entre la gente pobre y trabajadora que hoy pudi¨¦ramos llamar coolies. Ni el comisionista, ni el misionero, gustaron de la nueva empresa que Morsamor quer¨ªa acometer; pero Morsamor pose¨ªa grandes riquezas y con ellas se allanan dificultades y todo se compone. A Fray Juan le proporcion¨® recursos suficientes para socorrer a sus m¨¢s desvalidos catec¨²menos y fundar un asilo piadoso, y al se?or Vandenpeereboom, que ten¨ªa amplios poderes de los se?ores Adorno y Salvago, le compr¨® la nave, pag¨¢ndola espl¨¦ndidamente, por una mitad m¨¢s de su justo precio. El piloto Lorenzo Fr¨¦itas y muchos de la tripulaci¨®n, decidieron no abandonar a Morsamor e ir con ¨¦l donde quisiera llevarlos. Bajo la inteligente direcci¨®n de dicho piloto, h¨¢biles calafates del pa¨ªs, limpiaron los fondos de la nave, que estaban harto sucios, la carenaron bien y la pusieron como nueva. Morsamor y el piloto la proveyeron, por ¨²ltimo, de todo g¨¦nero de vituallas y bastimentos como para una navegaci¨®n muy larga. M¨¢s de la mitad de los guerreros portugueses que hasta all¨ª hab¨ªan acompa?ado a Morsamor, resolvieron quedarse en Macao; pero los otros m¨¢s decididos, as¨ª como los antiguos tripulantes, formaban muy completa dotaci¨®n para la nave a la que Morsamor quiso cambiar el nombre que antes ten¨ªa sin duda, aunque no sabemos cu¨¢l fuese, y la confirm¨® con el antiguo, cl¨¢sico y mitol¨®gico nombre de Argo. No pocos d¨ªas se pasaron en tan importantes asuntos, y si bien Morsamor se empleaba en ellos, lejos de mostrarse comunicativo y alegre, andaba triste y silencioso, esquivaba el trato y la conversaci¨®n de todos, hasta del fiel Tiburcio, y para reposar de sus afanes gustaba de ir a escondese en cierta pintoresca gruta que hab¨ªa entre los pe?ascos de un cerro y desde la cual se oteaba el mar azul y se descubr¨ªa muy extenso horizonte. Al escribir la historia de Morsamor, nosotros har¨ªamos c¨¦lebre esta gruta, aunque ya no lo fuese, pero nos ahorra el trabajo de darle celebridad la que ya tiene desde antiguo por la circunstancia de haber imitado a Morsamor, sin saberlo, el glorioso poeta Lu¨ªs de Camoens, que, pocos a?os despu¨¦s, sol¨ªa ir all¨ª a meditar y a entregarse a los m¨¢s po¨¦ticos soliloquios. Los de Morsamor eran po¨¦ticos tambi¨¦n, aunque todav¨ªa m¨¢s que po¨¦ticos eran filos¨®ficos, por lo cual pondremos aqu¨ª muy en resumen uno de estos soliloquios, a fin de que el sentir y el pensar de Morsamor sean entendidos sin que se fatiguen y sin que califiquen el soliloquio de latoso los lectores poco inclinados a la filosof¨ªa. -XXXV- --Mi segunda mocedad--dec¨ªa Morsamor--ha sido peor empleada que la primera. _?Vanidad de vanidades!_ Todo es vanidad y singularmente nuestros afanes, trabajos y aspiraciones. Pienso a veces que me valiera m¨¢s no haberme remozado; pero, arrastrado por esa corriente de ideas negras, voy m¨¢s lejos a¨²n y exclamo: ?mejor ser¨ªa no haber nacido! He buscado el amor para gozarle y he hallado verg¨¹enza, desolaci¨®n y muerte. Do?a Sol paga mi amor con su desprecio. El desprecio m¨ªo mata el amor de donna Olimpia. Y cuando no nos despreciamos y nos amamos, la ira y los celos dan espantosa muerte al objeto de mis amores. Mi ambici¨®n no ha sido menos burlada que mi cari?o. Salvo una ruin satisfacci¨®n de amor propio; ?qu¨¦ ventaja he sacado, ni para m¨ª ni para mis semejantes, de mis triunfos guerreros? As¨ª discurr¨ªa Morsamor con profunda tristeza. Luego, para consolarse, imaginaba tener una misi¨®n y cumplir con ella. Se cre¨ªa factor poderoso en el engrandecimiento de su patria. Pero tambi¨¦n de esto dudaba; y mirando con inquietud hacia el porvenir, conceptuaba tal engrandecimiento caduco y ef¨ªmero. Cierta idea, m¨¢s clara y consistente en nuestra edad que en la suya, aparec¨ªa despu¨¦s a su esp¨ªritu, para justificar su ambici¨®n; para que sus prop¨®sitos no fuesen tenidos por vanos. Morsamor supon¨ªa que el humano linaje iba subiendo a m¨¢s altas esferas de bondad y de luz y que ¨¦l contribu¨ªa en¨¦rgicamente a la ascensi¨®n magn¨ªfica, predeterminada por el cielo. Desconsoladoras reflexiones ven¨ªan al punto a invalidar o al menos a poner muy en duda, el valer de esto ¨²ltimo. --No escatimar¨¦ yo mis alabanzas, ni negar¨¦ mi admiraci¨®n--pensaba nuestro h¨¦roe--a los descubrimientos, invenciones y adelantos que los hombres realizan. Se dir¨ªa que doman la naturaleza material, que encadenan con su inteligencia y sujetan a su voluntad las fuerzas del universo, y que se valen de ellas para evitar fatigas y crear placeres y goces. Laudable es, en este sentido, el fecundo renacimiento en Europa de ciencias, artes y letras. Laudable es la activa curiosidad de nuestros navegantes que atraviesan nunca surcados mares y penetran en las m¨¢s apartadas e inc¨®gnitas regiones. Y si no es m¨¢s laudable, es mil veces m¨¢s asombroso el m¨¢gico saber de los mahatmas, que no puedo negar, porque de ¨¦l he sido testigo. ?Pero en lo fundamental, hay progreso acaso o hay mejora en Europa, en la India o en la China? Yo sospecho lo contrario. En las antiguas edades los hombres acertaban a veces o por estar m¨¢s cerca de la revelaci¨®n primitiva, o porque alambicaban menos y no se quebraban de puro sutiles, o porque la mente de ellos, no abrumaba a¨²n con la pesada carga de lo observado y experimentado, levantaba el f¨¢cil vuelo a las esferas superiores y era capaz de una inspiraci¨®n inocente y casi divina. Hoy, a fuerza de cavilar y de sutilizar, el entendimiento se pervierte y disparata mucho. No hay progreso, sino perversi¨®n, desde el himno compuesto hace m¨¢s de tres mil a?os, que ven¨ªan cantando los mahatmas, cuando los vi volver al Cenobio, hasta las doctrinas que me expuso luego Sankarach¨¢ria y que implican la negaci¨®n de Dios, el concepto de que el mundo casi es ilusi¨®n y fantasmagor¨ªa, y la mal velada afirmaci¨®n de que la conciencia nace de lo que no tiene conciencia, la voluntad del ciego prurito de los ¨¢tomos, y de sus desordenadas evoluciones el entendimiento y las leyes a que el entendimiento sujeta as¨ª lo exterior y visible como lo m¨¢s hondo e ¨ªntimo del alma. Cuanto he o¨ªdo en Benar¨¦s en boca de los brahmanes y cuanto despu¨¦s me ha expuesto Sankarach¨¢ria en su misterioso retiro son la corrupci¨®n del mencionado himno del _Rig-Veda_, donde el vate de los primeros tiempos busca a Dios, le columbra y le admira en las cosas creadas y le reconoce y le adora. En este mismo Imperio en que ahora estoy, he conversado con los mandarines y s¨®lo he visto en su saber ate¨ªsmo materialista y grosero; he conversado con lamas y bonzos y despojando sus doctrinas de supersticiones y de s¨ªmbolos, s¨®lo he visto en ellas la confusi¨®n de Dios y del mundo y el destino y el fin del alma humana fluctuando entre el aniquilamiento y la apoteosis. As¨ª cavilaba Morsamor y cre¨ªa sacar en claro de sus cavilaciones la verdad real de su ser, del universo y de Dios que lo ha creado todo. Las muchas contradicciones que al afirmarlo as¨ª surg¨ªan en su mente le repugnaban mil veces meros que todas las otras contradicciones nacidas de cualquier otra metaf¨ªsica por sutil y profunda que fuese. --Har¨¢ ya m¨¢s de dos mil a?os--dec¨ªa Morsamor--que vivi¨® en este Imperio el fil¨®sofo Laotse y escribi¨® su doctrina del Tao. All¨ª est¨¢ la verdad, al menos en germen. Cuanto despu¨¦s han inventado los chinos o han importado de la India es perversi¨®n o extrav¨ªo. De esta suerte, en la misma gruta donde m¨¢s tarde medit¨® Camoens, Morsamor meditaba y filosofaba, se lisonjeaba de ir por el buen camino, y, hasta cierto punto se consideraba desenga?ado. Morsamor, no obstante, no se resignaba a despojarse de toda ambici¨®n. A¨²n quer¨ªa recobrar el tiempo perdido, ganar gloria sobre la tierra, hacer inmortal su memoria entre los hombres, cosechar laureles sin verter sangre, revelar arcanos y realizar algo de inaudito o de antes no realizado por nadie. ?Cu¨¢l ser¨ªa el t¨¦rmino de aquel inmenso mar que ante sus ojos se extend¨ªa? ?Podr¨ªa llegar por ¨¦l hasta el mundo por Col¨®n descubierto, salvar el valladar que le opusiera y volver a su patria navegando siempre hacia oriente? Los letrados chinos, a quienes hab¨ªa consultado, nada sab¨ªan de todo esto. Acaso el extremo de aquel Oc¨¦ano oriental recelaba un obscuro abismo, algo de inaccesible para el hombre. M¨¢s all¨¢ tal vez estar¨ªa un infinito pi¨¦lago de color y de luz, de donde al amanecer surgir¨ªa la aurora vertiendo claridad y oro, zafiros y rub¨ªes por el ¨¦ter, y abriendo paso al resplandeciente carro del sol, que vendr¨ªa en pos de ella. Tal vez eran sue?os y delirios las opiniones de antiguos sabios griegos sobre la esfericidad de la tierra. Tal vez era f¨¢bula cuanto hab¨ªa o¨ªdo contar a los letrados de la primera expedici¨®n m¨ªstica al Fusang de los disc¨ªpulos de Fo en busca de un elixir que los hiciese inmortales. Tal vez eran f¨¢bulas tambi¨¦n otras expediciones ulteriores. Los barcos de la flota que Kubilai-Kan envi¨® a la conquista del Jap¨®n, dispersos e impulsados por una tempestad, pudieron llegar acaso al Fusang misterioso; pero de seguro que jam¨¢s volvieron de all¨ª trayendo nuevas de lo que hab¨ªan visto. No era el Fusang el mundo de Col¨®n, sino un pa¨ªs imaginario donde la fantas¨ªa vulgar y materialista de los chinos pon¨ªa mayor fertilidad, abundancia y riqueza que los europeos pusieron m¨¢s tarde en el Dorado. Lo ¨²nico cierto era que m¨¢s al oriente del Jap¨®n poco o nada conoc¨ªan los chinos. S¨®lo presum¨ªan la indefinida extensi¨®n de un Oc¨¦ano mucho m¨¢s ancho que el que separa a Espa?a de las tierras por Col¨®n descubiertas. ?Qu¨¦ hab¨ªa en el extremo de este Oc¨¦ano? Qui¨¦n sabe. Acaso el extremo de la tierra en que vivimos; el borde del disco; los lazos que atan la tierra al firmamento y que la sostienen suspendida en el ¨¦ter. Morsamor ve¨ªa en todo esto un misterio hasta entonces velado; pero le impulsaban a romper el velo su misma oscuridad y la vaga esperanza de que fuese cierto lo que hab¨ªan pensado los sabios antiguos de Grecia y lo que Col¨®n hab¨ªa intentado y hasta hab¨ªa cre¨ªdo demostrar yendo por Occidente al extremo Oriente. Decidido, pues, Miguel de Zuheros, y habiendo infundido en los de la nave confianza en su decisi¨®n, dej¨® en Macao al se?or Vandenpeereboom y a Fray Juan de Santar¨¦n, haciendo el uno negocios, y haciendo sermones el otro, y zarp¨® con su nave con rumbo hacia la desconocido. -XXXVI- Mientras m¨¢s se piensa en ello m¨¢s axioma parece la sentencia de don Herm¨®genes, declarando que todo es relativo. En el viaje Desde Toledo a Madrid, del maestro Tirso de Molina, apenas hab¨ªa caminado legua y media y llegado a las ventas de Ol¨ªas, cuando exclama la melindrosa Do?a Mayor: _nunca imagin¨¦ que era tan largo el mundo_. En cambio, el egregio poeta Leopardi prorrumpe en amargos lamentos porque el mundo le parece muy chico. Y es lo peor para ¨¦l, que mientras m¨¢s mundo se descubre m¨¢s el mundo se empeque?ece. Leopardi no cabe en el mundo. Los tripulantes de la nave de Morsamor, de la nueva Argo, ya que con tal nombre hab¨ªa sido confirmada, se asemejaban m¨¢s a Do?a Mayor que al poeta. Todos hallaban y no sin motivo, que el mundo era mayor de lo que hab¨ªan imaginado. En efecto, hab¨ªan ido m¨¢s all¨¢ de cuanto hab¨ªan surcado con sus quillas los m¨¢s audaces navegantes, ¨¢rabes, chinos, japoneses y portugueses; m¨¢s all¨¢ de lo hasta entonces explorado y hasta so?ado. Nadie hab¨ªa llegado jam¨¢s adonde ellos estaban, o si hab¨ªa llegado nadie hab¨ªa vuelto. Hac¨ªa ya no pocas semanas que s¨®lo ve¨ªan cielo y mar. El mar se les antojaba infinito como el cielo. Y no s¨®lo era pasmosa la extensi¨®n de su superficie, sino que tambi¨¦n lo era su profundidad insondable. En aquella soledad imponente, sublime terror pesaba sobre los esp¨ªritus durante la noche; pero rayada la aurora, todo se ba?aba en luz y en vivos colores, y el sol rutilante y glorioso doraba el aire y esmaltaba de p¨²rpura y de l¨ªquida plata las ondas azules. El piloto Lorenzo Fr¨¦itas y el mismo Morsamor, que en el retiro de su convento hab¨ªa estudiado y aprendido no poco de la n¨¢utica y de la cosmograf¨ªa, conocidas entonces, no hab¨ªan dejado de hacer sus observaciones y sus c¨¢lculos y sab¨ªan que hab¨ªan pasado la l¨ªnea equinoccial, y que iban navegando con viento favorable y con rumbo al sureste. Lo que no acertaban a determinar por su ignorancia del tama?o de la tierra era si hab¨ªan llegado o hab¨ªan pasado ya bajo el semic¨ªrculo imaginario que, completando el semic¨ªrculo que pasa por Lisboa y toca en los polos del mundo, le divide en dos partes iguales. Si esto hubiesen sabido, hubieran sabido tambi¨¦n lo que por experiencia trataban de inquirir: la forma y el tama?o de nuestro planeta. El intr¨¦pido aventurero y el h¨¢bil piloto, presum¨ªan, no obstante, que hab¨ªan pasado ya el meridiano, o mejor diremos el antimeridiano de Lisboa. En la imaginaci¨®n de ambos, cuando culminaba el sol sobre sus cabezas, aquella hermosa ciudad se mostraba envuelta en las densas sombras de media noche, merced al imperioso giro del firmamento todo, que daba rapid¨ªsimas vueltas e iba iluminando alternativamente nuestra pobre morada, o merced acaso al rodar de la tierra que en Salamanca, en Coimbra y en Sevilla hab¨ªan presentido y sospechado antes de que Galileo lo sintiese y lo asegurase. En Sevilla, Morsamor hab¨ªa o¨ªdo hablar mucho de todo esto a Fray Ambrosio de Utrera y a sus ilustres amigos, cosm¨®grafos y pilotos examinadores de la Casa de Contrataci¨®n, entre los cuales se contaban Alonso de Chaves, Rodrigo Zamorano y el joven y magn¨ªfico caballero Pedro Mex¨ªa. De ellos, y de su propio estudio, hab¨ªa aprendido Morsamor, y algo se le alcanzaba del uso del astrolabio, del cuadrante, de la br¨²jula y de otros instrumentos y de la manera de marcar el punto en que un barco se halla. Y como ¨¦l y Lorenzo Fr¨¦itas coincid¨ªan en la opini¨®n de que cada grado de la esfera ten¨ªa por el ecuador o por su anchura m¨¢xima quinientos estadios, cuando se creyeron en la parte opuesta del meridiano de Lisboa, creyeron tambi¨¦n que distaban noventa mil estadios de dicha ciudad, y que todav¨ªa, sin contar los rodeos que tendr¨ªan que dar, necesitaban navegar otros noventa mil estadios para volver a la patria. Calculando por leguas, aunque es medida menos exacta y m¨¢s variable, y atribuyendo a cada grado veinte leguas de longitud, a¨²n ten¨ªan que andar tres mil y seiscientas leguas para llegar a Lisboa en l¨ªnea recta y sin ning¨²n tropiezo. Para no asustar a la gente de a bordo, Morsamor y Fr¨¦itas se guardaron bien de comunicarles el resultado de sus c¨¢lculos. En la nave, que hab¨ªa salido abundantemente provista de Macao, hab¨ªa agua potable y v¨ªveres para bastante tiempo. Todos, sin embargo, empezaban a tener miedo, aunque lo disimulaban y aunque todav¨ªa no se hab¨ªa convertido en descontento. S¨®lo Tiburcio se mostraba impasible y alegre, procurando con sus chistes ahuyentar del ¨¢nimo de Morsamor los malos esp¨ªritus que le atormentaban, a pesar de su esperanza de salir triunfante de aquel empe?o. Muy raras cavilaciones sol¨ªan asaltar la mente de Morsamor, y no eran las menos raras las que ten¨ªa al pensar en Tiburcio. Nunca se atrev¨ªa a comunic¨¢rselo. Procuraba, adem¨¢s, arrojarlo de su propio pensamiento como indigna extravagancia; pero recelaba a veces que en Tiburcio hab¨ªa algo de sobrehumano o de _extrahumano_; un no sabemos qu¨¦ de diab¨®lico, a pesar de que Tiburcio era tan fiel, tan servicial y para con ¨¦l tan bondadoso y tan divertido, que aun suponi¨¦ndole diablo, le calificaba de buen diablo. Entend¨ªa Morsamor, que si Tiburcio se deleitaba en actos pecaminosos, era con superior permiso, para sacar b¨¢lsamo del veneno y para dirigir y levantar la maldad rastrera a fines excelentes, ordenados por la Providencia. Y yendo m¨¢s lejos a¨²n, en esta suposici¨®n, que desechaba al punto por her¨¦tica, y de la que nunca dejaba de retractarse, fantaseaba que, as¨ª como hay diablos en el infierno, tambi¨¦n deb¨ªa de haberlos en el purgatorio, para cuidar de las ¨¢nimas benditas y para atormentarlas, no por mero y cruel castigo, sino a fin de que quedasen limpias de toda m¨¢cula y capaces ya de perdurable vida. Claro est¨¢, que si hab¨ªa diablos de esta clase y si Tiburcio contaba entre ellos, al cabo llegar¨ªa un momento en que Tiburcio cumplir¨ªa su condena y se encontrar¨ªa indultado y horro de la esclavitud de la culpa. No poco de tan extra?a opini¨®n pod¨ªa apoyarse, seg¨²n Miguel de Zuheros hab¨ªa o¨ªdo al Padre Ambrosio, en varias sentencias de Or¨ªgenes y de San Gregorio de Nisa. Enti¨¦ndase, a pesar de lo expuesto, que Morsamor no perseveraba en tales errores y que abjuraba de ellos por vitandos y nefandos. Como quiera que fuese, esta navegaci¨®n que iban haciendo ahora era tan melanc¨®lica y tan t¨¦trica como hab¨ªa sido amena y bulliciosa la que Morsamor y Tiburcio, acompa?ados de donna Olimpia y Teletusa, hab¨ªan hecho desde Lisboa hasta Melinda. -XXXVII- Siguieron pasando d¨ªas sin que nada interrumpiese la monoton¨ªa de aquella larga navegaci¨®n. La Providencia, el destino, los genios o los n¨²menes que gobiernan el viento y las olas, o la misma estrella de Morsamor, seg¨²n cada uno quisiera explic¨¢rselo, dispusieron las cosas de manera que la nueva Argo no hall¨® en su camino tierra alguna donde pararse. Aquellos mares parec¨ªan tan hondos, que hab¨ªan reprimido el empuje del fuego central impidiendo que brotasen islas monta?osas sobre su superficie. El coral y las madr¨¦poras no hab¨ªan levantado arrecifes por ninguna parte ni hab¨ªan formado atolones. As¨ª al menos lo presum¨ªan Morsamor y los dem¨¢s tripulantes cuando, cada vez que rayaba el alba, tend¨ªan la vista hacia los cuatro puntos del horizonte y s¨®lo percib¨ªan el haz azulada y uniforme del vasto Oc¨¦ano. Tal vez habr¨ªa islas y hasta grandes e ignorados continentes al norte o al Sur de la derrota que segu¨ªan, pero todo se ocultaba a la vista de ellos. El terror de los tripulantes se aumentaba con la persistencia de tanta soledad. Aunque hab¨ªa abundancia de v¨ªveres, arroz, harina de trigo, aceite y galleta hasta para a?os, se tem¨ªa que faltase el agua potable. En la nave no dejaba de haber ya quien encontrase el agua malsana y corrompida. El cansancio, lo poco variado y apetitoso de la alimentaci¨®n, el miedo, el mal humor y hasta el aburrimiento trajeron la enfermedad a bordo. En pos de ella vino la muerte y empez¨® a sacrificar v¨ªctimas. La resignaci¨®n y la paciencia se fueron agotando. El amor, el respeto y la confianza que Morsamor inspiraba se trocaban ya en descontento y hasta en odio. Tiburcio era quien permanec¨ªa m¨¢s entero y confiado en medio de todo. Hasta de la no aparici¨®n de tierra alguna deduc¨ªa ¨¦l faustos pron¨®sticos y la consideraba como signo de buen ag¨¹ero: --O no hay--dec¨ªa--, o si hay no quiere el destino que descubramos terreno donde fijar el pie para obligarnos as¨ª a que lleguemos al fin del continente que descubri¨® Col¨®n; a que le atravesemos por un estrecho de mar o a que le rodeemos por su extremidad Sur, como ya rodeamos el ¨¢frica por el Cabo de las Tormentas y a que volvamos triunfantes a la gran ciudad de Lisboa. A menudo arengaba Tiburcio a los marineros y a los soldados, pero los hechos eran m¨¢s elocuentes y persuasivos que las palabras. Ora vientos contrarios y borrascas que combat¨ªan la nave, ora pesadas calmas que la deten¨ªan en su carrera, vinieron a dar p¨¢bulo a la irritaci¨®n general. De temer era que la sublevaci¨®n estallase de un momento a otro. Tom¨¢s Cardoso, grande amigo, admirador y fiel sat¨¦lite de Miguel de Zuheros, hab¨ªa apaciguado los ¨¢nimos durante no poco tiempo y hab¨ªa procurado mantener viva en todos la esperanza; pero Tom¨¢s Cardoso acab¨® tambi¨¦n por perderla y por cambiar su papel de apaciguador en el de cabeza de mot¨ªn. Era Tom¨¢s Cardoso el m¨¢s a prop¨®sito para este oficio. Por su gigantesca estatura descollaba sobre los dem¨¢s hombres. ¨¢gil y fornido, los dominaba y acaudillaba. En su desesperaci¨®n, no sabiendo a qu¨¦ arbitrio recurrir, los tripulantes decidieron volver atr¨¢s con diferente rumbo, o para ver si hallaban alguna tierra en que remediarse, o para ver si lograban aportar al Jap¨®n o volver a la China o a la India. Con esta embajada fue Tom¨¢s Cardoso para imponerse a Morsamor, a quien hall¨® solo en la peque?a c¨¢mara del buque. Morsamor se neg¨® a todo, si bien m¨¢s suplicante que enojado, y alegando con suavidad y dulzura que, en el extremo a que hab¨ªan llegado, era ya m¨¢s peligroso volver atr¨¢s que seguir adelante; que la misma raz¨®n hab¨ªa para suponer tierras intermedias siguiendo hacia el Oriente que dirigi¨¦ndose hacia cualquier otro punto; y que, si el mar que surcaban no era interminable, m¨¢s cerca deb¨ªan de estar ya del mundo de Col¨®n que del puerto de que hab¨ªan salido y hasta que de las costas japonesas. Tom¨¢s Cardoso replic¨® a Morsamor no con razones sino con quejas. La conversaci¨®n se fue agriando y se troc¨® en disputa. Los dos interlocutores estaban solos. Cardoso hab¨ªa echado a rodar todo respeto. Ten¨ªa muy poca fe en la elocuencia de sus razonamientos y sobrada fe en la energ¨ªa de sus pu?os. En mal hora quiso intimidar a Morsamor, quiso abusar de su fuerza y le ech¨® mano al cuello con violento ultraje. Firme y poderosa era la mano de Cardoso. Si hubiera asido bien a Morsamor, le hubiera derribado y hasta aplastado; pero Morsamor, antes de que Cardoso le agarrase bien, se desprendi¨® y se desliz¨® de entre sus garras, retrocediendo de un brinco hasta la pared de la c¨¢mara. Morsamor desenvain¨® entonces la daga que llevaba en el cinto, y, exclamando,--?defi¨¦ndete, miserable!--, se arroj¨® sobre Cardoso, que desnud¨® tambi¨¦n su pu?al y le aguard¨® sereno. El ¨ªmpetu y la destreza de Morsamor eran incontrastables. Con el brazo izquierdo par¨® el golpe que Cardoso le asestaba, y con acierto pasmoso hundi¨® su daga en el pecho del rebelde hasta la empu?adura. Atravesado el coraz¨®n, Cardoso cay¨® con estruendo en el suelo sin poder decir ?Dios me valga! Al ruido abrieron la puerta y entraron en la c¨¢mara varios parciales de Cardoso. All¨ª hubieran vengado su muerte con la de Morsamor, si no hubiera acudido Tiburcio en su socorro con no pocos que permanec¨ªan fieles. La lucha fue entonces horrible en toda la nave, y Morsamor, que tanto deseaba laureles incruentos, antes de los laureles tuvo la sangre. Mucha se verti¨®, aunque la rebeli¨®n fue vencida. Con la muerte sofocaron y castigaron Morsamor y Tiburcio aquella rebeld¨ªa. Quince cuerpos muertos de sus m¨¢s valientes compa?eros fueron arrojados al mar y pasto de los peces. La autoridad de Miguel de Zuheros se restableci¨® y fortaleci¨® en cuantos quedaron con vida. Y aterrados unos por el castigo y entusiasmados otros por el valor y la serenidad que Morsamor y Tiburcio hab¨ªan mostrado, resolvieron seguirlos sin m¨¢s dudar ni vacilar, aunque los llevasen al mismo infierno. Honda tristeza abrum¨® el ¨¢nimo de Morsamor despu¨¦s de su triunfo. A par que se complac¨ªa en ¨¦l, se aflig¨ªa de haberle pagado tan caro. En la melanc¨®lica hora del crep¨²sculo vespertino su preocupaci¨®n fue m¨¢s intensa y revistieron m¨¢s negros colores los fantasmas de su imaginaci¨®n atribulada. Parec¨ªa que estos fantasmas, saliendo de lo profundo de su mente, tomaban cuerpos vaporosos y se proyectaban y se hac¨ªan visibles en el aire. De esta suerte, con ce?o adusto y vertiendo sangre de su honda herida, el espectro de Tom¨¢s Cardoso se mostraba a los ojos de Morsamor siguiendo la nave. En el rumor, que al quebrarse en sus costados hac¨ªan las olas, Morsamor cre¨ªa o¨ªr por momentos sollozos, maldiciones y gritos de venganza, y tal vez se figuraba que surg¨ªan de la mar las cabezas de los compa?eros muertos, que ven¨ªan nadando y pugnando por detener la nave o por hacerla virar hacia el Oeste. Creci¨® la obscuridad. La noche se ven¨ªa encima. Miguel de Zuheros tuvo entonces una visi¨®n extra?a de tal consistencia, que le pareci¨® realidad y no delirio de la mente. Podr¨ªa ser espejismo, algo cuya causa ¨¦l no se explicaba, pero algo que estaba fuera de ¨¦l: que era real y no imaginado. A no mucha distancia de su nave, vio Morsamor otra nave que navegaba a toda vela con pr¨®spero viento y en direcci¨®n contraria. Sin duda no era falsa la visi¨®n, porque Tiburcio y los marinos afirmaban que la hab¨ªan visto, aunque pronto se hab¨ªa perdido en la sombra. El piloto Lorenzo Fr¨¦itas afirmaba m¨¢s a¨²n porque su vista era perspicaz como la del ¨¢guila. El piloto afirmaba que tambi¨¦n hab¨ªa visto la nave, que en el tope de su palo mayor ondeaba la bandera de Castilla y que en su proa se figuraba haber le¨ªdo este nombre simb¨®lico: Victoria. -XXXVIII- Aquella noche cavil¨® mucho Morsamor sobre la aparici¨®n, real o fant¨¢stica, de la nave Victoria, y habl¨® del caso con Fr¨¦itas y Tiburcio. Tiburcio sosten¨ªa que todo hab¨ªa sido ilusi¨®n ¨®ptica, fen¨®meno parecido al de la fata morgana. Y por el contrario, Fr¨¦itas conced¨ªa completa realidad a la visi¨®n y hasta llegaba a triplicarla, sosteniendo que en pos de la nave Victoria, aunque a mayor distancia y esfumadas en la vaga penumbra, hab¨ªa visto pasar otras dos naves. M¨¢s que a la opini¨®n de su doncel, se inclinaba Morsamor a la del piloto. Sobre ella alzaba un c¨²mulo de suposiciones. Recordaba que, hac¨ªa ya tres o cuatro a?os, dos portugueses, uno de los cuales se llamaba Ruy Falero, hab¨ªan ido a ofrecerse al soberano de Espa?a para ir a la India, navegando hacia Occidente, salvando el mundo de Col¨®n y surcando juego el ancho mar descubierto por Balboa. ?Llevar¨ªa la nave Victoria por capit¨¢n al mencionado Ruy Falero? Tiburcio respond¨ªa a esto que ¨¦l tambi¨¦n recordaba lo que dec¨ªa Morsamor, pero que recordaba asimismo que Ruy Falero hab¨ªa perdido el juicio y, que hab¨ªan tenido que encerrarle en una casa de locos. Fr¨¦itas dijo entonces: --Ser¨¢ cierta la locura de Ruy Falero, mas yo os aseguro que el camarada que iba con ¨¦l, y a quien conozco y trato desde hace a?os, tiene tan bien sentado el juicio que es muy dif¨ªcil que le pierda, y es tan tenaz en sus prop¨®sitos y tan brioso y capaz de realizarlos, que no me pasmar¨ªa yo de que lo consiguiera. Acaso la nave que hemos visto no lleva en vano el nombre de Victoria. Acaso va mand¨¢ndola el otro portugu¨¦s de cuyo nombre no os acord¨¢is. --?Y c¨®mo se llama ese otro portugu¨¦s?--pregunt¨® Miguel de Zuheros. --Ese otro portugu¨¦s--contest¨® Fr¨¦itas--se llama Fernando de Magallanes. Rar¨ªsimo personaje era Morsamor. Tal vez los que lean esta historia calificar¨¢n de inveros¨ªmil su car¨¢cter, pero a menudo parece inveros¨ªmil lo m¨¢s verdadero. Morsamor carec¨ªa de vanidad y era todo orgullo. La envidia y los celos no entraban en su alma. Hasta la misma emulaci¨®n ten¨ªa en ella poca cabida. Y su orgullo era tan expansivo, que Morsamor, con tal de que ¨¦l alcanzase y mereciese el triunfo, no se apesadumbraba, sino que se alegraba de que alguien pudiera alcanzarle al mismo tiempo que ¨¦l, asegur¨¢ndole as¨ª para la gente de su naci¨®n o de su casta. --Si en la nave que hemos visto o imaginado ver va Fernando de Magallanes, yo--dijo Morsamor--me alegro con toda mi alma. ¨¦l o yo, o ambos, volveremos a la patria, despu¨¦s de haber recorrido toda la redondez de la tierra. Segura es ya nuestra gloria, y no ser¨¢ menor aunque sea compartida. ¨¦l y yo mereceremos que se diga de nosotros que, al dar cima a nuestra empresa, ambos levantamos un arco triunfal y abrimos una nueva era en la historia del humano linaje; agrandamos por experiencia el concepto de las cosas creadas, y empezamos a revelar los arcanos del universo visible. Poco me importa que no sea s¨®lo del camino que llevo y de la nave en que voy, sitio tambi¨¦n de la nave en que ¨¦l va y del camino que ¨¦l lleva de quien digan los contempor¨¢neos entusiasmados: ?Fue el camino que esta nao hizo el mayor y m¨¢s nueva cosa que desde que Dios cre¨® el primer hombre y compuso el mundo hasta nuestro tiempo se ha visto, y no se ha o¨ªdo ni escrito cosa m¨¢s de notar en todas las navegaciones despu¨¦s de aquella del Patriarca No¨¦; ni aquella nao o arca en que ¨¦l se salv¨® del universal diluvio naveg¨® tanto como esta?. Al rayar el alba de la noche en que Morsamor hab¨ªa pensado y hablado as¨ª, como si Dios quisiese darle premio, aparecieron en lontananza, destac¨¢ndose sobre el fondo de p¨²rpura y n¨¢car del cielo oriental iluminado ya por el d¨ªa, elevadas monta?as que parec¨ªan dilatarse de Norte a Sur en extensi¨®n grand¨ªsima. La nueva Argo estaba ya cerca del continente que buscaba y todos sus tripulantes doblaron las rodillas y dieron gracias al cielo. Harto sab¨ªa Morsamor, desde antes de que abandonase su convento, las tentativas infructuosas y desgraciadas que, para hallar paso por mar del Atl¨¢ntico al Pac¨ªfico, se hab¨ªan hecho hasta entonces. Recordaba sobre todo, por ser m¨¢s reciente, el viaje de Juan D¨ªaz de Sol¨ªs, piloto de la Casa de Contrataci¨®n de Sevilla, el cual hab¨ªa navegado por los mares del hemisferio austral hasta m¨¢s all¨¢ de los 35 grados de latitud, sin hallar t¨¦rmino al nuevo continente ni estrecho alguno por donde se pudiese salir navegando al mar del Sur descubierto por Balboa. Juan D¨ªaz de Sol¨ªs hab¨ªa llegado hasta una inmensa bah¨ªa por donde desembocaba en el mar un r¨ªo muy caudaloso. Luchando all¨ª con ciertos belicosos y fieros salvajes, llamados charr¨²as, Sol¨ªs hab¨ªa perdido la vida. El barco que ¨¦l mandaba qued¨® abandonado en aquellas distantes e inc¨®gnitas playas, pero otros barcos que le hab¨ªan acompa?ado en su expedici¨®n volvieron a Sevilla y dieron cuenta de todo. Morsamor sab¨ªa, pues, que no hallar¨ªa paso al Atl¨¢ntico sino m¨¢s al Sur de los 35 grados. Por eso hab¨ªa navegado con rumbo al Sudeste y cuando se aproxim¨® a la costa occidental del Nuevo Mundo, se hallaba a los 36 grados de latitud austral. No sin recelo y con extraordinaria cautela para evitar encuentros y combates con gentes desconocidas y b¨¢rbaras, Morsamor y los suyos saltaron en tierra en busca de agua potable. Fertil¨ªsimo era el agreste e inculto suelo que pisaron. Majestuosas monta?as se levantaban no lejos de la costa, y desde los manantiales que brotaban en lo alto, por entre las rocas, descend¨ªan por la agria pendiente arroyos de agua cristalina y hasta caudalosos r¨ªos de r¨¢pido curso. Selvas de lozana y frondosa vegetaci¨®n, que en algunos puntos las hac¨ªa impenetrables, se extend¨ªan por donde quiera y ven¨ªan avanzando hasta la orilla del mar. Nuestros viajeros reprim¨ªan su curiosidad y no quer¨ªan explorar nada, anhelando s¨®lo hallar el paso que buscaban. Se contentaron, pues, con tomar agua potable y llevarla en odres y en pipas al buque y con cazar multitud de palomas y de ¨¢nades silvestres y algunos a modo de ciervos que en grandes manadas vagaban por la espesura de aquellos bosques. El pa¨ªs era espl¨¦ndido. Abetos y pinos de airosas y extra?as formas, nunca vistas por los europeos, descollaban sobre la pomposa verdura de helechos arborescentes, mirtos, laureles y otros ¨¢rboles hermosos, desconocidos y sin nombre hasta aquel d¨ªa. Pero Morsamor buscaba con ansia el estrecho o el fin del continente y nada de aquello le seduc¨ªa ni le convidaba a detenerse. El viento le fue propicio y avanz¨® con rapidez hacia el Sur. Aunque hab¨ªa llegado el verano de aquellas regiones, el fr¨ªo empez¨® a sentirse. La costa parec¨ªa que no acababa nunca. Lo que iba acabando era la paciencia de Morsamor y de sus compa?eros. El estrecho deseado apareci¨® por fin, consol¨¢ndolos y entusiasm¨¢ndolos. La nave Argo entr¨® por ¨¦l con valent¨ªa. Por intrincado laberinto de densos bosques, de tajados riscos y de altos cerros cubiertos de nieve iba prolong¨¢ndose el canal en mil tortuosos rodeos. Ya menguaba su anchura como comprimida por los abruptos cantiles que se alzaban en una y otra margen alpestre, ya dilat¨¢ndose el estrecho formaba ingente lago, en cuya faz, que apenas rizaba la brisa, se reflejaban la luz del cielo, ora nubes obscuras, ora el sol refulgente, y los escarpados cerros que parec¨ªan circundar el agua formando anfiteatro. La nieve de sus picos, como obeliscos y pir¨¢mides de bru?ida plata, se duplicaba por el reflejo, y a par que resplandec¨ªa en lo sumo del aire se ve¨ªa en el temeroso fondo del agua, donde, duplic¨¢ndose tambi¨¦n el cielo, hac¨ªa que imaginase Morsamor que la nueva Argo estaba suspendida entre dos abismos. Los que navegan hoy c¨®modamente por aquel estrecho, a bordo de un barco de vapor, no pueden ver la sublimidad de la escena ni pueden sentir el pasmo aterrador de los que por vez primera le cruzaron. No van, como Morsamor iba entonces, en fr¨¢gil barco y a merced del viento, que se opon¨ªa a su marcha, si era contrario, o si amainaba, casi le dejaba inm¨®vil a pesar de las m¨¢s h¨¢biles maniobras. Hoy es corto el tr¨¢nsito por aquel estrecho. Entonces parec¨ªa que duraba un siglo. Y la naturaleza circunstante, esquiva hasta entonces al hombre civilizado, que nunca fij¨® en ella sus miradas dominadoras, se alzaba soberbia en contra de ¨¦l, procurando atajarle y sobreexcitando su ¨¢nimo con la amenaza de mil peligros, ya verdaderos, ya exagerados por la fantas¨ªa. Espesa niebla envolv¨ªa a veces la nave, y a causa de la niebla, as¨ª como durante la noche, era menester ir con lentitud y precauci¨®n, para no tropezar en un escollo o encallar en un baj¨ªo. A veces se encapotaba el cielo, deslumbraban los rel¨¢mpagos y resonaba el trueno repercutido por los pe?ascos y multiplicado por los ecos. La tempestad acababa desat¨¢ndose en torrentes de lluvia o en abundantes copos de nieve. Luego se serenaba el aire y el sol resplandec¨ªa. Tal vez el iris se dilataba sobre el estrecho en arco majestuoso, cuyos estribos eran los cerros de una y otra margen. A veces asaltaba a los atrevidos navegantes el recelo de no acertar a salir de aquel laberinto y de tener que morir all¨ª. Los peligros, que en cierto modo hab¨ªan sido silenciosos e invisibles en el grande Oc¨¦ano, se mostraban all¨ª m¨¢s a la vista y turbaban los esp¨ªritus y molestaban y her¨ªan los o¨ªdos con acentos y voces. Ya aparec¨ªan en los pe?ascos voraces lobos marinos, ya se ve¨ªan revolando y cerni¨¦ndose a grande altura ¨¢guilas o buitres de mayor tama?o y pujanza que los de Europa, ya segu¨ªan o cercaban la nave bandadas de enormes albatros, hostigados por el hambre y buscando alimento. Lorenzo Fr¨¦itas y algunos otros marinos que, a falta de catalejo, ten¨ªan muy perspicaz la vista, aseguraban haber columbrado en la costa de la izquierda vagar hombres salvajes y feroces de descomunal corpulencia. No vacilaban en conjeturar que el menor de dichos hombres era de tan colosal estatura, que de fijo el m¨¢s alto de cuantos iban en la nave no le llegar¨ªa con la cabeza debajo del brazo. Para acrecentar m¨¢s el susto, no bien declinaba la tarde sal¨ªan de sus ocultas madrigueras feos murci¨¦lagos, que ten¨ªan en el hocico como un hierro de lanza y que se supon¨ªa que eran vampiros y vagaban en torno de la nave y hasta se posaban en los m¨¢stiles y en las velas. En medio de las tinieblas nocturnas sol¨ªa o¨ªrse el l¨²gubre silbido de las lechuzas y de los b¨²hos. Como no hay mala ventura que no tenga t¨¦rmino, la nave Argo logr¨® casi vencer los obst¨¢culos todos y se encontr¨® al final del estrecho y muy pr¨®xima a lanzarse en la amplitud del Atl¨¢ntico. Larga y profunda calma tuvo, sin embargo, parada la nave e impaciente su tripulaci¨®n durante muchas horas. Pero, no hay mal que por bien no venga. Sin esta forzosa detenci¨®n no hubiera ocurrido el extra?o caso de que se dar¨¢ cuenta en el siguiente cap¨ªtulo. -XXXIX- Cu¨¢n pasmosa no ser¨ªa la sorpresa de Morsamor, de Tiburcio y de sus compa?eros, cuando, al llegar la noche del d¨ªa desde cuya ma?ana estaban detenidos, oyeron lastimeros gritos que se alzaban por el costado izquierdo de la nave y que dec¨ªan en lengua castellana: ?Socorrednos: tened compasi¨®n de nosotros! ?Recibidnos a bordo! Dirigieron entonces las miradas hacia el punto de donde ven¨ªan las voces y vieron cerca de la orilla a dos hombres vestidos a la europea, si bien con trajes desordenados y rotos. Echaron al agua la chalupa, fueron en busca de aquellos dos hombres, los trajeron y se los presentaron al capit¨¢n que, maravillado y compasivo, contemplaba los desencajados rostros, la palidez enfermiza y el aspecto abatido y miserable de sus hu¨¦spedes imprevistos. --?Qui¨¦nes sois, desventurados?--les pregunt¨® Morsamor. Uno de ellos, al parecer el m¨¢s joven y el menos fatigado y enfermo, tom¨® la palabra y dijo: --Yo, se?or, soy Juan de Cartagena y sal¨ª de Castilla mandando uno de los cinco bajeles que trajo el portugu¨¦s Fernando de Magallanes para lograr su prop¨®sito de ir m¨¢s all¨¢ de este continente, de llegar a la India, caminando siempre hacia el Oeste. La insufrible soberbia del portugu¨¦s y los malos modos y la aspereza con que me trataba me movieron a rebelarme contra ¨¦l cuando a¨²n est¨¢bamos en el Golfo de Guinea. Magallanes me venci¨® y me tuvo preso. Fue tanta su crueldad que permanec¨ª en el cepo, durante muchas semanas, hasta que llegamos cerca de estos lugares. Hartos mis compa?eros de sufrir al portugu¨¦s, a quien ya ten¨ªan por loco, y recelando que los llevaba a perdici¨®n segura, se sublevaron contra ¨¦l en una bah¨ªa que no dista mucho de aqu¨ª. Tres fueron los bajeles sublevados. Las principales cabezas de la sublevaci¨®n fueron Luis de Mendoza y Gaspar de Quesada. Ellos me pusieron en libertad, y yo combat¨ª en favor de ellos. S¨®lo dos bajeles quedaron sujetos al portugu¨¦s. De los otros tres dispon¨ªamos nosotros. Magallanes, no obstante, pudo vencernos. Entr¨® al abordaje en nuestros nav¨ªos y Luis de Mendoza muri¨® cosido a pu?aladas. Horribles fueron los castigos que Magallanes impuso. A Gaspar de Quesada, por mano de su propio criado, que sirvi¨® de verdugo, hizo que le cortaran la cabeza. Y descuartizados los miembros de Quesada y de Mendoza, fueron suspendidos de los m¨¢stiles para espantoso escarmiento de todos. No s¨¦ por qu¨¦ Magallanes me perdon¨® la vida y tuvo compasi¨®n de m¨ª, si compasi¨®n puede llamarse. El feroz capit¨¢n, al ir a entrar en el Estrecho, me dej¨® abandonado sobre la costa inhospitalaria. ¨¦l sigui¨® su viaje con s¨®lo tres bajeles, porque de los cinco uno naufrag¨® y otro, el San Antonio, logr¨® escapar, y yo espero en Dios que a estas horas se hallar¨¢ de vuelta en Sevilla, donde dar¨¢ cuenta de la ferocidad y de la locura de que hemos sido v¨ªctimas. Al o¨ªr Morsamor aquel relato, reflexion¨® melanc¨®licamente que los laureles incruentos que ¨¦l hab¨ªa imaginado acaso eran imposibles en aquella edad en que ¨¦l viv¨ªa. Pens¨® que sin duda era menester regarlos con sangre: que el temple de voluntad de quien los cultivase hab¨ªa de ser como el del acero y las entra?as como las del tigre. As¨ª se absolvi¨® de su pecado, si le hubo, en la muerte de Tom¨¢s Cardoso. As¨ª se calific¨® hasta de benigno. No por eso en absoluci¨®n fue acompa?ada de alegr¨ªa, sino que sinti¨® pesar m¨¢s negro en el fondo del alma al imaginar cu¨¢n dif¨ªcil era, sin culpa, sin estrago y muerte, conquistar por la acci¨®n la suspirada gloria. Sustray¨¦ndose luego a las tristes reflexiones de su harto exagerado pesimismo, Morsamor pregunt¨® a Juan de Cartagena: --?Y qui¨¦n es este que Magallanes dej¨® abandonado en tu compa?¨ªa? --Este--respondi¨® Juan de Cartagena--fue quien m¨¢s nos solevant¨® y alborot¨® con sus discursos. Es un fraile cordob¨¦s, llamado Fray Blas de Villabermeja. Morsamor fij¨® entonces su atenci¨®n en el fraile, le reconoci¨®, fue hacia ¨¦l y le ech¨® los brazos al cuello. --?Querido Paisano!--le dijo--. Cu¨¢nto me alegro de poder servirte y valerte en esta ocasi¨®n. T¨² eres de un lugar que apenas dista un cuarto de legua de mi patria, Zuheros. Morsamor y tambi¨¦n Tiburcio reconocieron en el fraile abandonado a un antiguo colega del mismo convento en que ellos hab¨ªan vivido, pero el fraile no reconoc¨ªa a ninguno de los dos por m¨¢s que maravillado los contemplaba. Se lo imped¨ªan el m¨¢gico remozamiento del uno y la gallarda e insolente apostura del otro, tan distinta de la humildad claustral que hab¨ªa afectado cuando era novicio. Pero sin que le importase mucho reconocerlos o no, Fray Blas de Villabermeja se dej¨® querer y agasajar y dio gracias al cielo que de su abominable destierro le libertaba. Despu¨¦s de tan raro encuentro, la historia de la navegaci¨®n de la nueva Argo nada notable ofrece ni refiere durante m¨¢s de cuarenta d¨ªas. S¨®lo se sabe que Morsamor fue tan venturoso, que naveg¨® con velocidad incre¨ªble. Al fin vino a hallarse a corta distancia, casi a la vista de Sagres, como si la Providencia dispusiese que en el punto que hab¨ªa hecho famoso el Infante don Enrique, iniciador de los grandes descubrimientos, terminase su viaje el hombre que iba a cerrar el ciclo y a dar comienzo a nueva Era. -XL- No todas las dificultades se hab¨ªan allanado. Nadie hasta el fin puede cantar victoria. A veces el m¨¢s h¨¢bil auriga, al ir a alcanzar la palma salvando la meta, suele tocar en ella y dar lastimoso y mort¨ªfero vuelco. De repente vieron Morsamor y los de su nave un grav¨ªsimo peligro que ven¨ªa sobre ellos, de que ya no pod¨ªan esquivarse con la fuga y que era menester arrostrar con heroica y casi sobrehumana valent¨ªa. Una enorme galera se aproximaba d¨¢ndoles caza. En su proa y en su popa ten¨ªa sendas bombardas, y tres falconetes en cada costado. Estrecho era el barco de babor a estribor, y la longitud de su eslora hac¨ªa que hendiese r¨¢pidamente las olas a impulso de los treinta remos que llevaba en cada banda. Lorenzo Fr¨¦itas no dud¨® ni un instante de que aquella nave era de corsarios argelinos. --Salvarse huyendo--dec¨ªa--ser¨ªa un milagro que no debemos esperar de la bondad divina. Nuestra artiller¨ªa vale poco o nada, y, si la empleamos, s¨®lo conseguiremos provocar y enojar al cosario, que con la suya nos echar¨¢ pronto a pique, sobreponi¨¦ndose su c¨®lera a la codicia que le mueve a apoderarse de la presa. Rica debe de imagin¨¢rsela. Nuestro barco no tiene aspecto guerrero, sino trazas de lo que es: de nave mercante que vuelve de la India. En su imaginaci¨®n ver¨¢ ya el corsario los ricos tesoros de que pronto va a hacerse due?o. Podemos pelear y defendernos, pero sin esperanza. Se?or Miguel de Zuheros, creo de mi deber deciros mi opini¨®n con franqueza. --Yo la acepto y la estimo--respondi¨® Morsamor--. Y con la misma franqueza voy a exponer mi parecer, aunque ya en forma de ¨®rdenes imperativas e ineludibles, porque no hay tiempo para discusiones ni discursos. Espero que todos cumplir¨¦is con vuestro deber, me obedecer¨¦is ciegamente y har¨¦is con puntualidad y exactitud lo que yo prescriba. Soldados y marineros juraron obedecer a su capit¨¢n. Morsamor entonces dispuso las cosas con arreglo al plan que hab¨ªa concebido y dividi¨® en tres partes sus fuerzas: la mariner¨ªa al mando del piloto; al mando de Tiburcio lo mejor de la hueste, cont¨¢ndose en ella Juan de Cartagena y Fray Blas de Villabermeja, a quienes excit¨® para que se luciesen, pagando as¨ª la franca hospitalidad con que los hab¨ªa acogido. ¨¦l guard¨® bajo su inmediato gobierno a veinticuatro de sus m¨¢s leales, astutos y valientes aventureros, en cuyo n¨²mero figuraban los mestizos mongoles-castellanos. En seguida dio Morsamor sus instrucciones a los jefes y orden¨® que ocupase su puesto cada uno. La nueva Argo sigui¨® huyendo, pero con muestras de desesperaci¨®n y de miedo, sin desplegar m¨¢s velas, como si pareciese resignada ya a entregarse al enemigo. El corsario, impaciente, lanz¨®, no obstante, tres disparos de falconete para que la nueva Argo se rindiera. Una de las balas toc¨® en el casco del buque y abri¨® en ¨¦l ancho agujero, aunque por fortuna muy sobre la l¨ªnea de flotaci¨®n, cerca de la popa. S¨®lo con mar muy alborotado y con arfar muy violento podr¨ªa la nave hacer agua. Nada contest¨® Morsamor a aquel da?o y a aquel ultraje. Su nave, inerme, dej¨® que se le aprox¨ªmase la galera, que la prendiese con enormes garfios, y que los corsarios, armados de hachas, se lanzasen al abordaje, o m¨¢s bien, confiados en su poder incontrastable, a tomar posesi¨®n de la nave sin recelar resistencia alguna. As¨ª fue en un principio. Morsamor y los veinticuatro capitaneados por ¨¦l cejaron como amedrentados, aunque sin desordenarse ni separarse. Los corsarios, con su capit¨¢n al frente, llenaban ya la cubierta. El grupo de Morsamor se arrincon¨® hacia la popa; hacia la proa, Fr¨¦itas y sus marineros. En el barco no parec¨ªa haber m¨¢s tripulantes. El aspecto de ambos grupos inspiraba compasi¨®n y fomentaba la confianza y el descuido de los corsarios. Sin duda Morsamor y Fr¨¦itas quer¨ªan rendirse anhelando s¨®lo las menos duras condiciones. No intentaban hacer uso de las armas, aunque las ten¨ªan en las manos. A fin de que las entregasen, los corsarios se dividieron, dirigi¨¦ndose a un grupo y a otro. En la peque?a c¨¢mara de Morsamor, que estaba sobre cubierta, no parec¨ªa posible que hubiese capacidad bastante para que en ella se ocultasen muchos hombres armados. En ella, no obstante, estaban hacinados y apretados Tiburcio y su tropa. De s¨²bito abrieron la puerta de la c¨¢mara y salieron con inaudita rapidez. Todos corrieron hacia el lado opuesto al en que estaban Morsamor y Fr¨¦itas y hacia el punto en que la nueva Argo estaba asida al barco corsario. Con prodigiosa agilidad y con tal prontitud que no dieron tiempo para que se apercibiesen y cerrasen paso, saltaron todos en la galera. Y entonces, m¨¢s listos y expeditos a¨²n, dieron muerte a los c¨®mitres, quitaron grillos y cadenas y pusieron en libertad a los galeotes, que eran m¨¢s de sesenta cristianos cautivos. Estos hallaron sin dificultad armas de que apoderarse. Tarde semi-comprendi¨® el capit¨¢n corsario la estratagema que le hab¨ªan urdido, mas no desmay¨® por eso. Antes bien, arremeti¨® impetuoso contra el grupo de Morsamor, mientras que otro buen golpe de su gente ca¨ªa sobre Fr¨¦itas y sus marineros, los cuales tuvieron por desgracia que luchar proporcionalmente contra mayor n¨²mero de contrarios. Fr¨¦itas fue uno de los primeros que perdieron la vida, abierta su cabeza de un hachazo. Otros ocho de su tropa sucumbieron tambi¨¦n, al principio casi de la pelea. Morsamor, entre tanto, parec¨ªa invulnerable, pero tambi¨¦n sus enemigos eran m¨¢s que los hombres de que ¨¦l dispon¨ªa. Acorralados Morsamor y los suyos se manten¨ªan a la defensiva. Todo esto, no obstante, fue obra de pocos minutos. Tiburcio supo darse prisa. En la galera corsaria dej¨® a Juan de Cartagena y a Fray Blas con diez hombres m¨¢s de su fuerza y con veinte galeotes, ya libres y armados, y se precipit¨® en la nueva Argo con todos los dem¨¢s que le segu¨ªan y que eran m¨¢s de sesenta. Ansiosos de combatir se sent¨ªan todos, y particularmente los ya libres forzados, a quienes aguijoneaba el rencor e impulsaba el deseo de curar con la sangre de los corsarios las llagas y los verdugones que la penca del c¨®mitre hab¨ªa hecho en sus espaldas desnudas. Atacados los corsarios por todas partes, no pudieron resistir. Aunque vendieron caras sus vidas, perecieron los m¨¢s valientes y el capit¨¢n argelino, rindi¨¦ndose a discreci¨®n los otros, que fueron aherrojados y convertidos en nueva chusma. Morsamor pas¨® en triunfo a la conquistada galera. Resonar de clarines, vivas, altos aplausos y el estampido de algunos disparos de los falconetes solemnizaron la victoria. Con lamentos y hasta con l¨¢grimas se deplor¨® la muerte de Fr¨¦itas y de las otras v¨ªctimas. Para escarmiento ejemplar y para dar testimonio del brillante ¨¦xito de aquella lucha, Morsamor mand¨® colgar el cad¨¢ver del capit¨¢n argelino en el m¨¢stil de la galera, sobre el cual dispuso que se izase la bandera de Castilla. Rodeado de Tiburcio, Cartagena, Fray Blas y otros, se hallaba Morsamor presenciando aquella maniobra y recibiendo pl¨¢cemes, cuando a deshora apareci¨® una rubia y majestuosa dama, vestida de luto, y se arroj¨® en los brazos de Morsamor y cubri¨® su rostro de besos, exclamando entusiasmada: _--?O givia ed orgoglio del mio core! ?O coraggioso mio drudo!_ -XLI- M¨¢s sorprendido que complacido vio Morsamor la aparici¨®n de donna Olimpia de Belfiore, pues no era otra la dama enlutada que le salud¨® con tanto entusiasmo y cari?o. Hermosa como siempre estaba donna Olimpia. El tiempo no imprim¨ªa la destructora huella en su rostro, en el cual se notaba mayor majestad que antes y honda tristeza. Donna Olimpia no hab¨ªa aparecido sola. Teletusa, tan regocijada como de costumbre, apareci¨® con ella. Y aparecieron igualmente entre los libertados galeotes, siendo de los que mejor pagaron la libertad combatiendo a los corsarios, los dos fieles y robustos escuderos a quienes llamaban Asmodeo y Belceb¨², m¨¢s por broma que con suficiente motivo. Para satisfacer la curiosidad natural de Morsamor y de Tiburcio, donna Olimpia, en presencia de Teletusa y del doncel, no tard¨® en contar a grandes rasgos sus aventuras. Y como donna Olimpia era tan latina y tan abastada de erudici¨®n cl¨¢sica, empez¨® diciendo como el Eneas de Virgilio: _?In fandum, Morsamor, jubes renovare dolorem!_ Tra¨ªa ella consignados en precioso manuscrito todos los peregrinos sucesos de que hab¨ªa sido testigo, agente o paciente. Con ellos, imitando a C¨¦sar, se propon¨ªa dar al p¨²blico sus comentarios. Es indudable que si los hubiese publicado y si no se hubiesen perdido, ser¨ªan casi tan interesantes como los del Dictador romano. Si nosotros los posey¨¦semos o pudi¨¦semos reconstruirlos, compondr¨ªamos con ellos una historia no menos extensa que la presente, pero aqu¨ª deben entrar como episodio, y el episodio no debe extenderse m¨¢s que el principal asunto. Para no faltar a esta regla de los preceptistas y cumplir con el semper ad aventum festina de Horacio, nos abstendremos de referir las cosas con la pausa con que las refiri¨® donna Olimpia, y las referiremos tan en resumen, que m¨¢s parezcan el plan o el ¨ªndice de la historia que la historia misma. Con la presencia en Melinda de nuestras dos damas, la corte estaba brillant¨ªsima: las fiestas y diversiones se suced¨ªan sin tregua: cacer¨ªas, banquetes, cabalgatas, simulacros de batallas, o algo a modo de b¨¢rbaros torneos, todo se suced¨ªa con grande lujo y no menores gastos. El pueblo, negro y taca?o, se hart¨® de tanta magnificencia y hall¨® que le costaba muy cara. Donna Olimpia tuvo indicios de que se conspiraba contra ella y contra el rey. Para aquel generoso pr¨ªncipe temi¨® un mal percance y para ella fin no menos tr¨¢gico que el de la famosa Raquel, jud¨ªa de Toledo, o que el de do?a In¨¦s de Castro, tan celebrada m¨¢s tarde por los poetas ¨¦picos y dram¨¢ticos portugueses. Donna Olimpia sab¨ªa eclipsarse y evadirse a tiempo. En esta ocasi¨®n no le falt¨® su habilidad. Con raro disimulo gan¨® el coraz¨®n y hechiz¨® al capit¨¢n de una nave lusitana que toc¨® en Melinda de paso para Massau¨¢ a donde iba a reunirse con la flota, que hab¨ªa llevado a don Rodrigo de Lima y que deb¨ªa volver a la India con dicho se?or y con toda su pomposa Embajada, despu¨¦s que hubiesen visitado al Preste Juan, o sea al monarca de Abisinia o por otro nombre de la alta Etiop¨ªa. No tenemos espacio para describir aqu¨ª aquel pa¨ªs desconocido hasta entonces de los europeos ni para relatar los peligros y trabajos que pasaron y los triunfos que obtuvieron nuestras dos atrevidas viajeras. La Etiop¨ªa alta era y es a modo de inmensa fortaleza natural, de nava dilatad¨ªsima, que se levanta, sostenida por abruptos cerros, muy sobre el nivel de las otras circunstantes tierras africanas. All¨ª encastillado, resistiendo a la creciente inundaci¨®n del Islamismo, viv¨ªa, desde muy antiguo, un pueblo cristiano, y hab¨ªa un reino un tanto deca¨ªdo ya, pero en otro tiempo muy poderoso que se extend¨ªa por Arabia y por otras regiones. Hac¨ªa ya m¨¢s de treinta a?os que Pedro de Covill¨¢n hab¨ªa sido enviado a aquel reino por el pr¨ªncipe perfecto don Juan II. Aquel var¨®n simp¨¢tico y astuto se hab¨ªa ganado la voluntad de los et¨ªopes y singularmente la de la sapient¨ªsima reina Elena, quien le tuvo por consejero y muy por su privado. Pedro de Covill¨¢n se hab¨ªa hecho abisinio, Grande del reino y Gobernador o m¨¢s bien pr¨ªncipe feudatario de f¨¦rtiles y dilatadas comarcas. ¨¦l influy¨® para que viniese a Lisboa y viviese en la corte de don Manuel el ilustre se?or Mateo, Embajador del rey David y de la reina Elena. En respuesta a dicha Embajada, hab¨ªa ido a visitar al Preste Juan el ya mencionado don Rodrigo de Lima con gran pompa y s¨¦quito. En el s¨¦quito descollaba el Reverendo Padre Fray Francisco ¨¢lvarez, elocuente y ver¨ªdico historiador de la Embajada misma, a cuya narraci¨®n nos remitimos, y alma adem¨¢s de las negociaciones diplom¨¢ticas, porque el tal don Rodrigo era muito parvo, si hemos de dar cr¨¦dito a las hablillas y murmuraciones de sus subordinados. Todo esto, no obstante, importa tan poco a nuestra historia, que debi¨¦ramos pasarlo en silencio. B¨¢stenos decir que donna Olimpia se ingeni¨® de tal suerte y se dio tan buena ma?a, que se hizo amiga de Pedro de Covill¨¢n, de don Rodrigo, y de todo el personal de la Embajada. Por este medio fue presentada en la corte que iba siempre vagando de un lugar a otro y habitaba bajo hermosas tiendas en campamento vast¨ªsimo capaz de contener y que conten¨ªa m¨¢s de veinte mil personas, desde el Abuna o Patriarca, la clerec¨ªa, las princesas de la sangre y los altos dignatarios, hasta los soldados y sirvientes. En fin, y para no cansar a los lectores, consignaremos sin m¨¢s pre¨¢mbulo que el Preste Juan o soberano de aquella tierra que se llamaba entonces David, se enamor¨® perdidamente de donna Olimpia, y acab¨® por casarse con ella. David era ya casado, pero esto no era ¨®bice, porque all¨ª el rey pod¨ªa y sol¨ªa tener dos mujeres leg¨ªtimas: una se llamaba _cuan-baaltihat_ o reina de la mano derecha, y la otra, _gera--baaltihat_ o reina de la mano zurda. Esta ¨²ltima dignidad fue la que obtuvo donna Olimpia, mas no por eso fue menos considerada, y seg¨²n la etiqueta de la corte, severa y minuciosa por todo extremo, donna Olimpia fue tratada, respetada y atendida como esposa del Negus Nagat, o Rey de reyes y Soberano Se?or de Aksum, de Homer, de Raydan, de Habaset, de Sab¨¢, de Silhi, de Tiyam, de Kas, de Bega y de otros Estados, de la mayor parte de los cuales, ya in partibus infidelium, s¨®lo quedaba el t¨ªtulo. Algo influy¨® donna Olimpia en la renaciente cultura de los abisinios, y de ello con raz¨®n se jactaba. Censur¨® y conden¨® las muy frecuentes borracheras de onfacomeli, bebida de que se abusaba mucho en Abisinia, y de cuya composici¨®n, tal como la explica el diccionario de la Real Academia Espa?ola, tantos donaires y chistes acert¨® a decir nuestro amigo don Manuel Silvela. Con m¨¢s eficaz energ¨ªa se opuso a¨²n a que los s¨²bditos de su esposo comiesen carne cruda, y sobre todo, a que los refinados y sibar¨ªticos la comiesen invirtiendo los tr¨¢mites, o sea (no lo creer¨ªamos si no nos lo contasen autores de grave autoridad y respeto), cortando la carne del buey vivo para que, sazonada con sal y pimienta, entrase en la boca conservando a¨²n el calor vital inimitable y delicioso. Nuestra hero¨ªna logr¨® modificar tambi¨¦n el desorden abominable con que sol¨ªan terminar los banquetes, cuando se abusaba del onfacomeli y del buey vivo. El desenfreno era tal, que el pudor de donna Olimpia hubo de sublevarse, transmitiendo tan honrada sublevaci¨®n a su esposo. Como en aquel pa¨ªs hay much¨ªsimas hienas, que tan cobardes como carniceras devoran las bestias de carga y tienen miedo del hombre, aunque rodean e invaden a veces el campamento regio, cada personaje de la corte y el mismo rey van siempre armados de un l¨¢tigo para osear y castigar las hienas con que tropiezan a su paso. De este l¨¢tigo se vali¨®, pues, el rey David, incitado por donna Olimpia, para infundir recato y compostura a sus cortesanos y hasta a las princesas de la real familia en una de aquellas org¨ªas endemoniadas. Un poco atenu¨® tambi¨¦n donna Olimpia lo sobrado servil de algunas etiquetas o ceremonias de aquel ambulante palacio, impidiendo que en lo sucesivo se pusiesen todos de rodillas, besasen la tierra y prorrumpiesen en jaculatorias o breves y fervorosas oraciones, no s¨®lo cuando aparec¨ªa el Negus, sino cuando cualquier rumor, como suspiro, tos o estornudo, indicaba su cercan¨ªa. Con tales mejoras, con tan buenos consejos y con el ameno trato de donna Olimpia, el rey estaba cada d¨ªa m¨¢s prendado de ella. El nacimiento de un Principito puso el colmo a la ventura de amantes esposos. Pero el rey enferm¨® y crey¨® a pies juntillas que era llegada su ¨²ltima hora. No hab¨ªa que vacilar ni que retardarse. Muerto el rey, le suceder¨ªa al punto su primog¨¦nito, hijo de la reina de la mano derecha, pr¨ªncipe muy apegado a los antiguos usos y muy receloso adem¨¢s. De seguro que no bien empu?ase el cetro, encerrar¨ªa a donna Olimpia y a su v¨¢stago en cierto castillo, levantado a este prop¨®sito encima de muy alta y escarpada roca, a donde s¨®lo pod¨ªa subirse por estrecha escalera abierta en los duros pe?ascos y muy bien defendida y custodiada. En aquel retiro, a fin de evitar contiendas civiles, eran encerrados cuantos pod¨ªan tener alg¨²n derecho a la sucesi¨®n de la corona, arranc¨¢ndoles a menudo los ojos con sabia cautela. Era menester evitar tan ruda cat¨¢strofe. El Negus ten¨ªa que enviar un Embajador al baj¨¢ que, derribado ya el poder an¨¢rquico de los mamelucos, gobernaba en el Cairo. El Abuna, al mismo tiempo, ten¨ªa que enviar un mensajero y parte del diezmo al Patriarca de Alejandr¨ªa, de quien era sufrag¨¢neo. Se aprovech¨®, pues, aquella excelente ocasi¨®n, y con la lucida y bien custodiada caravana, se larg¨® de Abisinia donna Olimpia, en compa?¨ªa del Principito, de Teletusa y de sus dos fieles escuderos que nunca la abandonaron. En su tr¨¢nsito por Egipto, vio y admir¨® donna Olimpia la esfinge, las pir¨¢mides y multitud de otros monumentos del tiempo de los Faraones. Llegada sana y salva a Alejandr¨ªa, se embarc¨® con su gente en un barco mercante de Venecia, que navegaba con diploma o patente del gran turco Solim¨¢n, a quien para obtener tales diplomas pagaba un considerable tributo anual la Se?or¨ªa. A la vista ya de la costa occidental de Italia ocurri¨® la enorme desventura de que el barco veneciano fuese apresado por el corsario o m¨¢s bien por el feroz y desalmado pirata cuya merecida y tr¨¢gica muerte hemos ya narrado. El diploma del gran Sult¨¢n de los osmanl¨ªes, aunque fue exhibido, estaba escrito en v¨ªtela con letras de p¨²rpura y oro y era una maravilla caligr¨¢fica, no sirvi¨® absolutamente de nada. El p¨ªcaro corsario supuso que era falso a fin de no darle cumplimiento y se llev¨® a remolque el barco veneciano, transbordando a su galera y hasta a su camarote a donna Olimpia y a Teletusa. -XLII- Terrible situaci¨®n era esta para una reina, aunque fuese de Abisinia y de la mano zurda. Seg¨²n los anales eti¨®picos, all¨¢ en tiempo del Rey Salom¨®n, hubo en Etiop¨ªa una se?ora llamada Makeda que no fue otra sino la misma reina de Sab¨¢, la cual visit¨® al monarca de Israel, examin¨® y tom¨® el pulso a su sabidur¨ªa poni¨¦ndole mil acertijos y enigmas, y le enamor¨® adem¨¢s, hasta el punto de volver ella a su pa¨ªs muy ilustrada y en estado interesante. El augusto ni?o que naci¨® de resultas, se llam¨® Menilek o Menelik y fue antiqu¨ªsimo y reverend¨ªsimo tronco de la dinast¨ªa a la saz¨®n reinante, en cuya comparaci¨®n eran frescas, plebeyas de ayer y de ma?ana todas las dinast¨ªas de Europa. Ansiosa estaba donna Olimpia de rivalizar con la se?ora Makeda y aun de obscurecer la gloria de otra reina de Etiop¨ªa llamada Candace que se hizo cristiana y difundi¨® la verdadera religi¨®n entre sus s¨²bditos, inducida a ello por su virtuoso valido, aquel eunuco a quien convirti¨® el di¨¢cono Felipe, explic¨¢ndole un texto obscuro de Isa¨ªas. Donna Olimpia proyectaba criar y educar a su Principito con el mayor esmero por monjes benedictinos, ya que todav¨ªa ni San Ignacio de Loyola, ni San Jos¨¦ de Calasanz hab¨ªan fundado escuelas; y luego que estuviese bien educado y crecido, enviarle a conquistar la Abisinia y a sacarla de la barbarie en que hab¨ªa ca¨ªdo. El corsario argelino hab¨ªa venido en mal hora a contrariar tan altos proyectos. Durante dos o tres d¨ªas, sin embargo, renaci¨® la esperanza de donna Olimpia. El Mediterr¨¢neo se hallaba a la saz¨®n surcado de continuo por muchas galeras de los Caballeros de San Juan de Jerusalem, los cuales vagaban sin hogar de un punto a otro. Acababan de perder la isla de Rodas que era su dominio. Solim¨¢n, poderoso monarca de los osmanl¨ªes, hab¨ªa dirigido todas sus fuerzas contra aquella isla, la cual, despu¨¦s de largo asedio y de una defensa pasmosamente heroica en que perecieron m¨¢s de cien mil turcos, tuvo necesidad de rendirse. Honrosa fue la capitulaci¨®n que firm¨® el Gran Maestre Felipe de Villiers de Lisle Adan, quien sali¨® con armas y banderas desplegadas y con cinco mil personas que le siguieron. La noble emulaci¨®n entre los Caballeros de las ocho lenguas, su esp¨ªritu militar y su ardiente fe religiosa, dieron aspecto de triunfo a aquella p¨¦rdida, hermose¨¢ndola con palmas y laureles. Los expulsados Caballeros de Rodas vagaban por el Mediterr¨¢neo en sus galeras, ansiosos de tomar en los corsarios alg¨²n desquite. Dos galeras de los Caballeros de Rodas avistaron la galera del corsario y la persiguieron con ah¨ªnco; pero la galera del corsario era liger¨ªsima y despiadados sus c¨®mitres. El rebenque, cayendo sobre las espaldas de los forzados, acrecent¨® su fuerza locomotora, y el corsario logr¨® escapar de la persecuci¨®n, aunque sin arribar a Argel, sino llegando en su fuga hasta cerca de las costas de M¨¢laga. Desde este puerto, divisaron el bajel corsario barcos de guerra de Castilla que salieron a darle caza. Acosado el corsario por todas partes, pas¨® el Estrecho de Gibraltar para ponerse en cobro. En aquellos d¨ªas de angustia, el corsario, como era natural, estaba muy rabioso y se sent¨ªa capaz de toda suerte de atrocidades. Infortunadamente, el Principito estaba muy empalagoso con los dolores y molestias de la dentici¨®n. De noche, sobre todo, tomaba estruendosas perras, berreaba mucho y no dejaba que ni donna Olimpia, ni Teletusa, ni el corsario, pegasen los ojos. El corsario, durante tres noches, lo aguant¨® todo por galanter¨ªa; pero en la noche cuarta, se puso tan nervioso y tan fren¨¦tico que apenas nos atrevemos a decir lo que hizo, tanto es el horror que nos causa. Imitando, o mejor diremos, prefigurando al h¨¦roe de una novela de Gabriel d'Anunnzio, aunque sin premeditaci¨®n ni alevos¨ªa, sin sutilezas psicol¨®gicas y sin celos retrospectivos, sino en el arrebato y en la excitaci¨®n del insomnio, agarr¨® al Principito y lo arroj¨® al mar por la ventana del camarote. Desgarradores fueron los gritos que en aquella ocasi¨®n lanz¨® donna Olimpia, al considerar que se ahogaban sus m¨¢s bellas esperanzas. Donna Olimpia tuvo, sin embargo, que callarse, porque el corsario, brutal e iracundo, la amenaz¨® con arrojarla tambi¨¦n al mar si no se callaba. De lo que ocurri¨® al d¨ªa siguiente ya hemos dado cuenta. Ya sabemos c¨®mo el corsario pag¨® de una vez todos sus delitos. Cuando Morsamor supo los lastimeros ocasos que acabamos de referir, se compadeci¨® de donna Olimpia y procur¨® consolarla; pero el cuidado de su nave le preocupaba m¨¢s todav¨ªa. Y como iba ya acerc¨¢ndose a la costa, Fr¨¦itas hab¨ªa muerto y no era muy de fiar el contramaestre, Morsamor velaba y s¨®lo por breve rato entraba a reposar en la c¨¢mara. -XLIII- Antes de amanecer, se levant¨® Morsamor y fue sobre cubierta. Fresco vientecillo de Poniente empujaba la nave hacia la costa. Era de esperar que, al rayar el alba llegase la nave a la desembocadura del Tajo y penetrando y subiendo por el r¨ªo, se presentase frente a Lisboa. En pos de la nave de Morsamor iba el barco del vencido corsario argelino, brillante trofeo de la reci¨¦n alcanzada victoria. Tiburcio de Simahonda hab¨ªa tomado en ¨¦l el mando. La bandera de Castilla, izada en el mastelero de gavia, continuaba all¨ª en se?al de posesi¨®n, a pesar de la noche. De las entenas pend¨ªan, cual horrible adorno y para ejemplar escarmiento, los cad¨¢veres del capit¨¢n argelino y de ocho sat¨¦lites suyos, cada uno de ellos colgando por el pescuezo con un lazo escurridizo. Dens¨ªsima niebla lo envolv¨ªa todo. En la vaga penumbra del crep¨²sculo s¨®lo se percib¨ªa la forma indecisa del bajel apresado, como negro bulto que se destacaba sobre un fondo de color de ceniza. Ni los cercanos montes de la costa, ni las p¨¢lidas y moribundas estrellas, ni mar ni cielo se percib¨ªan con claridad. Si algo se vislumbraba era como a trav¨¦s de muy tupido velo. Morsamor triunfante se engre¨ªa y deleitaba en la contemplaci¨®n de su gloria, s¨®lo compartida acaso por Fernando de Magallanes. ?Habr¨ªa este logrado o ir¨ªa pronto a lograr su prop¨®sito despu¨¦s de pasar el Estrecho donde encontr¨® Morsamor el rastro y las muestras de su cruel energ¨ªa? Morsamor se lo preguntaba y no acertaba a responderse. Pero fuera cual fuera la respuesta que diese al cabo el destino, la gloria de Morsamor, aunque compartida, no menguaba. ¨¦l hab¨ªa circunnavegado el planeta, obtenido experimental conocimiento de su magnitud y de su forma, y cerrado el ciclo de los grandes descubrimientos y navegaciones. Soberbio, engre¨ªdo estaba Morsamor por todo ello. Y sin embargo, en vez de ensancharse su coraz¨®n y de regocijarse, se sent¨ªa abrumado en aquellos momentos por amarga tristeza. Un enjambre de pensamientos desconsoladores acud¨ªan a su esp¨ªritu y le atormentaban y picaban con ponzo?oso est¨ªmulo. Y en aquel est¨ªmulo ponzo?oso hab¨ªa, como en el estro de los poetas, la eficacia de revestir de im¨¢genes lo pensado, prest¨¢ndoles movimiento y vida y poblando y animando con ellas el ambiente de nieblas que a Morsamor circundaba. No, no era arco triunfal el que acababa de erigir y por donde gloriosamente se entraba en la edad moderna. Era m¨¢s bien puerta con que ¨¦l cerraba y terminaba un inmenso periodo hist¨®rico, una larga serie de m¨¢s de treinta siglos, durante los cuales los pueblos que habitan en torno del Mar Mediterr¨¢neo hab¨ªan sido gu¨ªas, iniciadores, maestros y hierofantes del humano linaje. Egipto, Fenicia, Grecia, Italia y Espa?a, hab¨ªan tenido sucesivamente el primado, el cetro y la virtud civilizadora. El mismo orgullo de Morsamor, el superior valer que atribu¨ªa a sus hechos se revolv¨ªa en da?o suyo y serv¨ªa para deprimirle. Acabada por ¨¦l la obra que incumb¨ªa a los pueblos meridionales de nuestro continente, la fuerza, el imperio y la inteligencia dominadora iban a pasar a otras manos. Al reconocer Morsamor tal como es la tierra en que vivimos, hab¨ªa disipado el encanto que nos hizo se?ores de ella. La abandonaba su fe y con su fe la abandonaban los genios, los dioses y los poderes e inteligencias sobrenaturales que sucesivamente su fe hab¨ªa creado. Esquilmado y seco el suelo, no se prestaba ya, aun herido de nuevo por el corcel con alas, a que brotase de ¨¦l otra Hipocrene. Circe y Calipso hu¨ªan buscando refugio y sin hallar en los mares espacio misterioso y esquivo y afortunadas islas donde erigir espl¨¦ndidos palacios, socavar frescas grutas y plantar deleitosos jardines para recibir, agasajar y embriagar de amor a los h¨¦roes. Venus no surg¨ªa ya del seno de las ondas salobres, ni las Nereidas, abandonando sus alc¨¢zares submarinos, ven¨ªan a consolar a Aquiles por la muerte del amigo, ni aparec¨ªan en limpia y hermosa desnudez ante los ojos mortales de Jas¨®n y de sus compa?eros que iban a conquistar el Vellocino. Los or¨¢culos callaban; cesaban los milagros. Parados y ocultos los c¨ªclopes, ni en Letnos ni en las cavernas del Etna forjaban armaduras lucientes. Apolo y las musas sent¨ªan el prurito de abandonar a Delos, el Parnaso y el Pindo, de salvar las Monta?as Rifeas y de instalarse en las regiones hiperb¨®reas, mientras no las visitaba alg¨²n viajero curioso y les quitaba todo su hechizo. En suma, era tan temeroso y destructor el desencanto que Miguel de Zuheros imaginaba haber producido, que hasta los santos y los ¨¢ngeles se iban volando y abandonaban nuestra tierra desenga?ada. Pero las cristalinas esferas se hab¨ªan desbaratado y roto, no giraban ya en arrebatada consonancia y nadie pod¨ªa o¨ªr su musical armon¨ªa en los arrobamientos del ¨¦xtasis. Soledad y f¨²nebre silencio reinaban en la fr¨ªa y desierta amplitud del ¨¦ter sin l¨ªmites. Muy lejos, muy lejos de los hombres ten¨ªan que subir los coros celestiales para acercarse al primer m¨®vil y descubrir el Emp¨ªreo. As¨ª se atormentaba Morsamor con cavilaciones nacidas de vanidad atrabiliaria en que muchos despu¨¦s de ¨¦l han ca¨ªdo y caen. Han cre¨ªdo que llevaban en una mano la f¨¦rula del progreso y la antorcha de la raz¨®n en la otra, y que iban arrollando con ellas cuantas creencias y poes¨ªa se les paraban delante, despejando el mundo de visiones y de fantasmas para que s¨®lo quedase en ¨¦l la realidad monda y escueta. Y sin aquietarse Morsamor y pasando adelante en su cavilar lastimoso, supuso, por ¨²ltimo, que la ciencia emp¨ªrica, hija del exterior sentido, iba a arrebatarnos el imperio y a d¨¢rsele a los pueblos del Norte, patentizando el jactancioso embuste de las profec¨ªas del Padre Ambrosio. Morsamor dio entonces forma y vida a este nuevo pensamiento, y vio en torno suyo, discurrir entre la niebla diminutas y vaporosas semideidades, geniecillos sutiles que apenas eran algo y casi se convert¨ªan en flores ret¨®ricas: gnomos deformes y enanos, que trabajaban sin cesar en el centro obscuro de la tierra y sacaban de all¨ª para sus naciones favoritas piedras y metales preciosos, raros documentos de los archivos subterr¨¢neos, y primitivas selvas, alimento del fuego, motor y art¨ªfice infatigable. En pos ven¨ªan los silfos y las ondinas. Y luego las aladas salamandras extra¨ªan del escondido seno de las cosas una incomprensible virtud, de mayor ligereza que la luz y el fuego, r¨¢pida y potente como el rayo, y se la prestaban a los hombres para que iluminasen y moviesen con ella los seres inertes y obscuros y transmitiesen con instant¨¢nea y casi ubicua rapidez el pensar y el sentir, la palabra y el sonido. Sali¨® al fin Morsamor de aquel pi¨¦lago de tristes meditaciones en que se hab¨ªa engolfado. El sol, que se alzaba sobre los montes, desgarr¨® los velos de niebla que los envolv¨ªan. Morsamor vio entonces el promontorio que estaba cerca y hacia donde dirig¨ªa el rumbo su nave. En seguida reconoci¨® que eran los cerros de Cintra, cubiertos de feraz y lozana verdura. En la m¨¢s alta cima de la Pe?a, crey¨® distinguir con envidia al enamorado Bernard¨ªn Riveiro, que todav¨ªa oteaba la extensi¨®n del Atl¨¢ntico y buscaba con l¨¢grimas la estela de la nave que le arrebat¨® a do?a Beatriz. Y vagando por la frondosidad umbr¨ªa de aquellos valles, apareci¨® tambi¨¦n a Miguel de Zuheros la virginal figura de do?a Sol de Qui?ones, que no le censuraba, sino que le compadec¨ªa de que volviese a verla, olvidado de su po¨¦tico enamoramiento y acompa?ado y consolado por donna Olimpia. La ¨ªnsula Firme se hab¨ªa sumergido tambi¨¦n en el Atl¨¢ntico como otras mil f¨¢bulas venerandas. En ning¨²n mapa habr¨ªa ya sitio en que ponerla. Ni era menester porque el m¨¢gico Apolid¨®n hab¨ªa derribado el Arco de los leales amadores, enojado de que ya nadie pasara por ¨¦l, como pas¨® Amad¨ªs fiel a Oriana. -XLIV- Poco satisfecho estaba Morsamor de s¨ª mismo en aquellos instantes. Cuando iba a llegar al t¨¦rmino de su peregrinaci¨®n, un f¨²nebre presentimiento contristaba su alma. La agitaba negra tempestad de pasiones. De s¨²bito se encapot¨® el cielo con densas nubes. Por breve rato hubo calma abrumadora como si algo pesado oprimiese el ambiente. Pero pronto se desencaden¨® la tempestad m¨¢s furiosa. El viento del Norte sobrevino con ¨ªmpetu rabioso y sacudi¨® y levant¨® las aguas del mar en gigantescas olas. Chocaron las nubes con estruendo. Intensos rel¨¢mpagos iluminaron siniestramente el aire. Los rayos le surcaban de continuo. El bajel apresado no tard¨® en apartarse de la nave de Morsamor. La borrasca le llev¨® lejos de su vista. Morsamor hizo esfuerzos inauditos para salvar su nave, harto trabajada ya por largu¨ªsima navegaci¨®n y por el choque y combate con el bajel corsario. Los marineros todos le ayudaron con celo y con br¨ªo en la ruda faena, mientras que conservaban esperanzas; pero la nave, impulsada por los vientos y por las olas, ya parec¨ªa elevarse a las nubes, ya hundirse entre dos enormes monta?as de agua, y no obedec¨ªa al tim¨®n, y se ladeaba a veces como si fuera a volcarse, y el agua sub¨ªa por cima de la cubierta, la barr¨ªa con furia y penetraba hasta el fondo. Muchos tripulantes, en el delirio ya de la desesperaci¨®n, blasfemaban o rezaban y no acud¨ªan a la maniobra. Casi abandonada la nave de direcci¨®n y de auxilios humanos, corri¨® a¨²n no poco tiempo con velocidad vertiginosa, a merced del hurac¨¢n que la impel¨ªa sobre la l¨ªquida faz del Oc¨¦ano, que ya la levantaba en sus oleadas, ya la precipitaba en la medrosa hondura que entre dos montes de agua a cada momento se abr¨ªa. La nave de Morsamor no pudo resistir m¨¢s. Acaso bast¨® a destrozarla el furor de los vientos y de las olas. Acaso fue a romperse, chocando contra oculto baj¨ªo. Ello es que la nave, desbaratada la trabaz¨®n de sus tablas se deshizo en pedazos. Cada uno de los que la tripulaban luch¨® por la vida y procur¨® salvarse como pudo. En aquel momento de angustia, Morsamor cay¨® en el agua y pens¨® salvarse nadando, pero pronto sinti¨® un peso que le oprim¨ªa, que le estorbaba nadar y que fatalmente iba a ahogarle. Despavorida donna Olimpia, p¨¢lida por el miedo de la muerte, fren¨¦tica de terror y de funesto cari?o, se hab¨ªa agarrado a Miguel de Zuheros, ci?¨¦ndole y estrech¨¢ndole entre sus brazos. O la falta de br¨ªo o la sobra de piedad impidi¨® a Morsamor apartar de s¨ª aquel obst¨¢culo que se opon¨ªa a su salvaci¨®n; aquella mujer por quien iba a perderse sin que ella se salvara. Morsamor, en vez de rechazarla, en aquellos instantes, acaso los ¨²ltimos de su vida, la cogi¨® con ternura. Y movida ella por gratitud y por amorosa vehemencia, uni¨® su boca a la de Morsamor y la regal¨® con hondo y prolongad¨ªsimo beso. Extra?as fueron las impresiones de Morsamor. Se figur¨® que donna Olimpia absorb¨ªa con sus labios toda la mocedad y toda la vida nueva que las pociones m¨¢gicas del Padre Ambrosio le hab¨ªan infundido. Volvi¨® la vejez a apoderarse de su cuerpo y empez¨® a sentirse casi decr¨¦pito. El fr¨ªo del agua atravesaba su carne, penetraba en sus huesos y le congelaba los tu¨¦tanos y la sangre descolorida y pobre. Todav¨ªa se sostuvo Morsamor en la superficie del agua a su parecer por extra?o e imprevisto socorro. Tiburcio de Simahonda le ten¨ªa asido por la cabeza, impidiendo que se hundiese; pero de sus hombres brotaron negras alas que velaron a Morsamor la horrenda claridad de aquel d¨ªa. Por ¨²ltimo, una sensaci¨®n grotesca, a par que espantosa, vino a colmar el delirio de aquella en su sentir postrera agon¨ªa. Los dos tremendos rufianes, Asmodeo y Belceb¨², le hab¨ªan cogido cada uno por una pierna, tiraban de ¨¦l y le arrastraban al fondo de los mares. Entonces Morsamor perdi¨® el conocimiento y el sentido. Reconciliaci¨®n suprema -I- Despu¨¦s de las portentosas aventuras que acabamos de referir y del tr¨¢gico fin que tuvieron, bien podemos asegurar que no muri¨® Morsamor. No nos consta de qu¨¦ suerte pudo salvarse. En nuestra historia hay aqu¨ª una tenebrosa laguna. Saltemos por cima de ella y volvamos al convento en que el Padre Ambrosio segu¨ªa viviendo y ejerciendo sus artes m¨¢gicas. Por su virtud, aunque se ignore de qu¨¦ manera, nadie en el convento hab¨ªa notado la ausencia de Fray Miguel y del hermano Tiburcio. Acaso el Padre Ambrosio hab¨ªa evocado y atra¨ªdo a dos esp¨ªritus, que hab¨ªan tomado la apariencia del fraile y del lego. Acaso, sin evocar esp¨ªritu alguno, aquel gran mago hab¨ªa creado dos fantasmas que reemplazasen en el claustro a los dos ausentes. Ello es que nadie los ech¨® de menos. Por lo dem¨¢s, seg¨²n imaginaban los otros frailes, Fray Miguel viv¨ªa siempre retra¨ªdo, encerrado en su celda y casi de continuo postrado en cama. Lo que es ahora, bien podemos asegurar tambi¨¦n nosotros que Morsamor o Fray Miguel, de vuelta ya de sus excursiones, yac¨ªa en cama, en muy m¨ªsero estado. Sin duda su segunda mocedad se hab¨ªa consumido toda en el cumplimiento de las grandes empresas a que su voluntad y la ciencia del Padre Ambrosio la consagraron. Fray Miguel se hallaba casi ciego, m¨¢s viejo, m¨¢s acabado, m¨¢s baldado por los dolores que antes de remozarse y de encontrarse apto para la fuga. Se dir¨ªa que aquel impetuoso renacimiento de vitalidad, que aquella fuerza nueva que de la profundidad de su ser hab¨ªa surgido, se hab¨ªa derramado como torrente, se hab¨ªa volcado como ingente catarata, y se hab¨ªa gastado toda con rapidez en inauditas acciones, sin dejar resto alguno, sino llev¨¢ndose y arrastrando en su curso parte de la vida que ¨¦l conservaba aun antes del cambio prodigioso. Pasaron algunos d¨ªas en esta situaci¨®n. Fray Miguel estaba cada vez m¨¢s enfermo y d¨¦bil. Y sin embargo, lejos de ofuscarse o de anublarse, su inteligencia se sent¨ªa ba?ada en luz serena y clara y Fray Miguel cre¨ªa o m¨¢s bien estaba seguro de que iban disip¨¢ndose las nieblas o rasg¨¢ndose los velos que le encubr¨ªan la verdad, y de que empezaba a ver las cosas todas sin alucinaci¨®n alguna que se las desfigurase y trastrocase. Era, no obstante, tan sigiloso y tan reservado que nadie, ni el mismo Padre Ambrosio, descubr¨ªa los cambios que iban realiz¨¢ndose en el fondo de aquel alma, aunque el Padre Ambrosio visitaba a menudo a Fray Miguel y era perspicaz zahor¨ª de los pensamientos ajenos. Lleg¨® por fin un momento en que Fray Miguel se encontr¨® menos agobiado de sus males, con la mente despejada, con las piernas y los brazos m¨¢s firmes para accionar y moverse y con la voz entera para poder expresar sin fatiga ni esfuerzo cuanto sent¨ªa y pensaba. Desvelado, en las altas horas de la noche, se levant¨® de su mezquino lecho, se visti¨® precipitadamente el sayal, encendi¨® con eslab¨®n, yesca y pajuela, una lamparilla de hierro, sali¨® de su celda, atraves¨® los claustros desiertos y sombr¨ªos, se dirigi¨® a la puerta de la celda del Padre Ambrosio, y llam¨® golpeando en ella. Hab¨ªa cierto reposo en¨¦rgico en el esp¨ªritu de Fray Miguel; mas, aunque parezca contradictorio, coexist¨ªa con este reposo la impaciente decisi¨®n, que no daba espera, de hablar al Padre Ambrosio, de interrogarle sobre no pocas dudas y de pedirle cuenta y explicaciones que las resolviesen. El Padre Ambrosio se oy¨® llamar, reconoci¨® la voz de Fray Miguel, no pudo resistirse al imperio con que este exig¨ªa que le oyese, se visti¨® el h¨¢bito y le abri¨® la puerta refunfu?ando. Entr¨® en la celda Fray Miguel, coloc¨® su lamparilla sobre la mesa, donde hab¨ªa papeles y libros, y la misma calavera y el mismo crucifijo que la primera vez que all¨ª hab¨ªa entrado. Se sent¨® Fray Miguel en la silla en que tambi¨¦n se hab¨ªa sentado la primera vez, y diciendo, tengo que hablarte, excit¨® por se?as al Padre Ambrosio a que tomase asiento. El di¨¢logo que hubo entre ambos, y que Fray Miguel comenz¨®, requiere cap¨ªtulo aparte. -II- --?Qu¨¦ delirio es el tuyo?--dijo el Padre Ambrosio--. Me pasma que hayas venido a verme. Si te he de hablar con franqueza, no cre¨ªa yo posible que pudieses salir de tu celda, d¨¦bil como est¨¢s, baldado por los dolores y velados tus ojos de densa nube que desde hace alg¨²n tiempo apenas te deja ver distintamente las cosas, sino de un modo vago y confuso y como al trav¨¦s de una neblina. ?Qu¨¦ quieres de m¨ª? ?Por qu¨¦ has venido hasta aqu¨ª, con paso vacilante e incierto, a tientas y sin duda apoy¨¢ndote en las paredes? ?Qu¨¦ es lo que de m¨ª pretendes todav¨ªa? Fray Miguel contest¨®: --Pretendo que seas conmigo franco y leal, como yo lo he sido contigo. Yo abr¨ª para ti los m¨¢s escondidos senos de mi alma y te mostr¨¦ todos sus arcanos. Nada te ocult¨¦ ni de mis pensamientos ni de mis pasiones. Mi esp¨ªritu, lleno de confianza en ti se te rindi¨® por completo. Derecho tengo a que t¨² tambi¨¦n seas franco y leal conmigo. Vengo a pedirte cuenta de tu conducta y de tus promesas. Dime toda la verdad. ?Te has burlado de m¨ª? ?Me has hecho v¨ªctima de un enga?o? ?Es cierto cuanto me ha ocurrido o ha sido todo, como yo recelo, una endiablada fantasmagor¨ªa? ?Acaso las pociones m¨¢gicas que me administraste, hundi¨¦ndome en hondo letargo, han suscitado visiones en mi cerebro, grab¨¢ndose en ¨¦l con el poderoso vigor y con la clara distinci¨®n de la realidad misma? Interrogado el Padre Ambrosio tan de improviso y de manera que hac¨ªa imposible toda respuesta ambigua, permaneci¨® en silencio y como quien duda y cavila sobre lo que le incumbe contestar y sobre la forma en que la contestaci¨®n ha de ir expresada, para que implique la justificaci¨®n o la disculpa al menos. Despu¨¦s de larga pausa, contest¨® al cabo el Padre Ambrosio: --Sean cuales sean los medios que he empleado, ora se consideren realidad, ora vano prestigio, no debes t¨² dudar de la bondad de mis intenciones. Yo he querido sanarte a toda costa del peor de los males. Recu¨¦rdalo bien, de un orgullo sat¨¢nico despechado que te hac¨ªa aborrecible hasta la misma bienaventuranza del cielo. Contra enfermedad tan horrenda, no hay remedio, por duro que sea, que pueda censurarse. Supongamos por un momento que cuanto viste, y cuanto hiciste, desde que por virtud de las pociones m¨¢gicas imaginaste despertar remozado, todo carece de ser real fuera de ti. Aun as¨ª, aunque yo haya tenido fuerza para crear en tu mente un mundo imaginario y para d¨¢rtele en espect¨¢culo y para hacer de ¨¦l amplio y pasmoso teatro en que t¨² fueses el principal actor, bien puedes estar seguro de que he carecido de fuerza para sujetar a mi prop¨®sito tu juicio y para someter tu voluntad a la m¨ªa. Yo podr¨¦ haberte ofrecido y presentado todas las ocasiones, todos los objetos, todos los premios a que pod¨ªa aspirar tu codicia, en que pod¨ªa hartarse tu sed de deleites y donde tu ambici¨®n y tu orgullo pod¨ªan quedar satisfechos; mas para lo que yo no tuve fuerzas, ni aun teni¨¦ndolas las hubiera empleado, fue para violentar tu libre albedr¨ªo. Sue?o o no, te considero responsable de todos los actos de tu extra?a vida de descubridor y navegante. Si me cabe alguna duda es sobre el grado mayor o menor, sobre la intensidad de tus m¨¦ritos y de tus culpas. Hay no pocos extremos hasta donde no llega mi ciencia, si bien presumo que no es tan sereno y firme el juicio en quien duerme como en quien vela, y que tu voluntad, sin ser violentada por m¨ª, pudo ceder m¨¢s f¨¢cilmente que en la vigilia a los incentivos que en sue?os se le presentaron. De todos modos, aunque tu gloria hubiese sido so?ada, t¨² has sabido mostrarte capaz de esa gloria, y aunque hayan sido so?ados tus delitos, tambi¨¦n eres responsable de ellos, aunque no en tanto grado. En sue?os tiene la voluntad menos br¨ªo para resistir a la tentaci¨®n que la provoca. Si no resiste y cede, entonces es menor su delito; pero esa mayor flaqueza de la voluntad, que aten¨²a su falta si incurre en pecado, tal vez da superior valer a toda acci¨®n buena que en sue?os se realiza, porque si la voluntad, poco briosa, basta a realizarla so?ando, mayor ser¨¢ su virtud cuando al despertar recobre todo su poder y le emplee en darle cima. La diferencia entre el ¨¦xito dichoso, ya en la realidad ya en el sue?o, es que en la realidad depende en gran parte de lo que llama el vulgo caprichos de la fortuna, o sea de lo que los juiciosos y piadosos califican de inescrutables designios de Dios, a fin de que se cumpla el plan maravilloso de la historia y de que camine la humanidad hacia su t¨¦rmino con direcci¨®n invariable y segura. Todos nos agitamos y todos contribuimos a que se cumpla dicho plan, quedando, no obstante, nuestra libertad en salvo, merced al soberano concierto prescrito desde la eternidad por la Providencia. --Tu discurso--dijo Fray Miguel--se quiebra de puro sutil. En mi sentir son alambicados y obscuros tus conceptos. Presumo, pues, o que no entiendes o que entiendes lo contrario de lo que dices para mi consuelo, y para atenuar la crueldad de la burla que me hiciste. Es falsedad, es sofisma lo que sostienes. Si no debo condenarme porque mis cr¨ªmenes han sido so?ados, tampoco debo glorificarme si tambi¨¦n han sido so?adas mis proezas. Convengo en que el mal ¨¦xito o el buen ¨¦xito final es obra de la fortuna o hablando cristianamente, de Dios mismo; pero la acci¨®n, independientemente del ¨¦xito, no vale sino en la vigilia para quien la ejecuta. En sue?os, el avaro es generoso, y tal vez quien despierto no se desprende de un maraved¨ª, para socorrer a un pordiosero, es capaz so?ando de prodigar todas las riquezas de los Cresos y de los F¨²cares. El cobarde puede so?ar que es valiente. Hasta por lo mismo que despierto le humilla y le atormenta su incurable cobard¨ªa, en sue?os se consuela creando y atribuy¨¦ndose el denuedo de que carece. En suma, yo infiero, de lo que me dices, estas desconsoladoras y amargas verdades; que te has burlado de m¨ª; que mi segunda juventud, mis haza?as y mi gloria fueron so?adas; que mis delitos tambi¨¦n lo fueron; y que si¨¦ndolo, quedan en duda las energ¨ªas de mi ser y no merezco ahora, ni m¨¢s ni menos que antes, alabanza o vituperio, galard¨®n o castigo. --Muy extremada manera es la de tu discurso y a mi ver es falsa, pero no quiero que discutamos, porque as¨ª no lograr¨ªamos convencernos. Baste para mi intento de convencerte de la aptitud y del poder que hay en ti, tanto para lo bueno como para lo malo, la ilimitada confianza que en m¨ª pusiste y la constancia y el valor con que te sujetaste a mis conjuros, arrostraste pruebas tremendas y no retrocediste, lleno de terror, ante mis m¨¢gicas operaciones. Quien fue capaz de todo esto es capaz tambi¨¦n de todas las haza?as y digno de las victorias y de los triunfos. S¨®lo de la fortuna, s¨®lo de las circunstancias exteriores, y no de la virtud del alma, depende que en realidad se logren o que s¨®lo se logren en sue?os. Eres injusto al afirmar que me he burlado de ti. No; yo no me he burlado; yo quise confortarte, puse los medios para conseguirlo, y lo hubiera conseguido si no fueses t¨² tan descontentadizo y caviloso. Antes de que mi magia se emplease en ti, t¨² no hab¨ªas sido h¨¦roe y adem¨¢s dudabas de que pudieses serlo. Ahora, aunque puedes dudar de que en realidad lo hayas sido, no puedes dudar del poder que para serlo hab¨ªa en tu alma. A estas ¨²ltimas palabras del Padre Ambrosio, no replic¨® Fray Miguel para contradecirlas ni mucho menos para manifestar que hab¨ªa quedado convencido y satisfecho. Su ¨²nica contestaci¨®n fue un sonido inarticulado que exhal¨® su pecho y que brot¨® de sus labios, de tan indefinible condici¨®n que pod¨ªa dudarse de si era suspiro o refunfu?o, bendici¨®n o maldici¨®n, muestra de gratitud o de queja. Hubo una larga pausa. Los ojos casi sin vista de Fray Miguel se fijaron intensamente en el Padre Ambrosio, como si fuese el alma sin el intermedio del material aparato quien por ellos mirase y viese. A pesar de su poder m¨¢gico, y a pesar de su ¨¢nimo brioso, baj¨® los ojos el padre no pudiendo resistir la intensidad y el fuego de aquella mirada. El Padre, con todo, estaba sereno y tranquilo. No le remord¨ªa la conciencia. Su conducta con Fray Miguel hab¨ªa procedido de la intenci¨®n m¨¢s sana. Sin duda Fray Miguel pens¨® lo mismo, despu¨¦s de la larga pausa y de la mirada escrutadora. No quiso, sin embargo, hablar m¨¢s. Se levant¨® de la silla, tom¨® su l¨¢mpara, pronunci¨® un Dios te guarde, inclinando la cabeza, y se volvi¨® a su celda sin m¨¢s explicaciones, preguntas ni discursos. -III- Pasaron a¨²n m¨¢s de cinco semanas despu¨¦s del coloquio nocturno de que acabamos de dar cuenta. El esfuerzo violento y el consumo de vitalidad, hechos por Fray Miguel, para ir hasta la celda del Padre Ambrosio y para hablar con ¨¦l lo que hab¨ªa hablado, produjeron terrible reacci¨®n, hundiendo a Fray Miguel en el mayor abatimiento f¨ªsico. Se dir¨ªa que hasta para hablar, hasta para pronunciar algunas palabras, le faltaban ya br¨ªos. Fray Miguel estaba postrado en cama y callado como muerto. S¨®lo acud¨ªan a visitarle en su celda el Padre Ambrosio, cuya reputaci¨®n de excelente m¨¦dico era grand¨ªsima e indiscutible, y el hermano Tiburcio que, ayudante del Padre, cuidaba de Fray Miguel, y le suministraba alimentos y medicinas. En medio, no obstante, de aquella enfermiza inacci¨®n de su ser material y de aquel desmadejamiento y quebrante de su organismo, el pensamiento de Fray Miguel luc¨ªa con m¨¢s viveza dentro de su cerebro, y como si le hubieran nacido pujantes alas, se remontaba a luminosas esferas y ve¨ªa o cre¨ªa ver con mayor claridad y serenidad que nunca, lo pasado, lo presente y lo futuro, fijando la mirada de ¨¢guila en el radiante foco, donde lo real y lo ideal se compenetran, se confunden y son una cosa misma. En la mente de Fray Miguel se realiz¨® as¨ª saludable mudanza. En virtud de ella, depuso todo enojo contra el Padre Ambrosio. Lo que tal vez consideraba antes como burla, le pareci¨® lecci¨®n provechosa, rica en beat¨ªficos resultados. Harto bien conoc¨ªa Fray Miguel la postraci¨®n de su cuerpo y la proximidad de su muerte; pero, al mismo tiempo, conoc¨ªa con reposado j¨²bilo que nunca hab¨ªa estado su esp¨ªritu m¨¢s sano, m¨¢s perspicaz, ni m¨¢s sereno que entonces. En tal disposici¨®n, quiso Fray Miguel comunicar a alguien que le comprendiese los pensamientos y las ideas que en aquellos momentos supremos hab¨ªa en su alma. Y movido por este anhelo, con voz sumisa y d¨¦bil, no en una vez sola, sino en varias veces, en diferentes visitas que el Padre Ambrosio le hizo, le fue manifestando en breves discursos su pensar y su sentir m¨¢s ¨ªntimos. Piadosamente recogi¨® el Padre Ambrosio y puso por escrito aquellas confidencias, que ahora trasladamos aqu¨ª y que son como siguen: --Veo con claridad, Padre Ambrosio, que la hora de mi muerte se aproxima. La veo sin desearla y tambi¨¦n sin temerla. Rara vez la duda ha entrado en mi esp¨ªritu, y menos a¨²n ha entrado en ¨¦l una negativa convicci¨®n. Pero, aunque yo estuviese convencido de que la muerte era completa, de que para m¨ª no hab¨ªa nada despu¨¦s, ni pena, ni gloria de que yo tuviese conciencia, ni siquiera una inconsciente prolongaci¨®n de mi ser en el recuerdo de los dem¨¢s hombres, la muerte no me aterrar¨ªa ni me afligir¨ªa. No es que yo est¨¦ resignado. Es algo de m¨¢s noble y de menos pasivo. Es que, dando yo a¨²n inmenso precio a mi vida, la dar¨ªa, la verter¨ªa toda en el seno de la naturaleza, en una efusi¨®n de amor hacia ella y hacia el ser inmenso que lo ha creado todo y que todo lo llena. Pero no, yo no dudo de mi inmortalidad individual y consciente. Yo creo en ella y ahora, cuando mis ojos, d¨¦biles y enfermos, apenas perciben la luz material, de la que huyen medrosos, luz clar¨ªsima, procedente de foco increado, penetra e inunda mi mente, ilustr¨¢ndola y ense?¨¢ndole la verdad. Yo fui, d¨ªas ha, a tu celda con el intento de interrogarte y de disipar dudas sobre mi ¨²ltima vida pasada. Ahora me arrepiento y nada te pregunto porque nada quiero saber. Me es igual, me es indiferente que hayan sido realidad mi razonamiento, mis peregrinaciones y mis ulteriores cr¨ªmenes y haza?as, o que todo haya sido prestigios, embustes o creaciones fant¨¢sticas formadas y sugeridas por tus elixires y linimentos y por el pasmoso poder de tus m¨¢gicas artes. En estos ¨²ltimos d¨ªas, desde que volv¨ª vi convento o desde que cre¨ª que hab¨ªa vuelto al convento, desde que me hall¨¦ m¨¢s viejo y abatido que antes, casi ciego, baldado y postrado en el lecho, he cavilado y meditado mucho y siento que se ha mejorado y casi se ha transformado mi alma. Tal vez sin los ¨²ltimos sucesos de mi vida, ora sean imaginarios, ora sean reales, no hubiera sobrevenido en mi ser esta transformaci¨®n, esta conversi¨®n, que califico de dichosa. A ti te la debo y por ello te doy las gracias. El pensamiento, cuando no se expresa y se determina por medio de la palabra, cuando persiste hundido en las profundidades de nuestro ser, sin comunicarse y declararse a otro ser inteligente, es confuso caos, de cuya verdad o de cuya mentira, de cuya bondad o de cuya insignificancia, no estamos seguros. La plena conciencia no aparece sino con la palabra emitida y comunicada. Por eso es con Dios coeterno su Verbo. Ni el amor inefable y divino hubiera brotado nunca en la mente suprema, si de la contemplaci¨®n del propio Verbo desde la eternidad no hubiera nacido. D¨¦bil trasunto, pobre semejanza de tan altos misterios hay sin duda en el fondo del alma humana. Dios, con su palabra, engendr¨® el amor y cre¨® el Universo. Yo, con mi palabra, si acierto a expresar con ella lo que agita mi mente de un modo confuso, engendrar¨¦ tambi¨¦n mi amor y dar¨¦ consistencia a la todav¨ªa vaga creaci¨®n en que este amor m¨ªo ha de satisfacerse y aquietarse, cumpli¨¦ndose as¨ª mi destino. Tales son los motivos que me impulsan hoy a dirigirme a ti y a hacerte una confesi¨®n sincera y amplia, procurando poner orden y concierto en mis ideas y expresarlas luego y presentarlas a tu inteligencia, creando yo as¨ª mi luz, mi amor y mi universo hasta donde alcancen mis limitadas y d¨¦biles facultades humanas. -IV- Fray Miguel se fatigaba tanto al hablar, que, en breve, ten¨ªa que suspender su discurso y dejarle para otro d¨ªa. Prescindiendo nosotros de tales interrupciones, aunque en cierto modo marc¨¢ndolas e indic¨¢ndolas, pondremos aqu¨ª los diversos fragmentos, unos en pos de otros, en el orden en que Fray Miguel los pronunci¨® y en el que el Padre Ambrosio los conserv¨® por escrito. --Convencido estoy de que has querido darme una lecci¨®n de moral, parecida en su traza a la que dio don Ill¨¢n de Toledo, famoso m¨¢gico, a cierto ambicioso De¨¢n de Santiago. T¨², con todo, no has querido demostrar que yo soy ingrato. T¨² estabas seguro de mi gratitud. M¨¢s alta era la moraleja que de mi historia, semejante a la que refiri¨® al Conde Lucanor su consejero Patronio, has querido t¨² sacar ahora. Yo soy buen disc¨ªpulo, aspiro a ayudarte en tu trabajo, y voy a sacar de ¨¦l deducciones tan trascendentales que ya coincidan con las que t¨² esperabas sacar, ya vayan m¨¢s lejos o suban m¨¢s alto todav¨ªa. --Al¨¦grate y enorgull¨¦cete. Has querido curarme de mi ambici¨®n desesperada. Duro ha sido el remedio. Como quien con hierro candente quema un c¨¢ncer, t¨² has curado el que ro¨ªa mis entra?as. No s¨®lo te perdono, sino que te agradezco la cauterizaci¨®n dolorosa. Mi sed de poder y de gloria se aquiet¨® y saci¨® con satisfacciones so?adas. Hoy, al reconocer que fueron sue?o, reconozco tambi¨¦n la vanidad de tales satisfacciones, aun cuando sean reales. El sabio lo ha dicho: _que ni la carrera es de los ligeros, ni la guerra de los fuertes, ni el pan de los sabios, ni las riquezas de los doctos, ni la gracia de los art¨ªfices; sino el tiempo y la casualidad en todo_. De mis victorias y de mis triunfos no debo, pues, jactarme. Si al tiempo y a la casualidad se deben, para contentamiento de mi orgullo, lo mismo valen e importan, ora hayan sido realidad, ora sue?o. --Tales son las consideraciones que me mueven a desechar primero el engreimiento personal y m¨¢s tarde el engreimiento de naci¨®n y de casta. Por cima de todo est¨¢ Dios, y con ¨¦l y en ¨¦l la fe y la esperanza de que no hay mal que no sea aparente o caduco y que no se ordene a fin dichoso y grande. As¨ª, en mi interior meditaci¨®n vine yo a resignarme y a buscar y hallar dulce quietud y algo a modo de bienaventuranza en mi plena conformidad con los designios divinos. Me desnud¨¦ del estrecho ego¨ªsmo y arroj¨¦ lejos de m¨ª el amor propio sin anhelar ya gozarle complacido y sin el temor ya de sufrirle lastimado. --Conforme hubiera estado desde entonces mi voluntad, con la voluntad del Alt¨ªsimo, si un obst¨¢culo, que me pareci¨® insuperable, no se hubiera opuesto. Con este obst¨¢culo he tenido que trabar tremenda lucha. Yo pude libertarme de la ambici¨®n y de la codicia, pude desde?ar y desde?¨¦ gloria, poder y riqueza. El amor de la mujer qued¨®, no obstante, firme en contra m¨ªa, atajando el camino por donde ansiaba yo acercarme a la reconciliaci¨®n suprema. Dis¨ªpense en buena hora como niebla o como humo todas las proezas de que me sent¨ª capaz y que realic¨¦ o so?¨¦. Lo que yo no consent¨ªa era que el amor de la mujer tambi¨¦n se disipase. Hasta los cr¨ªmenes, hasta las horribles tragedias que este amor produjo, no me resignaba yo a que se convirtiese en sue?os, convirtiendo en sue?os el amor mismo. Urb¨¢si, la bella Urb¨¢si, se me aparec¨ªa, como recuerdo vivo le algo real, no como sombra fant¨¢stica, y me mostraba su admirable y hermosa figura y el blanco pecho desnudo, donde yo ve¨ªa, en el lado del coraz¨®n, profunda herida brotando hirviente y roja sangre que ansiaba yo resta?ar y represar con mis labios. Pena infernal me causaba esta aparici¨®n tr¨¢gica, pero me causaba a la vez tan inefable y sublime deleite, que mi alma toda se enfurec¨ªa de que fuese aquello ilusorio y vano y pugnaba a¨²n por mantenerlo, al menos por recuerdo, como real y consistente. No; la causa de nuestro amor a la mujer no reside s¨®lo en nuestro miserable cuerpo. Aunque el cuerpo decaiga, envejezca y enferme, el alma, inmortal, sigue am¨¢ndola. El alma inmortal es alma de mujer o de hombre, y a veces imaginaba yo que esta diferencia de inmortal duraci¨®n hac¨ªa tambi¨¦n inmortalmente duradero e invencible el amor que una mujer me hab¨ªa inspirado. Y esta mujer, o si se quiere este hermos¨ªsimo aunque terrible fantasma de mi mente, se interpon¨ªa entre ella y lo infinito en que su ra¨ªz estriba, y no me dejaba llegar hasta ¨¦l, reteni¨¦ndome cautivo y arrancando a mi esp¨ªritu las alas con que anhelaba volar tan alto y el ¨ªmpetu vigoroso con que pensaba sumirse en el abismo del ser y hacerse superior a todo lo creado y contingente al penetrar en dicho abismo. No acierto a ponderar el esfuerzo pasmoso de mi voluntad para llegar a destruir, despu¨¦s de haber destruido y roto los dem¨¢s ¨ªdolos, la imagen seductora de la mujer amada. Esta imagen, que llegu¨¦ a suponer indeleble, lo perturbaba y lo bastardeaba todo en mi alma. No hab¨ªa concepto moral ni religioso al que ella no diese forma, profanando mi religi¨®n y convirti¨¦ndola en idolatr¨ªa. Ella, su imagen, ya se me mostraba representando la ciencia, ya la filosof¨ªa, ya la caridad, ya cualquiera de las otras virtudes, ya la ninfa pulqu¨¦rrima y predilecta del cielo, esposa o amante de los dioses inmortales y madre dichosa de los semi-dioses o h¨¦roes salvadores. Yo me explicaba a mi modo, porque tambi¨¦n los sent¨ªa, los encontrados sentimientos que inspira la mujer, desde hace muchos siglos. Ora el misticismo amoroso y caballeresco la ensalza y la purifica como algo venido del Emp¨ªreo, como fuente inexhausta de todo noble sentir y de todo arranque generoso, y crea la Beatriz y la Laura de los egregios poetas, ora el ascetismo adusto la aborrece y la teme, como nido de v¨ªboras, como oficina de embustes y de pecados, y como el m¨¢s seguro anzuelo de que se vale Satan¨¢s para perdernos. Rudo combate y grand¨ªsima pena me cost¨® lanzar de mi pensamiento la imagen de la mujer, que con tan contrarios aspectos se me mostraba y que del ef¨ªmero enlace o de la mentida concordia, producida por la atracci¨®n irresistible que nos lleva hacia ella, hac¨ªa brotar discordias sin t¨¦rmino y dualidad irreducible, como si hubiese dos eternos creadores y conservadores del mundo y no uno solo. En fin, mi empe?o fue tan obstinado que logr¨¦ borrar la imagen de Urb¨¢si, grabada en mi coraz¨®n como sello puesto all¨ª por el demonio en se?al de que yo era su esclavo. Entonces brotaron de nuevo y m¨¢s pujantes las alas de mi esp¨ªritu. Y no por la ciencia, no por el presunto conocer, sino con humildad, desprendi¨¦ndome de todo afecto pasajero, de toda liviana inclinaci¨®n a las cosas creadas, logr¨¦ subir hasta el manantial inagotable de donde todas manan y en el amor del bien soberano cifrar y confundir todos mis otros amores, empezando por el de m¨ª mismo. Hoy no hay mal que bien no me parezca, ni desdicha que no me parezca ventura, porque lo que Dios quiere no puede menos de ser lo mejor y lo m¨¢s deseable. Aunque para el cumplimiento de su inflexible justicia, y a pesar de su infinita misericordia, tuviese yo que padecer las penas eternas, al padecerlas yo por su amor, gozar¨ªa de tan inefable deleite, que se me transformar¨ªa el infierno en cielo, de la misma manera que antes, dominado yo por el ego¨ªsmo, transformaba el cielo en infierno. End of the Project Gutenberg EBook of Morsamor, by Juan Valera *** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK MORSAMOR *** ***** This file should be named 17430-8.txt or 17430-8.zip ***** This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/1/7/4/3/17430/ Produced by Chuck Greif Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. 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If the second copy is also defective, you may demand a refund in writing without further opportunities to fix the problem. 1.F.4. Except for the limited right of replacement or refund set forth in paragraph 1.F.3, this work is provided to you 'AS-IS' WITH NO OTHER WARRANTIES OF ANY KIND, EXPRESS OR IMPLIED, INCLUDING BUT NOT LIMITED TO WARRANTIES OF MERCHANTIBILITY OR FITNESS FOR ANY PURPOSE. 1.F.5. Some states do not allow disclaimers of certain implied warranties or the exclusion or limitation of certain types of damages. If any disclaimer or limitation set forth in this agreement violates the law of the state applicable to this agreement, the agreement shall be interpreted to make the maximum disclaimer or limitation permitted by the applicable state law. The invalidity or unenforceability of any provision of this agreement shall not void the remaining provisions. 1.F.6. INDEMNITY - You agree to indemnify and hold the Foundation, the trademark owner, any agent or employee of the Foundation, anyone providing copies of Project Gutenberg-tm electronic works in accordance with this agreement, and any volunteers associated with the production, promotion and distribution of Project Gutenberg-tm electronic works, harmless from all liability, costs and expenses, including legal fees, that arise directly or indirectly from any of the following which you do or cause to occur: (a) distribution of this or any Project Gutenberg-tm work, (b) alteration, modification, or additions or deletions to any Project Gutenberg-tm work, and (c) any Defect you cause. Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg-tm Project Gutenberg-tm is synonymous with the free distribution of electronic works in formats readable by the widest variety of computers including obsolete, old, middle-aged and new computers. It exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from people in all walks of life. Volunteers and financial support to provide volunteers with the assistance they need, is critical to reaching Project Gutenberg-tm's goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will remain freely available for generations to come. In 2001, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure and permanent future for Project Gutenberg-tm and future generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4 and the Foundation web page at http://www.pglaf.org. Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit 501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal Revenue Service. The Foundation's EIN or federal tax identification number is 64-6221541. Its 501(c)(3) letter is posted at http://pglaf.org/fundraising. Contributions to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by U.S. federal laws and your state's laws. The Foundation's principal office is located at 4557 Melan Dr. S. Fairbanks, AK, 99712., but its volunteers and employees are scattered throughout numerous locations. Its business office is located at 809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887, email business@pglaf.org. Email contact links and up to date contact information can be found at the Foundation's web site and official page at http://pglaf.org For additional contact information: Dr. Gregory B. Newby Chief Executive and Director gbnewby@pglaf.org Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation Project Gutenberg-tm depends upon and cannot survive without wide spread public support and donations to carry out its mission of increasing the number of public domain and licensed works that can be freely distributed in machine readable form accessible by the widest array of equipment including outdated equipment. Many small donations ($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt status with the IRS. The Foundation is committed to complying with the laws regulating charities and charitable donations in all 50 states of the United States. Compliance requirements are not uniform and it takes a considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up with these requirements. We do not solicit donations in locations where we have not received written confirmation of compliance. To SEND DONATIONS or determine the status of compliance for any particular state visit http://pglaf.org While we cannot and do not solicit contributions from states where we have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition against accepting unsolicited donations from donors in such states who approach us with offers to donate. International donations are gratefully accepted, but we cannot make any statements concerning tax treatment of donations received from outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff. Please check the Project Gutenberg Web pages for current donation methods and addresses. Donations are accepted in a number of other ways including including checks, online payments and credit card donations. To donate, please visit: http://pglaf.org/donate Section 5. General Information About Project Gutenberg-tm electronic works. Professor Michael S. Hart is the originator of the Project Gutenberg-tm concept of a library of electronic works that could be freely shared with anyone. For thirty years, he produced and distributed Project Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support. Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed editions, all of which are confirmed as Public Domain in the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper edition. Most people start at our Web site which has the main PG search facility: http://www.gutenberg.org This Web site includes information about Project Gutenberg-tm, including how to make donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to subscribe to our email newsletter to hear about new eBooks. Morsamor A free ebook from http://www.dertz.in/